– Doy fe -el recaudador sonrió torcidamente- de que son duras palabras, duras, señor Raabe. Y aun diría que también se os pueden aplicar a vos, que vos mismo no estáis sin pecado. Habláis como hombre de política, por no decir como sacerdote. En vez de hacer lo que os es menester, dedicaos al laúd, las rimas y los cantos.
– ¿Rimas y cantos, decís? -Tybald Raabe tomó el laúd del arzón-. ¡Como deseéis!
¡Del emperador sus pollos
el anticristo son todos,
su poder no es de Cristo
sino del anticristo
que el emperador es listo!
– Joder -murmuró el recaudador mirando alrededor-. Ya puestos, prefiero que habléis.
¡Cristo, por tus clavos,
líbranos de estos pavos,
danos curas buenos
que nos manden al cielo
y al anticristo al cuerno!
Polacos, germanos,
todos mis hermanos,
no os fiéis de su habla,
ni de sus palabras,
la verdad Wiclif la habla.
La verdad la habla, repitió Reynevan maquinalmente, sumido en sus pensamientos. La verdad la habla. ¿Dónde he oído ya estas palabras?
– Llegará el día, señor Raabe, que estos cánticos os traerán la desgracia -dijo entonces el recaudador con voz agria-. Y vos, hermanos, me asombro de que escuchéis esto con tanta serenidad.
– A menudo se encierra la verdad en los cánticos -sonrió uno de los franciscanos-. La verdad es la verdad, no hay que soslayarla, ha de aguantársela aunque duela. ¿Y Wiclif? En fin, erró, mas libri sunt legendi, non comburendi.
– Wiclif, Dios le perdone -añadió otro-, no fue el primero. Doliérase ya de los asuntos de los que aquí ha habido plática, nuestro grande hermano y patrón, el pobrecito de Asís. No se pueden cerrar los ojos ni volver la cabeza: mal andan las cosas. Los clérigos se alejan de Dios, se ocupan de cosas mundanas. En vez de vivir modestamente son más ricos que duques y barones…
– Y al fin y al cabo dijo Jesús, como atestiguan los evangelios -añadió otro, bajito-, nolite possidere aurum neque argentum ñeque pecuniam in zonis vestris.
– Y las palabras de Jesús no puede corregirlas ni cambiarlas nadie, ni siquiera el Papa -dijo, carraspeando, el gordo sargento-. Y si esto hace, entonces no es Papa, sino como en la canción: el verdadero anticristo.
– ¡Cierto! -gritó, tocándose su nariz azulada, el más mayor de los peregrinos-. ¡Así es!
– ¡Ah, por Dios! -se enfadó el recaudador-. ¡Punto en boca! ¡Vaya unos compañeros de viaje que me han tocado! Todo lo que dicen no es más que charlatanería valdense y begarda. ¡Pecado!
– Os será perdonado -bufó, mientras afinaba el laúd el goliardo-. Al fin y al cabo recaudáis impuestos para un santo designio. Los santos Adaucto y Mateo se pondrán de vuestra parte.
– ¿Advertís, don Reinmar -dijo el alcabalero con evidente pena-, el tono con el que habla? Doy fe, todos son testigos de ello, de que los impuestos se recaudan para propósitos píos, para el bien de la comunidad ¿Que hay que pagar, porque tal es el orden del mundo? Todos lo saben. ¿Y qué? Nadie aprecia a los recaudadores de impuestos. Sucede a veces que huyen al monte no más verlo. Les azuzan, a veces, los perros. Palabrotas les dicen. E incluso aquéllos que pagan, míranlos como a apestados.
– Triste suerte. -El goliardo meneó la cabeza, guiñándole un ojo a Reynevan-. ¿Y no habéis deseado nunca cambiarla? ¿Teniendo tantas ocasiones?
Tybald Raabe era, como resultó, persona perspicaz y avispada.
– No os retorzáis así en la silla -dijo a Reynevan por lo bajo, acercando mucho su caballo-. No miréis a Ziebice. Debéis evitar Ziebice.
– Mis amigos…
– Oí lo que decía el recaudador -lo interrumpió el goliardo-. Acudir en ayuda de los amigos es cosa loable, mas vuestros amigos, si me permitís decirlo, no tenían el aspecto de no ser capaces de apañárselas ellos solos. O de dejarse arrestar por la guardia municipal de Ziebice, famosa ella, como suelen serlo todos los guardianes de la ley, por su iniciativa, pasión, rapidez de actuación, valentía e inteligencia. No penséis, repito, en regresar. Nada les pasará a vuestros camaradas en Ziebice, pero para vos esa villa es la perdición. Venid con nosotros a Bardo, señor Reinmar. Y de allí os conduciré personalmente a Bohemia. ¿Por qué abrís tanto los ojos? Vuestro hermano me era muy cercano.
– ¿Cercano?
– Os asombraríais de hasta qué punto. Os asombraríais de todo lo que nos unía.
– A mí ya nada me asombra.
– Eso es lo que os parece.
– Si efectivamente eras amigo de Peterlin -dijo Reynevan al cabo de un instante de vacilación-, te alegrará la nueva de que sus asesinos fueron castigados. No viven ya ni Kunz Aulock ni ninguno de su compañía.
– Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe -repitió Tybald Raabe el conocido refrán-. ¿Acaso a vuestra mano perecieron, señor Reinmar?
– No importa a manos de quién. -Reynevan enrojeció levemente al apreciar una nota de burla en la voz del goliardo-. Lo importante es que los comen los gusanos. Y Peterlin ha sido vengado.
Tybald Raabe guardó silencio largo rato, observando a un cuervo que volaba por encima del bosque.
– Lejos estoy -dijo por fin- de lamentar a Kirieleisón ni de llorar a Stork. Que se quemen en el infierno, se lo merecían. Pero no fueron ellos quienes mataron a don Peter. No ellos.
– ¿Quién…? -Reynevan tragó saliva-. ¿Entonces, quién?
– Más de uno querría saberlo.
– ¿Los Sterz? ¿O por encargo de los Sterz? ¿Quién? ¡Habla!
– Mas bajito, señor, más bajito. Con mayor discreción. Mejor que no caiga en oídos no apropiados. No sé deciros más aparte de lo que yo mismo escuchara…
– ¿Y qué es lo que escuchasteis?
– Que en el asunto están mezcladas… fuerzas ocultas.
Reynevan guardó silencio por algún tiempo.
– Fuerzas ocultas -repitió con énfasis-. Sí, también yo he oído hablar de ello. Lo dijeron los competidores de Peterlin. Que le iban tan bien los negocios porque el diablo le ayudaba a cambio de su alma. Y que el diablo algún día se lo llevaría al infierno. Ciertamente, fuerzas oscuras y satánicas. Y pensar que te tenía, señor Tybald Raabe, por hombre serio y razonable.
– Callaré pues. -El goliardo se encogió de hombros y volvió la cabeza-. No soltaré ni una palabreja más, señor. Porque temo decepcionaros aún más.
Con objeto de descansar, la pequeña caravana se detuvo junto a un enorme roble prehistórico, un árbol que sin duda recordaba muchos siglos. Bajo el roble correteaban las ardillas, incapaces de hacer nada con mesura y dignidad. Se desataron los caballos del carro cubierto con negra lona, mientras tanto la compaña se dispersó al pie de los troncos. De inmediato, como esperaba Reynevan, se enredaron en discusiones políticas que, acorde con sus expectativas, giraban en torno a la amenaza de la herejía husita que provenía de Bohemia, y en torno a la esperada cruzada que iba a empezar un día de éstos para ponerle punto final a la mencionada herejía. Pero aunque el tema era bastante típico y previsible, la discusión no se dirigió por los cauces previstos.
– La guerra es el mal -anunció inesperadamente uno de los franciscanos, rascándose la tonsura contra la que una ardilla había lanzado una bellota-. El mandamiento es: no matarás.