– Eufemia, la hermana mayor del duque. -Reynevan la reconoció-. Detrás de ella… ¿No es Bolko Woloszek?
– Señor de Glogówek, hijo del duque de Opole. -Scharley, como de costumbre, imponía con su saber-. Junto a Woloszek está sentado el estarosta de Klodzko, don Puta de Czastolowice, con su mujer, Anna de Kolditz. Más allá están sentados Kilian Haugwitz y su esposa Ludgarda, sigue el viejo Hermán Zettritz, luego Johannko de Chotiemic, señor del castillo de Ksiaz. El que se está levantando y lanza bravos es Gocze Schaff de Greifenstein con su mujer, me parece. Junto a ella está sentado Nicolás Zedlitz auf Alzenau, estarosta de Otmuchów, junto a él, Gunczel Swinka de Swin, luego otro con tres peces sobre campo de gules, es decir un Seidlitz o un Kurzbach. Por el otro lado distingo a Otton von Borschnitz, luego uno de los Bischofsheim, sigue Bertold Apolda, el copero de Schónau. Más allá están sentados Lotar Gersdorf y Hartung von Klüx, ambos lausacianos. En el banco de abajo están sentados, si no me falla la vista, Boruta de Wiecemierzce y Seckil Reichenbach, señor de Cieplowoda… No, Reinmar. No veo a nadie que pudiera actuar como guardián de tu Adela.
– Allá, más lejos -balbuceó Reynevan-, está sentado Tristram von Rachenau. Es un pariente de los Sterz. Lo mismo Von Baruth, el del toro en el escudo. Y allá… ¡Ah! ¡Maldita sea! ¡No puede ser!
Scharley lo agarró con fuerza del hombro. Si no hubiera sido por aquello, Reynevan habría caído del tejado.
– ¿Quién ha hecho que su vista te altere tanto? -preguntó con voz fría-. Veo que tus ojos abiertos de par en par se dirigen hacia una moza de blondas trenzas. Ésa, a la que en este preciso instante se acercan Von Dohna y no sé qué Rawicz polaco. ¿La conoces? ¿Quién es?
– Nicoletta -respondió Reynevan en voz baja-. Nicoletta la Rubia.
El plan, que parecía tan genial en su simpleza y su atrevimiento, se había ido al garete, la empresa fracasó en toda la línea. Scharley lo había previsto, pero Reynevan no se había dejado convencer.
A espaldas de la tribuna del torneo estaba pegada una edificación provisional, construida a base de palos y andamiajes rodeados por una valla. Los espectadores -al menos aquéllos mejor nacidos y situados- pasaban allí los momentos de descanso del torneo, entreteniéndose en conversar, flirtear y alardear de ropajes. Y también regalándose con comida y bebida: cada dos por tres, en dirección a aquellas tiendas de campaña, los sirvientes llevaban rodando barriles, portaban damajuanas y garrafas, transportaban barras con cestas colgadas. Reynevan había considerado la idea de meterse en la cocina, mezclarse entre el servicio, agarrar una cesta de pan y entrar con ella en la tienda como algo genial. Equivocadamente.
No consiguió llegar más que hasta la tienda primera, el lugar donde se almacenaban los productos y desde el que los pajes luego los transportaban. Reynevan, realizando su plan consecuentemente, depositó su cesta, se separó inadvertido de la cola de los criados que volvían a la cocina y se deslizó detrás de la tienda. Sacó su estilete para cortar un agujero de observación en la lona. Y entonces lo atraparon.
La tenaza de dos recios brazos lo inmovilizó, una mano de hierro le apretó la garganta, otra no menos férrea le arrancó el estilete de entre los dedos. Se encontró en el interior de la tienda, repleta de caballeros, mucho antes de lo que se esperaba, pero de una forma completamente diferente a la que se esperaba.
Lo empujaron con fuerza, cayó, junto a él vio unos zapatos a la moda con unas punteras increíblemente largas. Aquel tipo de calzado era llamado poulaines, nombre que, aunque europeo, en absoluto venía de Europa, sino de Polonia, puesto que los zapatos aquéllos habían hecho famosos en todo el mundo a los zapateros de Cracovia. Lo sacudieron, se alzó. Conocía de vista a quien lo había sacudido. Era Tristram Rachenau. Un pariente de los Sterz. Lo acompañaban algunos Baruth con toros negros en sus gambaxes. También eran parientes de los Sterz. Reynevan no podía haber caído en peores manos.
– Un terrorista -lo presentó Tristram Rachenau-. Un asesino alevoso, señor duque. Reinmar de Bielau.
Los caballeros que rodeaban al caballero murmuraron amenazadoramente.
El duque Juan de Ziebice, guapo y garboso hombre en sus cuarenta, estaba vestido con un ajustado justaucorps, sobre el que llevaba una houppelande cortada a la moda, ricamente adornada con piel de marta. Al cuello llevaba una pesada cadena de oro, en la cabeza un chaperon turban con una liripipe de muselina flamenca que le caía sobre el hombro. Los oscuros cabellos del duque estaban cortados también según los usos y modas europeos más recientes: estilo paje alrededor de la cabeza, dos dedos por encima de las orejas, flequillo por delante, por detrás afeitado hasta el occipucio. Asimismo, el duque estaba calzado con unas polainas cracovianas rojas de larguísimas punteras a la moda, las mismas que Reynevan acababa de admirar desde el nivel del suelo.
El duque, lo que Reynevan constató con un nudo en la garganta y en el estómago, llevaba del brazo a Adela de Sterz, quien iba con su vestido en el veri d'émeraude más de moda posible, con cola, con unas mangas cortadas en oblicuo que llegaban hasta el suelo, con una redecilla dorada en los cabellos, con un nudo de perlas en el cuello, con un escote que se alzaba hermoso por encima de un apretado corsé. La borgoñona contemplaba a Reynevan y tenía la mirada fría como una víbora.
El duque Juan tomó con dos dedos el estilete de Reynevan que le ofrecía Tristram von Rachenau, lo contempló, luego alzó los ojos.
– Y pensar que no lo creí cuando te acusaron de los crímenes -dijo-. De las muertes de don Bart de Karczyn y del mercader Neumarkt de Swidnica. No quise darles crédito. Y he aquí que se te atrapa con las manos en la masa cuando con un cuchillo en la mano intentas deslizarte a mis espaldas. ¿Tanto me odias? ¿O te ha pagado alguien? ¿O acaso simplemente estás loco? ¿Eh?
– Señor duque… Yo… Yo no soy un asesino… Cierto que me deslicé aquí, pero yo… Yo quería…
– ¡Ajj! -El duque hizo con su gallarda mano un gesto muy ducal y muy europeo-. Entiendo. ¿Te deslizaste aquí con el puñal para exponerme una petición?
– ¡Sí! Es decir, no… ¡Vuestra alteza! ¡No soy culpable de nada! ¡Al contrario, a mí me causaron perjuicio! Soy una víctima, la víctima de una conspiración…
– Por supuesto. -Juan de Ziebice torció los labios-. Una conspiración. Lo sabía.
– ¡Sí! -gritó Reynevan-. ¡Así fue! ¡Los Sterz mataron a mi hermano! ¡Lo asesinaron!
– ¡Mientes, perro! -aulló Tristram Rachenau-. No ladres acerca de mis parientes, te aconsejo.
– ¡Los Sterz mataron a Peterlin! -Reynevan se removió-. ¡Si no de propia mano, entonces a través de esbirros! ¡Kunz Aulock, Stork, Walter de Barby! ¡Unos bellacos que también me buscan! ¡Vuesa merced, duque Juan! ¡Peterlin fue vuestro vasallo! ¡Exijo justicia!
– ¡Yo soy el que la exige! -gritó Rachenau-. ¡Yo, con el derecho que da la sangre! ¡Este perro mató en Olesnica a Niklas Sterz!
– ¡Justicia! -gritó uno de los Baruth, con toda seguridad Enrique, pues los Baruth raramente bautizaban a sus hijos de otro modo-. ¡Duque Juan! ¡Castigo por esa muerte!
– ¡Eso es mentira y calumnia! -gritó Reynevan-. ¡Los Sterz son culpables de asesinato! ¡Me acusan para librarse de mí! ¡Y en venganza! ¡Por el amor que nos une a mí y a Adela!
El rostro del duque Juan se transformó y Reynevan comprendió qué enorme estupidez había cometido. Miró al rostro indiferente de su amada y poco a poco comenzó a comprender.
– Adela. -En el más absoluto silencio se escuchó la voz de Juan de Ziebice-. ¿De qué está hablando?
– Miente, Johann. -La borgoñona sonrió-. Nada me une a él y nunca me uniera. Cierto que me importunaba con sus ardores amorosos, que me atosigaba, mas se fue tal como vino, no consiguió nada. Ni siquiera con la ayuda de la magia negra con la que me quiso engatusar.