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Volvieron a sonar las trompas, la multitud gritó. Estaban ya lo suficientemente cerca como para ver desde lo alto el campo de la liza: era clásico, doscientos cincuenta pasos de largo, cien de ancho, rodeado por una doble cerca de maderos, que eran especialmente fuertes por fuera, capaces de contener el ardor de la multitud. En el interior del campo se había colocado una barrera a lo largo de la que precisamente entonces, con las lanzas bajadas, cargaban el uno contra el otro dos caballeros. La multitud aullaba, silbaba y lanzaba bravos.

– Este torneo -reflexionó Scharley-, este hastiludium que admiramos aquí, nos facilitará la tarea. Toda la ciudad está aquí reunida. Mirad allí, hasta a los árboles se han subido. Apuesto, Reinmar, a que nadie vigila a tu amada. Bajemos de los caballos para no resaltar demasiado, rodeemos este ruidoso mercadillo, mezclémonos entre los campesinos y acerquémonos a la ciudad. Verá, vidi, vid!

– Antes de que sigamos las huellas de César -Sansón Mieles meneó la cabeza.-, debiéramos comprobar si la amada de Reinmar no está por casualidad entre los espectadores del torneo. Dado que se ha reunido toda la ciudad, ¿no puede ser que ella también esté aquí?

– ¿Y qué es lo que Adela -Reynevan bajó del caballo- podría hacer entre estas gentes? Os recuerdo que está aquí prisionera. A los presos no se los invita a los torneos.

– Con toda seguridad. ¿Mas qué perjudica el comprobarlo?

Reynevan se encogió de hombros.

– Vayamos pues. Venga.

Tuvieron que andar con precaución, teniendo cuidado de no pisar las heces a su paso. Los arbustos que los rodeaban se convertían durante cada torneo en letrina de uso general. Ziebice tenía alrededor de cinco mil habitantes y era seguro que al torneo también habían acudido forasteros, lo que arrojaba un total de unas cinco mil quinientas personas. Daba la sensación de que cada una de aquellas personas había estado entre los arbustos al menos dos veces para cagar, mear y arrojar bollos mordisqueados. Apestaba indecentemente. Estaba claro que aquél no era el primer día del torneo.

Las trompas volvieron a sonar, de nuevo la multitud gritó con una sola voz. Esta vez estaban ya tan cerca que pudieron escuchar antes el chasquido de las lanzas quebradas y el estampido con el que golpearon los nuevos contrincantes.

– Hermoso torneo -dijo Sansón Mieles-. Hermoso y rico.

– Típico del duque Juan.

Un donoso criado pasó a su lado, conduciendo hacia los arbustos a una gallarda belleza de mejillas rojas y ojos encendidos. Reynevan lanzó una mirada llena de simpatía a la pareja, con el mudo deseo de que encontraran un lugar discreto y al mismo tiempo libre de mierda. La mente se le pobló con una viva imagen de aquello a lo que de inmediato se iba a dedicar la pareja en los arbustos, un hormigueo delicioso le recorrió la entrepierna. Nada importa, pensó, nada, porque ahora sólo unos instantes me separan de parecidos deleites con Adela.

– Por allí. -Scharley los conducía seguro con su acostumbrado instinto entre casetas de herreros y plateros-. Atad a los caballos aquí, a la cerca. Y vayamos por allí, hay más sitio.

– Intentemos acercarnos a la tribuna -dijo Reynevan-. Si Adela está aquí…

Las fanfarrias ahogaron sus palabras.

– Aux konneurs, seigneurs cheváliers et escuiers! -gritó con fuerte voz el mariscal de los heraldos cuando las fanfarrias callaron-. Aux konneurs! Aux konneurs!

La divisa del duque Juan era la modernidad. Y la europeidad. Distinguiéndose en este aspecto incluso entre los Piastas silesios, el duque de Ziebice padecía del complejo de provinciano, le dolía que su condado yaciera en la periferia de la civilización y de la cultura, en una frontera detrás de la cual ya no había nada, sólo Polonia y Lituania. El duque sufría por ello y volvía su rostro de forma casi enfermiza hacia Europa. Para quienes lo rodeaban esto resultaba a veces un tanto desagradable.

– Aux konneurs! -gritó a la europea el mariscal de los heraldos, vestido con un jubón amarillo con la negra águila de los Piastas-. Aux konneurs! Laissez-les aller!

Por supuesto, el mariscal, que en buen y viejo alemán se llamaba marschall, en casa del duque Juan se llamaba a la europea, roy d'armes, lo ayudaban los heraldos, los percevances europeos, y el cruzar lanzas, el bueno y viejo stechen über schranken se decía culturalmente y a la europea: la jouste.

Los caballeros empuñaron las lanzas y con un tronar de cascos echaron a galopar a lo largo de la barrera. Uno, por lo que se podía colegir del escudo en su sobrevesta que mostraba la cima de unos montes sobre un jaquelado en plata y gules, pertenecía a la familia de los Hoberg. El otro caballero era un polaco, lo que atestiguaban las armas de Jelita en el escudo y el carnero que timbraba su yelmo de torneo con una visera a la moda.

El torneo europeo del duque Juan había atraído a muchos visitantes de Silesia y del extranjero. El espacio entre las vallas de los schrank y la plaza que había sido cerrada a propósito estaba lleno de caballeros y escuderos vestidos con colores de cuento de hadas, entre los que se encontraban representantes de las familias silesias más importantes. En los escudos, en las gualdrapas de los caballos, en gambaxes y perpuntes se veían el trofeo de ciervo de los Biberstein, la cabeza de carnero de los Haugwitz, la aguja de oro de los Zedtlitz, la cabeza de búfalo de los Zettritz, el jaquelado de los Borschnitz, las llaves cruzadas de los Uechteritz, los peces de los Seidlitz, las flechas de los Bolz y la campana de los Quas. Por si aquello fuera poco, aquí y allí se veían escudos de Bohemia y Moravia: las astas de los señores de Lipa y Lichtemburk, el Odrzywaz de los señores de Kravar, Dubé y Bechyna, el ancla de los Mírovski, la lila de los Zvolski. Tampoco faltaban polacos: Starykon, Awdaniec, Doiwa, Jastrzebiec y Lódz.

Ayudados por los fuertes brazos de Sansón Míeles, Reynevan y Scharley se encaramaron al montón de carbón del herrero y luego al tejado de su choza. Desde allí Reynevan podía observar ya atentamente la tribuna, que no quedaba muy lejos. Comenzó por el final, por las personas menos importantes. Fue un error.

– ¡Santo Dios! -suspiró ruidosamente-. ¡Allí está Adela! Por mi ánima… ¡En la tribuna!

– ¿Y cuál es?

– La del vestido verde… Bajo el dosel… Junto…

– … junto al mismo duque Juan. -Scharley no pudo dejar de verlo-. Ciertamente es una belleza. En fin, Reinmar, te alabo el gusto. En cambio no puedo alabar tu conocimiento del espíritu femenino. Se confirma, ay, se confirma mi opinión de que nuestra odisea ziebicana ha sido una podrida idea.

– No es así. -Reynevan intentaba convencerse a sí mismo-. No puede ser así… Ella… Ella está prisionera…

– ¿De quién, reflexionemos por un momento? -Scharley se protegió los ojos con la mano-. Junto al duque está sentado Johann von Biberstein, señor del castillo de Stolz, tras Biberstein una dama que no conozco…