Выбрать главу

Reynevan se mezcló entre los caballeros de rapiña kromolinianos, que para entonces formaban ya multitud en el zócalo. Nadie excepto Sansón lo advirtió ni le prestó atención. No había ni rastro de Scharley. Los caballeros de rapiña zumbaban como un rebaño de avispas.

A ambos lados del caballero de la armadura milanesa cabalgaban otros dos: un mozo de abundantes cabellos, hermoso como una dama, y un tipo delgado y prieto de mejillas caídas. Ambos iban también completamente armados, ambos montaban alazanes protegidos con bardas.

– Hayn von Czirne -dijo Otto Glaubitz con admiración-. ¿Veis qué milanesa lleva? Que me aspen si no vale lo menos cuarenta marcos.

– El de la izquierda, el joven -bufó Wencel du Hartha-, es Fryczko Nostitz. Y el de la derecha es Vitelozzo Gaetani, un italiano…

Reynevan suspiró leve. Escuchó a su alrededor parecidos suspiros, bufidos y maldiciones en voz baja, lo que atestiguaba que no sólo a él le impresionaba la aparición de uno de los caballeros de rapiña más célebres y peligrosos de Silesia. Hayn von Czirne, señor del castillo de Nimmersatt, gozaba de la peor fama posible y su nombre, como se veía, no sólo causaba espanto entre los mercaderes y gentes de bien, sino también respeto consternado entre sus colegas de profesión.

Entonces Hayn von Czirne detuvo su caballo ante los jefes, desmontó y se acercó, entre el tintineo de las espuelas y los chirridos de su armadura.

– Señor Stolberg -dijo con una profunda voz de bajo-. Señor Barnhelm.

– Señor Czirne.

El caballero de rapiña miró hacia atrás como si quisiera asegurarse de que su comitiva tenía las armas a mano y los ballesteros las ballestas preparadas. Una vez que se asegurara, apoyó la mano izquierda en el puño de la espada y la derecha en la cadera. Abrió las piernas, alzó la cabeza.

– Corta será mi plática -tronó- porque tiempo no tengo para largas chacharas. Alguien asaltó y robó a los valones, los mineros de las minas de Zloty Stok. Y yo ya había advertido que los valones de Zloty Stok están bajo mi protección. Así que os voy a decir algo y me habréis de escuchar con atención: si alguno de vosotros, bellacos, ha tenido parte en el hurto, mejor que lo reconozca ahora, porque como lo atrape, le sacaré la piel a tiras por muy caballero que sea.

Se diría que una nube oscura cubrió el rostro de Markwart Stolberg. Los caballeros kromolinianos susurraron. Fryczko Nostitz y Vitelozzo Gaetani no se movieron, se mantuvieron sobre sus caballos como dos muñecas de hierro. Mas los ballesteros de la comitiva inclinaron las ballestas, prestos para la acción.

– Una sospecha bien fundada del tal acto -continuó Hayn von Czirne- recae sobre Kunz Aulock y Stork de Gorgowitz, de modo que os diré algo que habréis de escuchar con atención: si escondierais a esos bastardos y ladrones en Kromolin, os acordareis de mí.

»De todos es conocido -siguió Czirne sin importarle los crecientes susurros de los caballeros- que los bastardos Aulock y Stork se hallan a sueldo de los Sterz, los hermanos Wolfher y Morold, bastardos y perros igualmente. Con éstos tengo negocios de antiguo, mas ahora la medida se ha colmado. Si resultara ser verdad lo de los valones, os aseguro que les sacaré las tripas a los Sterz. Y ya puestos, a quienes pensamiento tuvieran de esconderlos.

»Y una cosa más, para terminar. Mas ello es algo no menos importante, así que aguzad el oído. Alguien anda en los últimos tiempos dando cuenta de los mercaderes. Cada dos por tres se halla a alguno de estos mercatora tieso y frío. Raro es el asunto y no tengo intenciones de meterme en ello, mas os diré algo: la compañía de los Fúcar de Ausgburgo me paga por mi protección. De modo que si a alguno de los mercatora de los Fúcar le sucediera una aventura poco grata, y se demostrara que alguno de vosotros es responsable, que Dios se apiade de él. ¿Entendido? ¿Lo habéis entendido, mochachos?

Entre los crecientes murmullos de rabia, Hayn von Czirne tomó de pronto la espada, la agitó, silbaba incluso el arma.

– ¡Y si osara alguno -gritó- oponerse a lo que he dicho u opinara que miento, si a alguno no le fuera esto plato de gusto, le reto a que salga aquí, a la plaza! Y acordaremos las cosas con los yerros. ¡Venga! ¡Estoy aguardando! ¡Me cago en la puta, desde Pascua no he matado a nadie!

– No actuáis convenientemente, don Hayn -dijo Markwart von Stolberg-. ¿Es esto digno?

– No afecta lo dicho a vos, don Markwart -Czirne sacó aún más la barbilla-, ni a don Traugott, ni a ninguno de los mayores. Mas conozco mis derechos. Tengo derecho a retar a la mesnada.

– Yo sólo digo que no actuáis con conveniencia. Todos os conocen. A vos y vuestra espada.

– ¿Y entonces qué? -bufó el golfín-. ¿Que para que no se me conozca he de vestirme de doncella como Lanzarote del Lago? Conozco mis derechos. Y ellos también los conocen. Este hatajo de cagones con las patas temblonas.

Los caballeros de rapiña murmuraron. Reynevan vio cómo a Kottwitz, que estaba a su lado, se le iba la sangre del rostro de la rabia. Escuchó cómo le rechinaban los dientes a Wencel du Hartha. Otto Glaubitz apretó el puño de su espada e hizo un movimiento como si quisiera salir, mas Jasko Chromy lo agarró del brazo.

– No lo intentes -murmuró-. Todavía nadie ha salido vivo de bajo su espada.

Hayn von Czirne de nuevo agitó la espada, anduvo, las espuelas le tintineaban.

– ¿Y qué pasa, sacos de pedos? -tronó-. ¿Qué, comemierdas? ¿No sale nadie? ¿Sabéis por lo que os tengo? ¡Os tengo por culos de buey y culos de buey os llamo! ¿Y qué? ¿Lo va a negar alguno? ¿Tendrá alguno bizarría suficiente para acusarme de mentir? ¿Qué, nada? ¡Entonces todos, hasta el último, no sois más que gelipollas, mamones y caganíos! ¡Y una ofensa para la propia orden de caballería!

Los caballeros murmuraron cada vez con mayor fuerza, Hayn sin embargo fingía no darse cuenta.

– Uno solo veo hombre entre vosotros -siguió, señalando con el dedo-, aquél que está allí, Bozywoj de Lossow. Ciertamente no comprendo que está haciendo entre un rebaño de matasietes, asaltacunas y robagatos como el vuestro. De seguro que él mismo ya se ha ido al garete, puff, vergüenza e infamia.

Lossow se enderezó, cruzó los brazos sobre su pecho adornado con el escudo del lince, sostuvo la mirada sin miedo. No se movió, sin embargo, se quedó de pie con el rostro de piedra. Su serenidad puso rabioso a Hayn von Czirne. El ladrón enrojeció, puso los brazos en jarras.

– ¡Follacabras! -gritó-. ¡Verracos capados! ¡Meapollas! ¡Os estoy retando!, ¿me oís, culospompa? ¡Aquí, en esta plaza, ahora, a pie o a caballo! ¡A espada o a hacha, a lo que queráis, elegid vosotros! Venga, ¿quién? ¿Quizá tú, Hugo Kottwitz? ¿O tú, Krossig? ¿Puede que tú, Rymbaba, cacho cabrón?

Paszko Rymbaba se inclinó y agarró la espada, apretando los dientes bajo sus bigotes. Woldan de Osín lo aferró por los hombros y le hizo volver a su sitio.

– No seas loco -le susurró-. ¿No te es grata la vida? Nadie puede con él.

Hayn von Czirne se rió como si lo hubiera escuchado.

– ¿Nadie? ¿Nadie se atreve? ¿No hay ningún valiente? ¡Tal me pensaba! ¡Ah, cagapantalones! ¡Mierdas de perro! ¡Gorrones! ¡Rascabarbas!

– ¡Hijo de una grandísima puta! -gritó de pronto Ekhard von Sulz-. ¡Charlatán! ¡Sacamuelas! ¡Culoabierto! ¡Sal a la plaza!

– En ella estoy -contestó con serenidad Hayn von Czirne-. ¿Con qué vamos a probar?

– Con esto. -Sulz sacó un arcabuz-. Alardeas, Czirne, porque sois maestro en espada y señor del hacha. ¡Mas los tiempos cambian! ¡Ésta es la modernidad! ¡Iguales oportunidades tenemos! ¡Vamos a dispararnos!

Entre el ruido que se elevó de inmediato, Hayn von Czirne se acercó a su caballo, al cabo volvió portando un arcabuz. Ekhard Sulz tenía una pistola común y corriente, un simple tubo sobre un palo, la pieza de Czirna era un arma de mano construida artísticamente, con un cañón prismático sobre un ajuste de roble labrado.