A la bien nacida señorita Ofka no le importaba nada todo aquello. No tenía más que un deseo: volver al lado de la muralla a tirar piedras planas a los montones de mierda de vaca.
Ya en la escalera escuchó los sonidos que llegaban de la habitación del abuelo. Las noticias transmitidas por tío Apecz debían de ser verdaderamente espantosas, incluso terribles, puesto que Ofka jamás había oído gritar así al abuelo. Nunca. Ni siquiera entonces cuando se enteró de que el mejor alazán de sus establos se había envenenado con algo y había muerto.
– ¡Uuaahha-uuaha-buhhauahhu-uuuaaha! -le llegó desde la habitación-. Hrrrrhyr-hhhyh… ¡Uaarr-raaah! O-o-oooo…
Luego se escuchó:
– Bzppprrrr… Ppppprrrruuu…
Ycayó un pesado silencio.
Yluego salió tío Apecz de la habitación. Miró largo rato a Ofka. Y todavía más largo a la castellana.
– Por favor, que se prepare la comida en la cocina -dijo por fin-. Airead la habitación. Y llamad a un cura. Por este orden. Impartiré las siguientes órdenes cuando haya comido.
«Mucho -añadió, viendo por la expresión de la castellana que adivinaba la verdad-. Mucho va a cambiar ahora aquí.
Capitulo vigesimoprimero
En el que de nuevo aparece el goliardo rojo y el carro negro y en el carro más de cinco cientos de gúldenes. Y todo a consecuencia de que otra vez Reynevan anda corriendo detrás de unas faldas.
Hacia el mediodía le cortó el camino un enorme campero de troncos arrancados y derribados por el viento, que llegaba hasta la lejana pared del bosque. El espectáculo de destrozados maderos, el desorden de retorcidas astas, el caos de las raíces arrancadas casi dolorosamente de la tierra y el laberinto del bosque desbaratado por la tormenta se correspondían con la verdadera imagen de su alma. El alegórico paisaje no sólo le hizo ralentizar el paso, sino que lo obligó a pensar.
Después de haberse separado del duque Bolko Woloszek, Reynevan viajó apático hacia el sur, allá hacia donde el viento arrastraba las grandes bolas de unas oscuras nubes. No sabía por qué había elegido aquella precisa dirección. ¿Acaso porque Woloszek al despedirse le había señalado hacia allí? ¿Acaso había elegido instintivamente la senda que lo alejaba del lugar y de los hechos que le producían temor y asco? ¿De los Sterz, de Strzegom y el señor de Laasan, Hayn von Czirne, la Inquisición de Swidnica, el castillo de los Stolz, Ziebice, el duque Juan…
Y de Adela.
El viento empujaba las nubes tan bajo que casi parecía que se iban a topar con las puntas de los árboles que se elevaban al otro lado del claro. Reynevan suspiró.
¡Ah, cómo le dolían, cómo le apretaban el corazón y las entrañas las frías palabras del duque Bolek! ¡En Ziebice no tenía ya nada que buscar! ¡Por los clavos de Cristo! Aquellas palabras, puede ser que por ser tan brutalmente sinceras, tan verdaderas, dolían más que la fría e indiferente mirada de Adela, más que su cruel voz cuando azuzó contra él a los caballeros, más que los golpes que por esta causa llovieron sobre él, más que su prisión. En Ziebice ya no tenía nada que buscar. En Ziebice, a la que se había dirigido lleno de esperanza y amor, derechamente al peligro, arriesgando la salud y la vida. ¡En Ziebice ya no tenía nada que buscar!
Entonces no tengo ya nada que buscar en ningún lugar, pensó, con la vista fija en el caos de raíces y troncos. Así que en vez de huir y buscar aquello que ya no existe, ¿no será mejor volver a Ziebice? ¿Encontrar la forma de ver cara a cara a la amante infiel? ¿Para que, como aquel caballero del romance, el que había sacado el guante de una dama de ligeros cascos de un foso con panteras y leones, arrojar al rostro a Adela, como si fuera el guante, sus amargos reproches y frío desprecio? Ver cómo la indigna palidece, cómo se colma de desconcierto, cómo retuerce las manos, cómo baja la vista, cómo le tiemblan los labios. ¡Sí, sí, que suceda lo que haya de suceder, sólo con poder contemplar cómo se le empalidece el rostro, cómo se abochorna al darse cuenta de su desvergonzada infidelidad! ¡Hacer que sufra! Que le reconcoma la conciencia, que la consuman los remordimientos…
Sí, claro, habló el buen juicio. ¿Remordimientos? ¿Conciencia? ¡Idiota! Ella se echará a reír y ordenará que te vuelvan a amarrar y a meter en la torre. Y se irá a ver al duque Juan y los dos yacerán en la cama, harán el amor, qué digo, follarán de tal modo que la cama crujirá. Y no habrá allí remordimientos ni penas. Habrá risas porque a los juegos de amor se añadirán, como especia picante, el placer y el fuego de las burlas acerca del ingenuo Reinmar de Bielau.
El buen juicio, constató Reynevan sin asombro alguno, hablaba
con la voz de Scharley.
El caballo de Enrique Hackeborn relinchó, meneó la testa. Scharley, pensó Reynevan, palmeándole el cuello, Scharley y Sansón. Se quedaron en Ziebice. ¿Se quedaron? ¿O puede que apenas lo arrestaran huyeran a Hungría, contentos de haberse librado del obstáculo? Scharley había alabado no hacía mucho la amistad, cosa grande, dijo, y hermosa. Pero antes -y qué verdadero y sincero aquello sonaba, qué poco de burla había en ello- declaró que para él no contaba más que su propio bienestar, su dicha y su felicidad, y que al resto se lo llevara el diablo. Así habló y en realidad…
En realidad a mí esto, ahora, no me sorprende.
El castellano de Hackeborn relinchó de nuevo. Y le respondió un relincho.
Reynevan alzó la cabeza, justo a tiempo para distinguir a un jinete al borde del bosque.
Una amazona.
Nicoletta, pensó con asombro. ¡Nicoletta la Rubia! Yegua cenicienta, cabellos claros, gris manto. ¡Es ella, con toda seguridad!
Nicoletta lo vio casi en el mismo momento que él a ella. Pero pese a lo que esperaba, no le saludó con la mano ni le gritó con fuerza y alegría. Al contrarío. Dio la vuelta al caballo y se lanzó a la huida. Reynevan no se lo pensó mucho tiempo. Para ser más exactos, no se lo pensó ni un segundo.
Tiró de las riendas del castellano y se lanzó tras ella, por el borde del claro. Al galope. Los ramajes podían costarle al alazán el romperse una pata y a su jinete el quebrarse el cuello. Pero como se ha dicho, Reynevan no pensaba. El caballo tampoco.
Cuando entró en el bosque, entre los pinos, siguiendo a la amazona, ya sabía que se había equivocado. En primer lugar, el caballo gris no era la rápida yegua de raza que conocía, sino una jamelga huesuda y destartalada, que galopaba por el sotobosque pesadamente y sin gracia alguna. Y la muchacha que iba sobre la jamelga no podía ser en ningún caso Nicoletta la Rubia. La valiente y decidida Nicoletta -o, se corrigió en su mente, mejor dicho Catalina Biberstein- no habría cabalgado, en primer lugar, sobre una montura de dama. En segundo, no se habría encogido en ella tan desesperadamente, no miraría hacia atrás con terror. Y no habría chillado de tal modo. Seguro que no habría chillado.
Cuando por fin cayó en la cuenta de que iba persiguiendo por los bosques a una muchacha completamente extraña como un cretino o un pervertido, ya era demasiado tarde. La amazona, entre chillidos y retumbar de cascos, había salido a un claro. Reynevan salió también justo detrás de ella. Tiró de las riendas del caballo, pero el tozudo alazán del caballero no se dejó detener.
En el claro había personas, caballos, toda una cohorte. Reynevan distinguió a algunos peregrinos, unos cuantos franciscanos con hábitos pardos, unos cuantos ballesteros armados, un sargento gordo, un furgón con una pareja y cubierto con una lona negra de pez. Un individuo sobre un caballo prieto, que llevaba un manto con cuello de piel de castor y un gorro de lo mismo. El individuo, por su parte, ya había visto a Reynevan y se lo señalaba al sargento y los armados.