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– ¿Y en defensa propia? -preguntó el recaudador-. ¿Y de los haberes?

– ¿Y en defensa de la fe?

– ¿Y en defensa de la honra? -Hartwig von Stietencron agitó la cabeza-. ¡Vaya tonterías! ¡La honra ha de ser defendida y el deshonor se lava con sangre!

– Jesús en Getsemaní no se defendió -respondió el franciscano, bajito-. Y le ordenó a Pedro que guardara la espada. ¿Acaso quedó Él deshonrado?

– ¿Pero qué escribe Agustín, doctor Ecclesiae, en De ciuitate Dei? -gritó uno de los peregrinos, demostrando lo leído que era. Algo que resultaba bastante sorprendente, puesto que el color de su nariz atestiguaba más bien otras querencias-. Allí se habla de la guerra justa. ¿Y qué guerra es más justa sino la guerra con el paganismo y la herejía? ¿No es acaso tal guerra agradable a los ojos de Dios? ¿No le es a Él agradable cuando alguien mata a Sus enemigos?

– ¿Y qué escriben Juan Crisóstomo e Isidoro de Sevilla? -gritó otro erudito, con parecida nariz azulada-. ¿Y San Bernardo de Claravall? ¡Matar manda al hereje, a moros y ateos! ¡Cerdos impuros los llama! ¡Matar a éstos no es pecado, dice! ¡Es a la mayor gloria de Dios!

– ¿Quién soy yo, Dios se apiade -el franciscano unió las manos-, para rebatir a los santos y doctores de la Iglesia? No estoy aquí para disputar. Yo no más repito las palabras de Cristo en el Monte. Él mandó amar al prójimo. Perdonar a los que nos ofendieran. Amar al enemigo y rezar por él.

– Y Pablo dijo a los efesios -añadió otro de los monjes, con voz igualmente baja- que se armaran contra Satán con el amor y la fe. No con lanzas.

– Dios nos conceda -el tercero de los franciscanos hizo la señal de la cruz- que venzan el amor y la fe. Que la concordia y la pax Dei reinen entre los cristianos. Porque también, mirad, ¿quién es el que saca provecho de nuestras diferencias? ¡El musulmán! Nosotros andamos aquí discutiendo con los bohemios acerca de la Palabra de Dios y de la forma de la comunión, ¿y qué puede pasar mañana? ¡Mahoma y la media luna en las iglesias!

– En fin -bufó el peregrino más anciano-, puede que a los bohemios se les abran los ojos, que repudien su herejía. ¡Quizás les ayude el hambre! Porque toda Europa ha acordado un embargo, se ha prohibido el comercio y toda industria con los husitas. ¡Y a ellos les son necesarias armas y pólvora, sal y víveres! Si no repudian, entonces se los desarma y mata de hambre. Cuando el hambre les roya las tripas, ya veréis cómo se rinden.

– La guerra -repitió con énfasis el primer franciscano- es el mal. Eso ya lo hemos establecido. ¿Y a vos os parece que el tal bloqueo tiene que ver con las enseñanzas de Cristo? ¿Mandó Jesús en el Monte matar de hambre al prójimo? ¿A un cristiano? Porque dejando a un lado las diferencias religiosas, los bohemios son cristianos. No es bueno ese embargo.

– Cierto, hermano -habló Tybald Raabe, que estaba tirado bajo el roble-. No es bueno. Y además os diré todavía que a veces los tales embargos armas resultan ser de doble filo. Que no nos traiga las desgracias que le trajo a los lausacianos. Que no le costara a Silesia lo que le costara a la Alta Lausacia la Guerra de los Arenques del año pasado.

– ¿La Guerra de los Arenques?

– Así la llamaron -aclaró el goliardo con voz serena-. Porque se trataba del embargo y también de los arenques. Si queréis, os lo contaré.

– ¡Por supuesto que queremos! ¡Queremos!

– En fin -Tybald Raabe se enderezó, contento del interés que se le demostraba-, así fue: don Hynek Tocino de Kunsztat, noble bohemio, husita, grande era aficionado a los arenques y poco había que comiera con igual gusto que los arenques del Báltico, especialmente si estaban regados por cerveza o aguardiente o durante el ayuno. Y el caballero altolausaciano Enrique von Dohna, señor de Grafenstein, sabía de los gustos de don Tocino. Y como cabalmente por entonces la Dieta imperial andaba discutiendo acerca del embargo, don Enrique decidió dar en hechos lo que sólo eran palabras y poner motu proprio a los husitas en su lugar. Así que le bloqueó el aprovisionamiento de arenques. Enfadóse el señor Tocino, se avino a pedir, cierto es que religión es religión, ¡pero los arenques son los arenques! ¡Disputa tú conmigo de doctrina y liturgia, so papista, mas déjame en paz los arenques, porque los adoro! Y el señor Dohna a todo esto: los arenques, hereje, no te los voy a dejar pasar, así que traga tocino, don Tocino, hasta los viernes. ¡Y aquí se colmó la medida! Arrejuntó el enrabietado don Hynek sus tropas, se lanzó contra los señoríos lausacianos llevando allá fuego y espada. El primero al que prendió fuego fue al castillo de Karlsfried, punto fronterizo y aduanero donde estaban retenidos los transportes de arenques. Pero aquello poco fue para el señor Tocino, tan rabioso como estaba. Ardieron las aldeas de Hartau, las iglesias, las posadas, bah, hasta los arrabales del propio Zittau recibieron a los ojos con el resplandor de las llamas. Durante tres días el señor Tocino quemó y saqueó. ¡Mala ganancia tuvieron los lausacianos, ay, mala, con aquella Guerra de los Arenques! No quisiera nada parecido para Silesia.

– Será lo que Dios quiera -dijo el franciscano. Durante mucho rato nadie dijo nada.

El tiempo iba poniéndose cada vez peor, las nubes arrastradas por el viento se oscurecieron amenazadoramente, el bosque susurraba, las primeras gotas de lluvia comenzaron a besar las capuchas, los mantos, las ancas de los caballos y la lona del carro negro. Reynevan acercó su montura a Tybald Raabe, cabalgaron con los estribos pegados.

– Hermosa historia -habló en voz baja-. La de los arenques. Y la cantilena sobre Wiclif tampoco era mala. Extrañado estoy, sin embargo, de que no hayas concluido con la lectura de los Cuatro Artículos de Praga, como en Kromolin. Por curiosidad, ¿conoce el recaudador de impuestos tus pareceres?

– Los conocerá -respondió el goliardo, bajito- cuando llegue el momento. Porque, como dice el Eclesiastés, hay tiempo para callar y tiempo para hablar. Tiempo para buscar y tiempo para perder, tiempo para guardar y tiempo para tirar, tiempo para amar y tiempo para odiar, tiempo para la guerra y tiempo para la paz. Hay tiempo para todo.

– Esta vez estoy de acuerdo contigo.

En un cruce de caminos, entre blancos abedules, había una cruz penitencial de piedra, uno de los numerosos recordatorios de crimen y remordimiento que había por toda Silesia.

Hacia el frente se dirigía un claro camino arenoso, hacia las otras direcciones discurrían oscuras sendas boscosas. El viento arañaba las copas de los árboles, barriendo las hojas secas. La lluvia -de momento muy débil- golpeaba en el rostro.

– Para todo -le dijo Reynevan a Tybald Raabe- hay su tiempo. Así dice el Eclesiastés. Llegó pues el tiempo de despedirse. Vuelvo a Ziebice. No digas nada.

El recaudador lo miró. También los hermanos menores, los peregrinos, los soldados, Hartwig Stietencron y su hija.

– No me es posible -siguió Reynevan- dejar a unos amigos que pueden estar en necesidad. No es digno. La amistad es cosa grande y bella.

– ¿Y he dicho yo otra cosa?

– Me voy.

– Id. -El goliardo asintió-. Sin embargo, si acaso quisierais cambiar de planes, señor, si sin embargo prefirierais Bardo y el camino a Bohemia… Nos alcanzaréis fácilmente. Viajaremos despacio. Y cabe Sciborowa Poreba tenemos idea de hacer un largo alto. Sciborowa Poreba, ¿lo recordaréis?

– Lo recordaré.

Las despedidas fueron cortas. Más bien insulsas. Oh, los habituales deseos de buena suerte y auxilio divino. Reynevan dio la vuelta al caballo. Tenía en la mente la mirada con la que se separó de él la hija de Stietencron. Una mirada de ternerillo, suave, una mirada de unos ojos acuosos y llenos de deseo bajo unas cejas afeitadas.

Un monstruillo así, pensó mientras galopaba bajo el viento y la lluvia. Tan mal hecha como un espantapájaros. Pero sabe reconocer a un hombre de verdad al instante.