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– Amén -resumió el burgomaestre.

– Hablando en plata -no cejaba Hofrichter-, alguien como Reynevan no puede ser culpable. ¿De eso se trata? ¿Eh?

– Quien carezca de culpa -respondió Jacobo Gall con rostro pétreo-, que tire la primera piedra. Y Dios nos juzgará a todos.

Durante un instante reinó el silencio, un silencio tan profundo que se pudo escuchar el susurro de las alas de una mariposa nocturna que golpeteaba contra la ventana. Desde la calle de San Juan les llegó la voz penetrante y cantarína del alguacil de la ronda.

– Entonces, resumiendo -el burgomaestre se enderezó de tal modo que la barriga rozó el canto de la mesa-, los culpables del tumulto en nuestra villa de Olesnica son los hermanos Sterz. De los perjuicios materiales y los daños corporales ocasionados en el mercado son culpables los Sterz. De la pérdida de salud y, no permita Dios, de la posible muerte del venerable prior Steinkeller son culpables los hermanos Sterz. Ellos y sólo ellos. Por su parte, lo que le sucedió a Niklas de Sterz fue una desgracia, cómo se dice, un accidente. Así le presentaremos el asunto al duque cuando vuelva. ¿Hay acuerdo?

– Hay acuerdo.

– Consensus omnium.

– Concordi voce.

– Y si Reynevan apareciera -añadió al cabo de un instante de silencio el preboste Gall-, aconsejo que se lo tome preso por lo bajo y se lo encierre. Aquí, en nuestro calabozo de la casa consistorial. Para su propia seguridad. Hasta que se apaguen las ascuas.

– Estaría bien -añadió Lukas Frydman, mirando sus anillos- hacerlo con premura. Antes de que Tammo Sterz se entere de lo que ha pasado.

Al salir del ayuntamiento a la oscuridad de la calle de San Juan, el mercader Hofrichter captó con el rabillo del ojo un movimiento en la pared de la torre, iluminada por la luz de la luna. Una borrosa figura que se movía un poco por debajo de la ventana del trompetero municipal y por encima de la ventana de la habitación donde acababa de celebrarse la reunión. Miró, protegiéndose los ojos de la molesta luz de la candela que llevaba el paje. Qué diablos, pensó, y se santiguó al instante. ¿Qué es lo que se arrastra por la pared? ¿Un buho? ¿Un mochuelo? ¿Un murciélago? O puede…

Juan Hofrichter tembló, se volvió a santiguar, se subió su capa de cebellinas casi hasta el cuello, se envolvió en ella con prisa en dirección a su casa.

De modo que no vio cómo un enorme treparriscos extendía sus alas, se lanzaba desde un parapeto sin ruido, como un fantasma, como un espíritu nocturno, y revoloteaba por encima de los tejados de la ciudad.

A Apeczko Sterz, señor de Ledna, no le gustaba visitar el castillo de Sterzendorf. La razón era muy sencilla: Sterzendorf era la sede de Tammo de Sterz, cabeza, sénior y patriarca de la familia. O, como otros decían: tirano, déspota y torturador.

El aire en la habitación era sofocante. Estaba oscuro. Tammo de Sterz no permitía abrir las ventanas por miedo a las corrientes de aire, también las contraventanas tenían que estar cerradas porque la luz hería los ojos del inválido.

Apeczko estaba hambriento. Y cubierto de polvo del camino. Pero no había tiempo para un refrigerio ni para refrescarse. Al viejo Sterz no le gustaba esperar. Tampoco tenía por costumbre el regalar a los huéspedes. Sobre todo a la familia.

Así que Apeczko tragó saliva para aliviar la garganta -no le habían dado nada de beber, por supuesto- y relató a Tammo lo sucedido en Olesnica. Lo hacía sin gana, pero, en fin, tenía que hacerlo. Inválido o no, paralítico o no, Tammo era el sénior de la familia. Un sénior que no toleraba la desobediencia.

El viejo escuchaba el relato apoyado en una silla, en la posición que era típica de él, increíblemente torcida. ¡Maldito viejo loco! Pensó Apeczko. ¡Puta ruina retorcida!

La causa del estado en que se encontraba el patriarca de la familia de los Sterz no era conocida del todo ni por todos. En una cosa había consenso: a Tammo le había dado un síncope porque se había puesto rabioso. Unos afirmaban que el viejo se había enrabietado al saber que su enemigo personal, el odiado duque de Wroclaw, Conrado, había recibido la dignidad episcopal y se había convertido en la más poderosa persona de Silesia. Otros afirmaban que la explosión fatal la había provocado su suegra, Anna de Pogorzelów, cuando dejó que se le agarrara su comida favorita, gachas de trigo con tocino. Vete tú a saber qué es lo que sucedió en realidad, pero el resultado estaba a la vista y no era posible dejar de advertirlo. El Sterz, después del accidente, sólo podía mover -y no muy graciosamente- la mano izquierda y el pie izquierdo. El párpado derecho lo tenía siempre cerrado, del izquierdo, que a veces conseguía abrir, le fluían incesantemente unas lágrimas densas mientras que de la comisura de la boca, que tenía retorcida en un gesto de pesadilla, le goteaba saliva. El accidente le había provocado también una casi completa pérdida del habla, de lo que le venía el apodo de Balbulus. El Tartaja.

La pérdida de la capacidad del habla no había tenido la consecuencia con la que contaba toda la familia: la pérdida de contacto con el mundo. Oh, no. El señor de Sterzendorf seguía teniendo a la familia en un puño y seguía siendo el terror de todos, y lo que tenía que decir, lo decía. Siempre había alguien a mano que fuera capaz de entender y traducir a una lengua humana sus gorgoteos, carraspeos, balbuceos y grititos. Ese alguien solía ser por lo regular un niño: alguno de los numerosos nietos o bisnietos de Balbulus.

Ahora la traductora era Ofka von Baruth, de diez años, que, sentada a los pies del anciano, se dedicaba a vestir a una muñeca con trapos de colores.

– De este modo -Apeczko Sterz terminó de contar la historia y, carraspeando, pasó a las conclusiones-, Wolfher pidió por un mensajero que hagamos conciencia de que el asunto estará arreglado enseguida. Que agarrarán a Reinmar Bielau en el camino a Wroclaw y le impondrán su castigo. Ahora, sin embargo, Wolfher tiene las manos atadas, porque el duque de Olesnica viaja por ese camino con toda su corte y diversos clérigos de importancia, así que no puede… No hay forma de acometer la persecución. Mas Wolfher jura que atrapará a Reynevan. Que se le puede confiar el honor de la familia.

El párpado de Balbulus se abrió, un hilo de baba le fluyó de la boca.

– ¡ Bbbhh-bhh-bhh-bhubhu-bhhuaha-rrhuaha-phhh-aaarrh! -se oyó en la cámara-. ¡Bbb… hrrrh-urrrhh-bhuuh! Guggu-ggu…

– Wolfher es un puto cretino -tradujo Ofka von Baruth con una vocecilla aguda y melodiosa-. Un idiota al que no le confiaría ni un cubo lleno de vómitos. Y lo único que es capaz de coger es su propia polla.

– Padre…

– ¡Bbb… brrrh! ¡Bhhrhuu-phr-rrrhhh!

– Calla -tradujo Ofka sin alzar la cabeza, ocupada con su muñeca-. Escucha lo que digo. Lo que ordeno.

Apeczko escuchó con paciencia los carraspeos y gritillos, esperó la traducción.

– Lo primero que mandarás determinar, Apecz -ordenó Tammo Sterz por labios de la niña-, es quién era la mujer de Bierutów encargada de vigilar a la borgoñona. Pues no se enteró de la verdadera razón de tantos viajes de caridad a Olesnica. O si no, es que andaba en el ajo con la puta. A esta mujer habrán de darle treinta y cinco azotes. En el culo, en pelotas. Aquí, frente a mis ojos. Que al menos tenga yo un poco de diversión.

Apeczko Sterz asintió. Balbulus tosió, carraspeó y se manchó de baba de arriba abajo. Después hizo un gesto monstruoso y gorgoteó.

– A la borgoñona -tradujo Ofka, al tiempo que peinaba con un minúsculo peine los cabellos de estopa de la muñeca-, de la que sé que se escondió en el convento de las clarisas de Ligota, debéis sacarla de allí, aunque para ello tengáis que asaltar el convento. Luego hay que encerrar a la barragana con algunos monjes que nos sean propicios, por ejemplo en…