Había cabalgado como una legua cuando Reinevan reflexionó y se dio cuenta de lo tonto que era.
Cuando se tropezó con ellos en los alrededores del roble grande, ni siquiera se asombró demasiado.
– ¡So, so! -gritó Scharley, sujetando a su caballo, que bailoteaba-. ¡Por todas las ánimas! ¡Es nuestro Reynevan!
Saltaron de las sillas, al cabo de un instante Reynevan tosía bajo el cordial abrazo de Sansón Mieles, un abrazo que amenazaba con partirle las costillas.
– Vaya, vaya, vaya -dijo Scharley con una voz un tanto emocionada-. Escapó de los lacayos ziebicanos, se le escapó al señor Biberstein del castillo de Stolz. Mis respetos. Míralo, Sansón, mira que jovencito más talentoso. ¡No lleva conmigo más que dos semanas y fíjate todo lo que ha aprendido ya! ¡Por los clavos de Cristo, se ha vuelto astuto como un dominico!
– Va en dirección a Ziebice -advirtió Sansón, aparentemente frío, pero con una voz que también denotaba emoción-. Y ello apunta con toda claridad a falta de astucia. Y de razón. ¿Cómo es eso, Reinmar?
– El asunto ziebicano -dijo Reynevan, apretando los dientes- lo considero terminado. Y no lo ha habido nunca. Nada me une ya… a Ziebice. Nada me une ya con el pasado. Pero tenía miedo de que os hubieran apresado.
– ¿Ellos? ¿A nosotros? ¡Estás bromeando!
– Estoy contento de veros. De verdad que me alegro.
– Estás sonriendo. Nosotros también.
La lluvia cobró fuerza, el viento azotaba los troncos de los árboles.
– Scharley -dijo Sansón-. Pienso que ya no hay por qué seguir las huellas… Lo que teníamos pensado no tiene ya razón, ni sentido. Reinmar está libre, nada lo ata, piquemos entonces espuelas en dirección a Opava, a la frontera húngara. Sugiero que dejemos Silesia y todo lo silesio a nuestras espaldas. Y con ello nuestros planes desesperados.
– ¿Qué planes? -se interesó Reynevan.
– No importa. ¿Scharley? ¿Qué dices? Aconsejo que abandonemos nuestros planes. Que rompamos el contrato.
– No entiendo de qué estáis hablando.
– Luego, Reinmar. ¿Scharley?
El demérito carraspeó muy fuerte.
– ¿Romper el contrato? -repitió lo que había dicho Sansón.
– Romperlo.
Scharley, se veía, luchaba consigo mismo.
– Cae la noche -dijo por fin-. Y la noche es buena consejera. La notte, como dicen en Italia, porta la consigna. La condición es, y esto es mi contribución, que dicha noche sea dormida en lugar seco, caliente y seguro. Al caballo, muchachos. Y detrás de mí.
– ¿Adonde?
– Ya veréis.
Estaba ya casi totalmente oscuro cuando aparecieron ante ellos unas borrosas cercas y unos edificios. Unos perros se pusieron a ladrar.
– ¿Qué es esto? -preguntó Santón con preocupación en la voz-. Acaso…
– Esto es Debowiec -lo interrumpió Scharley-. Una granja perteneciente al monasterio cisterciense de Kamieniec. Cuando estuve prisionero con los deméritos, me mandaban a veces a trabajar aquí. En calidad de castigo, como acertadamente os supondréis. Por eso sé que es un lugar seco y cálido, como hecho para dormir bien. Y por la mañana se podrá encontrar algo de comer.
– Entiendo -dijo Sansón-, que los monjes te conocen. Que les pediremos hospitalidad…
– No será todo tan bonito -le volvió a cortar el demérito-. Ponedles las maneas a los caballos. Los dejaremos aquí, en el bosque. Y vosotros seguidme. De puntillas.
Los perros de los cistercienses se tranquilizaron, ya ladraban mucho más despacio y sin ganas, cuando Scharley, con gran habilidad, rompió una tabla en la pared de un establo. Al cabo estaban ya en su oscuro, seco y cálido interior, que olía agradablemente a heno y grano. Poco después, habiéndose deslizado por una escalera hasta el pajar, ya se estaban calentando entre el heno.
– Durmamos -murmuró Scharley, haciendo crepitar la paja-. Una pena que en ayunas, pero propongo dejar la comida para la mañana, entonces se podrá con toda seguridad robar alguna pitanza, aunque no sean más que manzanas. Mas si alguien lo necesita, puedo ir ahora. Si alguien no aguanta hasta por la mañana. ¿Qué, Reinmar? A ti te tenía en mente, sobre todo como persona con dificultad para controlar sus primitivos instintos… ¿Reinmar?
Reynevan dormía.
Capítulo vigesimosegundo
En el que resulta que nuestros héroes han escogido con mala fortuna el lugar de pernocta. Se confirma también la conocida tesis -aunque la cosa se vea mucho más tarde- de que en tiempos históricos hasta las cosas más pequeñas pueden llegar a tener consecuencias no menos históricas.
Reynevan, pese a su cansancio, durmió mal y con desasosiego. Antes de quedarse dormido se había envuelto en el heno, que estaba atestado de cardos y pinchaba, encajándose entre Scharley y Sansón, con lo que se había ganado unos cuantos insultos y codazos. Luego gimió entre sueños ante la visión de la sangre surgiendo de los labios de Peterlin, acribillado por las espadas. Suspiró viendo a Adela de Sterz desnuda, cabalgando encima del duque Juan de Ziebice, gimió al ver cómo el duque se entretenía acariciando y apretando sus pechos bailarines. Luego, para su horror y desesperación, el lugar dejado libre por Adela lo ocupó Nicoletta la Rubia, es decir Catalina Biberstein, quien cabalgaba al incansable Piasta con no menos energía y entusiasmo. Y con una satisfacción final en ningún caso menor.
Luego hubo muchachas medio desnudas con el cabello al aire que volaban en escobas a través de un cielo iluminado por el resplandor de las hogueras, entre una bandada de cuervos graznando. Hubo un treparriscos que se deslizaba por una pared con el mudo pico abierto. Hubo un destacamento de caballeros encapuchados que galopaban por el campo, gritando algo ininteligible. Hubo una turris fulgurata, herida por el rayo, una torre que se desmoronaba, un hombre que caía de ella. Hubo un hombre corriendo por la nieve, ardiendo, envuelto en llamas. Hubo luego una batalla, el sonido de los disparos, el fuego de los cañones, el rumor de cascos, el relincho de los caballos, el entrechocar de las espadas, los gritos…
Lo despertó un rumor de cascos, los relinchos de unos caballos, el entrechocar de unas espadas, unos gritos. Sansón Mieles le tapó la boca con la mano en el último segundo.
El patio de los establos estaba lleno de caballeros y peones.
– Hemos caído de cojones -murmuró Scharley, observando la plazoleta a través de unas rendijas de la madera-. Cierto, como el erizo en la plasta.
– ¿Es una persecución? ¿De los ziebicanos? ¿Me persiguen a mí?
– Peor. Es una puta reunión. Un montón de gente. Veo nobles. Y caballeros. Me cagüenla, ¿precisamente aquí? ¿En estos despoblados?
– Larguémonos mientras estemos a tiempo.
– Por desgracia -Sansón señaló con la cabeza en dirección al cercado de las ovejas-, ya es tarde. Hállase ya todo el terreno rodeado por gente armada. Da la sensación de que para no dejar pasar a nadie. Mas dudo que dejaran salir a nadie tampoco. Nos hemos despertado demasiado tarde. Hasta me asombro de que no nos arrancara del sueño el aroma, llevan asando carne desde el alba…
Cierto, desde el patio les llegaba un aroma a asado cada vez más fuerte.
– Los de las armaduras llevan colores episcopales. -Reynevan también encontró una rendija para echar un vistazo-. Puede que sea la Inquisición.
– Estupendo -murmuró Scharley-. Joder, estupendo. La única esperanza que nos queda es que no miren en el pajar.
– Lamentablemente, es una esperanza vana -dijo Sansón Mieles-, porque precisamente para acá se encaminan. Escondámonos en el heno. Y si nos encontraran, finjamos ser idiotas.
– Eso es fácil para ti.