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– Sabes, Reynevan -dijo Enrique Hackeborn-, se afirma por doquier que la fuente de todas las desgracias que te han avenido, todo el mal y la causa de tu desdichada fortuna, es esa francesa, Adela Sterz.

Reynevan no reaccionó ante aquella afirmación tan perspicaz. Le punzaba la espalda y no había cómo rascarse teniendo las manos atadas por las muñecas y para colmo los codos ceñidos a los costados por un cinturón de cuero. Los caballos del grupo iban haciendo ruido con sus cascos por el maltratado camino. Los ballesteros meneaban las cabezas soñolientos en sus monturas.

Había pasado tres días encerrado en la torre del castillo de Ziebice. Pero había estado lejos de sumirse en la desesperación. Estaba encerrado y privado de libertad, cierto, inseguro acerca de su futuro, cierto también. Pero de momento no le pegaban, sino que le daban de comer, aunque fuera mal y con monotonía, pero a diario, cosa a la que últimamente se había desacostumbrado y a la que se volvió a acostumbrar con agrado.

Dormía mal, no sólo a causa de las chinches de imponente tamaño que acechaban en la paja. Cuantas veces cerraba los ojos veía el rostro blanco e hinchado como el queso de Peterlin. O a Adela y Juan de Ziebice en diversas configuraciones. Él mismo no sabía qué era lo peor.

La pequeña ventana enrejada en un grueso muro sólo permitía ver un pequeñísimo fragmento de cielo, pero Reynevan se pasaba todo el tiempo encaramado al hueco, aferrado a las rejas, con la esperanza de que en un momento dado iba a escuchar a Scharley como si fuera una araña escalando el muro con una lima en los dientes. O miraba a la puerta, soñando que iba a saltar de sus goznes bajo el ímpetu de los hombros de Sansón Mieles. Su fe, no falta de razones, en la omnipotencia de sus amigos, lo había mantenido con buen ánimo.

Por supuesto, no hubo rescate alguno. Muy temprano en la mañana del cuarto día lo sacaron de la celda, lo ataron y lo montaron en un caballo. Salió por la puerta Paczkowska, escoltado por cuatro ballesteros a caballo, un armiguer y un caballero completamente armado, con el escudo adornado por la estrella de ocho brazos de los Hackeborn.

– Todos dicen -continuó Enrique Hackeborn- que el joderte a la francesa te trajo mal fario. El que te la trajinaras ha sido tu perdición.

Tampoco esta vez respondió Reynevan, pero no pudo evitar asentir pensativamente.

Apenas habían perdido de vista las torres de la ciudad, Hackeborn, en apariencia sombrío y servil hasta el hastío, se había reanimado, se puso alegre y parlanchín, sin que nadie se lo pidiera. Se llamaba Heinrich, Enrique -como la mitad de los alemanes-, y era, como resultó, pariente de los poderosos Hackeborn de Przewóz, quienes no hacía mucho, todo lo más dos años, habían venido de Turingia, donde su familia cada vez había ido degradándose más al servicio de los landgraves y, al mismo tiempo, empobreciéndose cada vez más. En Silesia, donde el nombre de Hackeborn significaba todavía algo, el caballero Enrique contaba con hacer aventuras y carrera al servicio de Juan de Ziebice. Las primeras iba a disfrutarlas gracias a la cruzada antihusita que se esperaba de un día para otro, mientras que la segunda se la iba a asegurar un casorio ventajoso. Enrique Hackeborn le confesó a Reynevan que se moría por Jutta de Apolda, la hija hermosa y llena de pasión del copero Bertold de Apolda, señor de Schónau. Jutta, por desgracia, confesó el caballero, no sólo no le correspondía sino que hasta se permitía burlarse de sus avances. Pero en fin, lo importante es la tozudez, gota a gota se quiebra la roca.

Reynevan, aunque las peripecias sentimentales de Hackeborn le importaban mucho menos que la nieve del año pasado, fingía escuchar, asentía educadamente, puesto que al fin y al cabo no valía la pena ser descortés con la propia escolta. Cuando al cabo de algún tiempo el caballero agotó los temas que le interesaban y se calló, Reynevan probó a echar una cabezada, mas no sirvió de nada. Ante sus ojos cerrados seguía apareciendo el muerto Peterlin en sus andas o Adela con los muslos en los hombros del duque Johann.

Estaban en el bosque de Sluzejow, multicolor y lleno de aromas tras la llovizna mañanera, cuando el caballero Enrique interrumpió su silencio. De propia voluntad, sin ser preguntado, le confesó a Reynevan la meta del viaje: el castillo de Stolz, el nido del poderoso señor Johann von Biberstein. Reynevan sintió curiosidad y a la vez se preocupó. Tenía intención de preguntar al charlatán aquél, pero no le dio tiempo, porque el caballero cambió de tema ágilmente y comenzó a divagar sobre Adela von Sterz y la mala fortuna que aquel romance le había atraído a Reynevan.

– Todos afirman -repitió- que te dio mal fario el que te la trajinaras.

Reynevan no polemizó con él.

– Y no obstante no es así -continuó Hackeborn, haciendo un gesto de sabelotodo-. Antes al contrario. Hay quien lo ha entendido. Y lo sabe. Que el que te cepillaras a la francesa salvado te ha la vida.

– ¿Cómo?

– El duque Juan -le explicó el caballero- te hubiera entregado sin la menor resistencia a los Sterz, Rachenau y los Baruth le presionaron mucho para que lo hiciera. ¿Mas qué hubiera significado esto? Que Adela miente cuando lo niega todo. Que tú te la cepillaste al fin y al cabo. ¿Lo captas? Por esto mismo el duque no te dio al verdugo para las pesquisas en lo tocante a los asesinatos que al parecer cometieras. Porque sabía que en el tormento te chotarías de Adela. ¿Entiendes?

– Un poco.

– ¡Un poco! -Hackeborn sonrió-. Un poco te ha salvado esto el gaznate, hermano. En lugar de ir al cadalso o al tormento, vas al castillo de Stolz. Porque allá no podrás hablarle de las hazañas amorosas en la alcoba de Adela más que a las paredes y las paredes son así de gordas. En fin, lo que es estar encerrado, lo estarás algún tiempo, mas salvarás la cabeza y otros miembros. En Stolz no te hará nada nadie, ni siquiera el obispo, ni siquiera la Inquisición. Los Biberstein son poderosos magnates, a nadie temen y nadie se atreve a habérselas con ellos. Sí, sí, Reynevan. Te ha salvado el que reconocieras ante el duque Juan que tú te revolcabas antes que él con su nueva meretriz. ¿Comprendes? Una querida cuyos campos hayan sido arados tan sólo por su señor marido, es casi como una virgen, mientras que una que ya se ha dado a otros galanes no es más que una barragana. Porque si en su cama ya ha estado Reinmar de Bielau, entonces puede haber estado cualquiera.

– ¡Qué amable! ¡Muchas gracias!

– No las des. Dije que Amor te ha salvado. Y así has de verlo.

Ay, no del todo, pensó Reynevan, no del todo.

– Sé lo que piensas -dijo el caballero para su sorpresa-. Que un muerto es todavía más discreto, ¿no? ¿Que en Stolz están prestos para envenenarte o para retorcerte el pescuezo por lo bajini? De eso nada, te equivocas si piensas así. ¿Quieres saber por qué?

– Quiero.

– Esta tu discreta prisión en el castillo de Stolz se la ofreció al duque el propio Johann von Biberstein. Y el duque la aceptó en un decir amén. Y ahora lo mejor: ¿sabes por qué Biberstein se apresuró con la oferta?

– No tengo ni idea.

– Pues yo la tengo. Porque el rumor ya rondaba por toda Ziebice. Se lo pidió la hermana del duque, la condesa Eufemia. Y el duque en gran estima la tiene. Se dice que desde la más tierna infancia. Por ello la condesa posee tanta importancia en la corte ziebicana. Aunque ella no tenga ni la más mínima posición, puesto que ella de condesa, título y honor vacíos tiene. Once hijos le parió al suabo Federico y cuando enviudó, estos mismos hijos, no es secreto alguno, la echaron de Oettingen. Mas en Ziebice es ella mucha señora, nadie lo puede negar.

Reynevan no tenía intención de negarlo.

– No sólo ella pidió por ti a don Johann Biberstein -siguió Hackeborn al cabo de un momento-. ¿Quieres saber quién más?

– Quiero.

– La hija de Biberstein, Catalina. Debes de haberle caído en gracia.

– ¿Una alta? ¿Rubia?