– ¿Al convento?
– ¿Por qué tal juzgáis? -El caballero frunció el ceño.
– Porque pío y devoto parecéis. -El goliardo salvó a Reynevan de la situación-. Píos y devotos ambos parecéis.
El noble Hartwig von Stietencron se inclinó en su silla, gargajeó y escupió, para nada pío y en absoluto caballeroso.
– Dejadme en paz a la hija, señor Von Hagenau -repitió-. Del todo. ¿Entendido?
– Entendido.
– Bien. Mis respetos.
Algo así como una hora después, el carro cubierto con la lona negra se atrancó en el barro, para sacarlo hubo que emplear todas las fuerzas al alcance, sin descontar a los hermanos menores. No hay que decir que no se rebajaron al trabajo físico ni la nobleza, es decir, Reynevan y Von Stietencron, ni la cultura y el arte, en la persona de Tybald Raabe. El recaudador castoril se puso muy nervioso con el incidente, corría, maldecía, daba órdenes, miraba con desasosiego al bosque. Debió de advertir la mirada de Reynevan, porque apenas se liberó al vehículo y la comitiva reemprendió la marcha, consideró necesario explicar sus razones.
– Habéis de saber -comenzó, introduciendo el caballo entre Reynevan y el goliardo- que se trata de la carga que transporto. Doy fe, no es cualquier cosa.
Reynevan no dijo nada. Sabía bien de todos modos de qué se trataba.
– Sí, sí. -El recaudador bajó la voz, miró a su alrededor con cierto miedo-. No llevamos cualquier menudencia en el carro. A otro no se lo diría, mas vos sois al fin y al cabo un noble, de buena familia y se os ve en los ojos que honrado. De modo que os lo diré: llevamos los impuestos recaudados.
Hizo otra pausa, aguardando preguntas curiosas. Mas fue en balde.
– Un impuesto -continuó- acordado en el Reichstag de Frankfurt. Especial, sólo una vez. Para la guerra contra los herejes checos. Cada uno paga según sus haberes. El caballero cinco gúldenes, el barón diez, el clérigo cinco de cien de sus ingresos anuales. ¿Entendéis?
– Entiendo.
– Y yo soy el recaudador. Lo que se junta, lo transporto en el carro. En un cofre. Y no hay poco, habéis de saber, porque en Ziebice no de un barón cualquiera sino de los Fúcar recaudé. No os ha pues de sorprender que vaya con precaución. No hace ni una semana que me asaltaron. No lejos de Rychbach, una aldea cabe Lutomia.
Reynevan tampoco habló ahora, ni preguntó. Sólo asentía con la cabeza.
– Caballeros de rapiña. ¡Una tropa de miedo! El mismo Paszko Rymbaba, lo conocieron. Doy fe, nos habrían dado muerte, por suerte apareció el señor Seidlitz en nuestro socorro, echó a los bellacos. A él una herida se le asestó en la lucha, lo que le hizo montar en terrible cólera. Juró que le pagarían los raubritter y, doy fe, mantendrá la palabra, pues los Seidlitz son rencorosos.
Reynevan se pasó la lengua por los labios, mientras seguía asintiendo maquinalmente.
– Gritó en su cólera el señor Seidlitz que los capturaría a todos y que les daría leña, les daría tormento de tal modo que ni el mismo duque de Cieszyn, Noszak, le diera al bandido Chrzan, sabéis, el que le mató al su hijo, al joven duque Przemek. ¿Os acordáis? Mandólo subir a un caballo de cobre lleno de agua hirviendo y con tenazas y garfios desgarrarle el cuerpo… ¿Lo recordáis? Ja, veo por vuestro gesto que lo recordáis.
– Mmm.
– Bien estuvo que pudiera decirle al señor Seidlitz quiénes fueran los tales ladrones. Paszko, como antes dijera, Rymbaba, y donde está Paszko, allí está también Kuno Wittram, y donde estos dos, doy fe, también Notker Weyrach, viejo bandolero. Mas también otros estuvieron, también a éstos se los describí al señor Seidlitz. Un truhán gigantón, de jeta boba, doy fe, un desvariado. Un tipejo menos grande, narigón, lo miras y sabes: un bribón. Y aun un polluelo, un jovencito, con vuestros años, de apostura parecida a la vuestra, incluso un poco parecido a vos, me da la impresión… Pero no, qué digo, vos sois un joven hermoso, de perfil noble, igualito, igualito que San Sebastián en los retablos. Y a aquel otro se le veía en los ojos que era un bergante.
»Y mientras, hablaba yo y hablaba, y entonces el señor Seidlitz se echó a gritar como loco. Que él conocía a aquellos picaros, que había oído de ellos, su suegro, el señor Guncelin von Laasan también los andaba persiguiendo a esos dos, al narigón y al polluelo, por un asalto que tuvo lugar en Strzegom. En qué modo, mirad, se enlazan los destinos… ¿Os asombráis? Esperad, que ahora más todavía habrá cosa de asombro. Ya estaba a punto de irme de Ziebice, y me dice el paje que alguien anda dando vueltas a la rueda del carro. Acercárame y, ¿qué veo? ¡Al mencionado narigón y al gigante tontorrón! ¿Os dais cuenta? ¡Qué granujas redomados!
El recaudador hasta se atoró de la rabia. Reynevan asintió y tragó saliva.
– Entonces en un decir amén -continuó el alcabalero- me planté en el ayuntamiento, di parte, denuncíelo. De seguro que ya los habrán apresado, de seguro que ya andará el señor maestro apretando la rueda en las mazmorras. ¿Y os dais cuenta cuál fuera el tal proceder? Ambos granujas, junto con aquel otro, el polluelo, con toda seguridad que espiaban para los caballeros de rapiña, le daban señal a la banda de a quién habían de asaltar. Yo estaba asustado de si no andarían acechándome en el camino, bien informados. Y mi escolta, como veis, ¡menos que modesta es! ¡Todos los caballeros ziebicanos prefieren los torneos, los banquetes, puff, los bailes! Miedo, pues, y que la vida mía me es cara, y una pena que estos más de quinientos gúldenes en las garras de los bandoleros fueran a caer… Siendo como están destinados a un objetivo santo.
– Seguro que una pena -se inmiscuyó el goliardo-. Y seguro que santo. En fin, santo y bueno no siempre van en pareja, je, je. De modo que yo recomendé al señor alcabalero que renunciara a los caminos reales y atravesara el bosque recatadamente, pío-pío, hasta Bardo.
– Y que Dios nos proteja. -El alcabalero alzó los ojos al cielo-. Y los patronos de los recaudadores de impuestos, el santo Adaucto y San Mateo. Y la Virgen de Bardo, famosa por sus milagros.
– Amén, amén -dijeron, al oírlo, los peregrinos de los bastones, que iban al lado-. ¡Alabada sea la Santísima Virgen, protectora y defensora nuestra!
– ¡Amén! -añadió Von Stietencron, y el monstruito se persignó.
– Amén -concluyó el recaudador-. Un lugar santo, señor Hagenau, os digo, Bardo, amado por la Madre de Dios. ¿Sabéis que al parecer se ha vuelto a aparecer en la cumbre de Bardo? Y llorando, otra vez, como entonces, en el año cuatrocientos. Unos dicen que ello anuncia desgracias que en poco habrán de caer sobre Bardo y la Silesia entera. Otros dicen que la Madre de Dios llora porque la fe se debilita, el cisma se propaga. Los husitas…
– Vos no veis más que husitas por doquier y por doquier no más que herejías descubrís -lo interrumpió el goliardo-. ¿Y no pensáis que la Santísima Virgen podría llorar por causas muy distintas? ¿No será que sus lágrimas fluyen cuando vuelve sus ojos a los clérigos, a Roma? ¿Cuando ve la simonía, la lujuria vergonzosa, el hurto? Y, en fin, apostasía y herejía, porque, ¿acaso no es herejía el actuar en contra del evangelio? ¿No llorará la Madre de Dios al ver cómo los santos sacramentos se convierten en juego falso y perjuro porque los imparte un sacerdote que vive en el pecado? ¿No será que la enoja y entristece lo mismo que entristece y enoja a muchos? Siendo rico entre los ricos, ¿por qué el Papa no construye la iglesia de Pedro de su propio dinero en vez de hacerlo con el dinero de los fieles pobres?
– Oh, mejor que cerréis el pico…
– ¿No llorará la Madre de Dios -el goliardo no se dejaba acallar- cuando ve cómo en vez de orar y vivir en la pobreza, se inmiscuyen los curas en la guerra, la política, el poder? ¿Cuando gobiernan? Y en lo tocante a sus gobiernos, cuan acertadas son las palabras del profeta Isaías: «¡Ay de los que promulgan decretos inicuos y redactan prescripciones onerosas para impedir que se haga justicia a los débiles y privar de su derecho a los pobres de mi pueblo, para hacer de las viudas su presa y expoliar a los huérfanos!».