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– Que sea entonces con arma de fuego -anunció-. Que entre la modernidad en casa y castillo. Marcad el campo.

No tardaron mucho. Se marcó el campo con ayuda de dos lanzas clavadas en la tierra que estaban a una distancia de diez pasos entre el resplandor de las ardientes teas. Czirne y Sulz se pusieron uno enfrente del otro, cada uno con su arcabuz bajo el brazo y el botafuego ardiendo en la otra mano. Los caballeros de rapiña se hicieron a un lado para salir de la línea de fuego.

– ¡Armas preparadas! -Notker Weyrach, que había tomado la responsabilidad del heraldo, alzó su maza-. ¡Apunten!

Los adversarios se inclinaron, alzando el botafuego a la altura de la mecha.

– ¡Encended!

Durante un momento no pasó nada, reinó el silencio, las mechas chisporroteaban, apestaba la pólvora ardiendo en la cazoleta. Daba la sensación de que iba a ser necesario detener el duelo para cargar de nuevo las armas. Notker Weyrach ya se estaba disponiendo para dar una señal cuando de pronto el arcabuz de Sulz estalló con un tremendo estampido, brilló el fuego, se formaron columnas de humo. Los que estaban más cerca escucharon el silbido de una bala que erraba su objetivo y volaba hacia la letrina. Casi en el mismo momento el arma de Hayn von Szirne escupió humo y fuego. Con mejor resultado. La bala acertó a Ekhard Sulz en la barbilla y le arrancó la cabeza. Del cuello del partidario de la cruzada antihusita surgió un torrente de sangre, la cabeza rebotó contra la pared del establo, cayó, rodó por toda la plaza, por fin descansó en la hierba, mirando con unos ojos muertos a los perros que la estaban olisqueando.

– Joder -se oyó la voz de Paszko Rymbaba en el completo silencio-. Esto ya no se puede coser.

Reynevan había minusvalorado a Sansón Mieles.

No había tenido tiempo todavía de ensillar el caballo cuando sintió una mirada en su nuca. Se dio la vuelta, miró y se quedó como una estatua de sal, la silla sujeta con las dos manos. Lanzó una maldición, después de lo cual le puso la silla al caballo en los lomos.

– No me acuses -dijo, sin darse la vuelta y fingiendo estar absorto en las cinchas-. Tengo que ir detrás de ellos. Quería evitar la despedida. O mejor dicho, las discusiones de despedida, que no aportarían nada más que ruido innecesario y pérdida de tiempo, pensé que sería mejor…

Sansón Mieles, apoyado en el marco de la puerta, cruzó las manos sobre el pecho y guardó silencio, pero su mirada era harto significativa.

– Tengo que ir detrás de ellos -estalló Reynevan al cabo de un instante de tensa vacilación-. No puedo hacer otra cosa. Entiéndeme. Es una ocasión irrepetible para mí. La Providencia…

– La persona de Hayn von Czirne -sonrió Sansón- me provoca múltiples asociaciones mentales. Ninguna de ellas, sin embargo, la llamaría yo providencial. Mas en fin, te entiendo. Aunque no diré que me haya sido fácil.

– Hayn Czirne es enemigo de los Sterz. Enemigo de Kunz Aulock. El enemigo de mis enemigos es, pues, mi aliado natural. Gracias a él puedo tener alguna posibilidad de vengar a mi hermano. No resoples, Sansón. No es lugar ni momento para otra disputa que termine con la conclusión de que la venganza es cosa estéril y sin sentido. Los asesinos de mi hermano no sólo siguen andando tranquilamente sobre la tierra, sino que me pisan los talones continuamente, me amenazan, persiguen a la mujer que amo. No, Sansón. No huiré a Hungría, dejándolos aquí en el orgullo y la gloria. Tengo la ocasión, tengo un aliado, he encontrado al enemigo de mi enemigo. Czirne dijo que iba a sacarles las tripas a los Sterz y a Aulock. Puede que esto sea estéril, puede que sea mezquino, indigno, puede ser insensato. Pero quiero ayudarle y estar cuando ese momento llegue. Quiero ver cómo los abre en canal.

Sansón Mieles guardó silencio. Reynevan, por no sé sabe qué vez, no pudo dejar de asombrarse de cómo en sus necios ojos y en su aspecto de completo idiota podía dibujarse una reflexión y una inteligente solicitud tan grande. Y unas acusaciones mudas, pero extraordinariamente visibles.

– Scharley… -tartamudeó, al tiempo que tensaba las cinchas-.

Scharley, cierto, me ha ayudado, ha hecho mucho por mí. Mas tú mismo lo has oído, has sido testigo… Más de una vez. Cuantas veces le mencioné la venganza sobre los Sterz, la rechazó. Burlándose además y tratándome como a un mozalbete estúpido. Niega categóricamente su ayuda para mi venganza, incluso, tú mismo lo oíste, se mofa y se ríe de Adela, ¡intenta disuadirme todo el tiempo de ir a Ziebice!

El caballo relinchó y pataleó, como si se le hubiera pegado el nerviosismo. Reynevan respiró hondo, se tranquilizó.

– Dile, Sansón, que no le guardo rencor. Al contrario, joder, le estoy agradecido, me doy cuenta de cuánto ha hecho por mí. Mas creo que ésta es precisamente la mejor forma de agradecérselo, yéndome. Él mismo lo dijo: soy su mayor riesgo. Para vosotros dos…

Se calló.

– Me gustaría que vinieras conmigo. Pero no te lo propongo. Sería feo e indigno por mi parte. Lo que planeo hacer es arriesgado. Estarás más seguro con Scharley.

Sansón Mieles se mantuvo callado largo rato.

– No pienso disuadirte de lo que planeas -dijo por fin-. No te voy a distraer con, como has dicho tan bien, ruido y pérdida de tiempo. Incluso me guardo mi opinión acerca de la insensatez o no de la empresa. No quiero tampoco empeorar el asunto añadiéndote además remordimientos de conciencia. Sé consciente, sin embargo, Reinmar, de que al irte destruyes mis esperanzas de regresar a mi propio mundo y a mi propia forma.

Reynevan guardó un largo silencio.

– Sansón -dijo por fin-. Responde. Sinceramente, si puedes. Eres de verdad… Acaso eres… Lo que dijiste sobre ti mismo… ¿Quién eres?

– Ego sum, qui sum -lo interrumpió Sansón con voz amable-. Soy quien soy. Ahorrémonos las confesiones de despedida. Nada dan, nada justifican y nada cambian.

– Scharley es persona de mundo y de inventiva -dijo rápido Reynevan-. En Hungría, verás, en poco tiempo conseguirá contactarte con alguien que…

– Vete ya. Vete, Reinmar.

Todo el valle estaba inundado por la niebla. Por suerte yacía baja, junto al suelo, gracias a lo cual no parecía que fuera a extraviarse, al menos de momento. Se veía por dónde discurría el camino. La senda estaba clara y visiblemente marcada por una línea de sauces torcidos, perales silvestres y arbustos de escaramujo que sobresalían de la blanca bruma. Aparte de ello, a lo lejos, en la oscuridad, parpadeaba mostrándole el camino una borrosa lucecita bailarina: la lámpara del grupo de Hayn von Czirne.

Hacía mucho frío. Cuando Reynevan cruzó el puente sobre el Jadkowa y entró en la niebla le dio la sensación de que se sumergía en agua helada. Al fin y al cabo, pensó, estamos ya en septiembre.

Los bancos de niebla que se extendían a su alrededor producían en suma una visibilidad bastante buena a los lados, al reflejar la luz. Sin embargo, Reynevan cabalgaba en la más absoluta oscuridad, apenas veía las orejas del caballo. La mayor oscuridad reinaba, paradójicamente, en el propio camino, a la sombra de los árboles y densos arbustos. Estos últimos tenían a menudo unas siluetas tan sugestivamente demoniacas que al joven le asaltaban a trechos unos escalofríos que le hacían tirar inconscientemente de las riendas, asustando al ya de por sí aterrorizado alazán. Seguía cabalgando mientras se reía para sus adentros de su miedo. ¿Cómo se podía, diablos, temer a unos arbustos?

De pronto dos arbustos le cortaron el camino, un tercero le arrancó las riendas. Y un cuarto le apretó algo contra el pecho que sólo podía ser la punta de una lanza.

Alrededor se oía el golpeteo de cascos de caballos, se extendió un olor a sudor humano y animal. Un pedernal chisporroteó, se vieron unas chispas, se encendieran unas linternas. Reynevan entrecerró los ojos y se inclinó en la silla porque le pusieron una linterna casi en la cara.