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– Demasiado guapo para espía -dijo Hayn von Czirne-. Demasiado joven para asesino a sueldo. Mas las apariencias pueden engañar.

– Soy…

Se calló y se encogió en la silla porque le pusieron algo duro en la espalda.

– De momento soy yo quien decide quién eres -afirmó Czirne con voz fría-. Y lo que eres. No eres, por ejemplo, un cadáver acribillado por flechas que yace en una tumba. De momento y gracias a mi decisión, precisamente. Mas calla ahora, porque estoy pensando.

– Ah, qué hay que pensar aquí -dijo Vitelozzo Gaetani, el italiano. Hablaba fluidamente alemán, pero lo traicionaba su acento cantarín-. Un cuchillo en el pescuezo y se acabó. Y vamonos, que hace frío y se quiere comer.

Por detrás se oyeron cascos, relincharon caballos.

– Está solo -dijo Fryczko von Nostitz, al que por su parte lo traicionaba su voz joven y gentil-. Nadie va tras él.

– Las apariencias pueden engañar -repitió Czirne.

De los ollares de su caballo surgía un vapor blanco. Se acercó más, mucho más, de tal modo que chocaron sus estribos. Estaban al alcance de la mano. Reynevan, con aterrada claridad, se dio cuenta de por qué. Czirne incitaba. Provocaba.

– Y yo digo -repitió el italiano en la oscuridad- cuchillo al pescuezo.

– Cuchillo, cuchillo. -Czirne se enderezó-. Para vosotros todo es fácil. Y luego a mí me aguija mi confesor y me amonesta que gran pecado es matar sin razón, ha de tenerse al menos razón de peso para matar. En cada confesión me aguija, razón, razón, no se ha de matar sin razón, de seguro que la cosa se termina en que le parto la crisma al cura, porque al cabo, la impaciencia también es razón, ¿no? Mas mientras tanto, que sea como dice el confesor.

«Venga, hermano -se volvió hacia Reynevan-, di quién eres. Veamos si hay razón o habremos de inventárnosla.

– Me llamo Reinmar de Bielau -comenzó Reynevan. Y como nadie lo interrumpió, continuó-. Mi hermano, Peter de Bielau, ha sido asesinado. El asesinato lo encargaron los hermanos Sterz y lo ejecutaron Kunz Aulock y su partida. De modo que no tengo motivos para quererlos. Escuché en Kromolin que tampoco vos sois amigo dellos. Así que he seguido vuestros pasos para contaros que los Sterz estuvieron en el pueblo, que huyeron al saber de vosotros. Fueron hacia el sur, a través del vado del río. Os digo todo esto movido por odio a los Sterz. Yo solo no sería capaz de vengarme. Por ello albergo la esperanza de que sea vuestra compaña. Nada más deseo. Si acaso he errado… perdonadme y permitidme volver al camino.

Aspiró hondo, cansado de su oración pronunciada a toda velocidad. Los caballos de los caballeros de rapiña relincharon, sus avíos tintinearon, las linternas extrajeron de la oscuridad monstruosas y dinámicas sombras.

– Von Bielau -bufó Fryczko Nostitz-. Diablos, si resulta que somos parientes.

Vitelozzo Gaetani maldijo en italiano.

– En marcha -ordenó de pronto Hayn von Czirne-. Tú, señor de Bielau, junto a mí. Muy cerca de mí.

Ni siquiera me ha mandado registrar, pensó Reynevan, al tiempo que comenzaba a marchar. No ha examinado si tengo un arma oculta. Y me ordena ir a su lado. Se trata de otra prueba. Y de otra provocación.

Una linterna se balanceaba colgada de un sauce del camino, un truco para engañar a quien les persiguiera, para hacerle creer que el grupo estaba lejos por delante de él. Czirne cogió la linterna, la alzó, iluminó otra vez a Reynevan.

– Un rostro honrado -comentó-. Una mirada sincera, honrada. Resulta que las apariencias no engañan y la verdad se manifiesta. Enemigo de los Sterz, ¿verdad?

– Verdad, señor Czirne.

– ¿Reinmar de Bielau, verdad?

– Verdad.

– Todo está claro. Venga, cogedlo, desarmadlo, atadlo. Una soga al cuello. ¡Venga!

– Señor Czirne… -consiguió decir Reynevan, apretado como estaba por unos potentes brazos-. Qué… Qué es…

– Hay un significavit del obispo contra ti, mozalbete -le declaró Czirne desmañadamente-. Y recompensa por ti, vivo. Te busca, ves, la Inquisición. Hechizos o herejía, a mí me da igual. Mas irás en cadenas a Swidnica, a los dominicos.

– Dejadme ir… -Reynevan gimió, porque la cuerda le mordía dolorosamente las muñecas-. Por favor, señor Czirne… Sois, al fin, caballero… Y yo tengo… tengo que buscar… ¡a la mujer que amo!

– Como todos nosotros.

– ¡Y odiáis a mis enemigos! ¡A los Sterz y a Aulock!

– Cierto -reconoció el raubritter-. Odio a esos hideputas. Mas yo, mozalbete, no soy ningún salvaje. Soy un europeo. No me dejo llevar por simpatías u odios cuando se trata de negocios.

– Mas… Señor Czirne…

– A los caballos, señores.

– Señor Czirne… Yo…

– ¡Señor Nostitz! -lo interrumpió brusco Hayn-. Al parecer es pariente vuestro. Haga vuesa merced que se calle.

Le dio un golpe con el puño a Reynevan en la oreja tan fuerte que los ojos le hicieron chiribitas y su cabeza casi tocó el cuello del caballo.

Así que no dijo nada más.

El cielo al oriente se aclaró como presagio del alba. Hizo todavía más frío. Reynevan, que estaba atado, tiritaba, temblaba, en parte por el frío y en parte por el miedo. Nostitz hubo de llamarlo al orden varias veces por el método de tirar de la cuerda.

– ¿Qué hacemos con él? -preguntó de pronto Vitelozzo Gaetani-. ¿Vamos a arrastrarlo por todas las montañas? ¿O vamos a debilitar la partida mandándole con escolta a Swidnica?

– No sé aún. -En la voz de Hayn von Czirne se percibía un tono de impaciencia-. Estoy pensando.

– ¿Acaso es la recompensa tan valiosa? -no renunció el italiano-. ¿Y dan mucho menos por llevarlo muerto?

– No se trata de la recompensa -ladró Czirne-, sino de trabar buena relación con el Santo Oficio. ¡Y además basta de hablar! Ya he dicho que estoy pensando.

Salieron a un camino real, Reynevan lo reconoció por el cambio de ruido y de ritmo de los cascos de los caballos. Sospechaba que era el camino que conducía a Frankenstein, la villa más grande de los alrededores. Sin embargo, ya había perdido la orientación y no estaba en situación de adivinar si iban hacia la villa o se alejaban de ella. El hecho de que dijeran querer entregarlo en Swidnica apuntaba hacia lo último, sin embargo la dirección que marcaban las estrellas podía sugerir que se dirigían precisamente hacia Frankenstein, para pernoctar, por ejemplo. Venciendo el deseo de insultarse a sí mismo y de recordarse su propia estupidez, comenzó a pensar febrilmente, componiendo planes y modos de escapar.

– ¡Hoooo! -gritó alguien por delante-. ¡Hoooo!

El brillo de una linterna extrajo de las sombras los cuadrangulares contornos de unos carros y las siluetas de unos jinetes.

– Está -dijo Czirne en voz baja-. ¡Puntual! Y donde habíamos acordado. Me gusta la gente así. Mas las apariencias pueden engañar. Armas a punto. Señor Gaetani, quedaos atrás y estad atento. Señor Nostitz, tened cuidado de vuestro pariente. Los otros conmigo. ¡Hoooo! ¡Suerte!

La linterna del que venía enfrente bailó al ritmo de los pasos del caballo. Se acercaron tres jinetes. Uno iba envuelto en un pesado manto que era tan amplio que cubría también las ancas del caballo. Iba asistido por dos ballesteros, idénticos a los de Czirna, vestidos con casco, gola metálica y brigantina.

– ¿Don Hayn von Czirne?

– ¿Don Hanusz Throst?

– Me gustan las gentes puntuales y de palabra -aspiró los mocos el hombre del manto-. Veo que nuestros amigos comunes no exageraron al dar buena opinión de vos y recomendaros. Contento estoy de veros y me alegro de vuestra colaboración. ¿Podemos irnos, imagino?

– Mi colaboración -respondió Von Czirne- cuesta cien gúldenes. Nuestros comunes amigos no pueden no haberos informado de ello.

– Mas por supuesto no por adelantado -bufó el hombre del manto-. No creo que juzguéis, señor, que voy a entrar en ello. Soy mercader, hombre de negocios. Y en los negocios es así que primero se hace el servicio y luego llega el pago. Vuestro servicio: escoltarme sano y salvo por el Przelecz Srebrne hasta Broumovo. Lo hacéis, se os pagará. Cien gúldenes, hasta el último talero.