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Reynevan se abrió camino entre el heno hasta las tablas del suelo, encontró una rendija, pegó el ojo a ella. Vio cómo entraban en el pajar unos soldados y cómo, para su desesperación, examinaban cada rincón, pinchando incluso con las lanzas en los montones de heno y de gavillas. Uno se encaramó a la escalera, pero no entró en la troje, se conformó con echar un vistazo por encima.

– Alabada sea la eterna vagancia del soldado -susurró Scharley.

Para su desgracia no fue aquello el final. Después de los peones, entraron al pajar unos criados y unos monjes. Limpiaron y barrieron la era. Luego echaron olorosas agujas de abeto. Se trajeron banquetas. Se pusieron unas borriquetas de madera de pino y sobre ellas unas tablas. Las tablas fueron cubiertas con unas telas. Antes de que comenzaran a traer damajuanas y vasos, Reynevan ya sabía lo que estaba pasando.

Transcurrió un tiempo hasta que llegaron los nobles. Entonces todo se llenó de colores, se iluminó con las armaduras, las joyas, las cadenas y hebillas de oro, en una palabra, con cosas que no pegaban en absoluto con el tétrico interior del pajar.

– Joder… -susurró Scharley, también con el ojo puesto en una rendija-. Resulta que en este pajar han convocado una reunión secreta. No son cualquiera… Conrado, el obispo de Wroclaw en persona. Y el que está a su lado es Ludwig, el duque de Brzeg y Legnica…

– Silencio…

Reynevan también había reconocido a los dos Piastas. Conrado, que desde hacía ocho años era obispo de Wroclaw, admiraba por su apostura verdaderamente caballeresca y su aspecto saludable, algo bastante sorprendente si tenemos en cuenta su afición a la bebida, su gula y su lujuria, vicios de dignidad clerical que eran por todos conocidos e incluso hasta se habían convertido en proverbiales. De seguro que aquello era de agradecer al poderoso y saludable organismo y a la no menos saludable sangre de los Piastas, puesto que otros magnates, incluso trasegando y putañeando menos, llevaban ya a la edad de Conrado una tripa hasta las rodillas, bolsas bajo los ojos y narices rojizas, si acaso aún las poseían, las narices, digo. En cambio, Ludwig de Brzeg, que contaba con cuarenta primaveras, recordaba al rey Arturo de las miniaturas caballerescas: largos y ondulados cabellos que rodeaban, como una aureola, un rostro apasionado como el de un poeta pero muy masculino a la vez.

– Os invito a la mesa -anunció el obispo, asombrándolos de nuevo, esta vez con su voz juvenil y sonora-. Aunque esto sea un pajar y no un palacio, os dispensaremos con aquello que la casa posea, y las sencillas viandas aldeanas las regaremos con unos caldos magiares que ni el rey Segismundo en Buda puede permitirse siempre. Lo que bien puede corroborarnos el señor canciller real, el ilustrísimo señor Schlick. Y eso, por supuesto, si fuera capaz de hallar tal néctar.

Un hombre joven pero muy serio y de aspecto acaudalado hizo una reverencia. Sobre el gambesón llevaba un escudo: una cuña de plata en campo de gules y tres anillos de color opuesto.

– Gaspar Schlick -susurró Scharley-. El secretario personal, confidente y consejero del Luxemburgués. Gran carrera para un mozo imberbe como él…

Reynevan se quitó una paja de la nariz, sofocando con esfuerzo sobrehumano un estornudo. Sansón Mieles siseó en tono de advertencia.

– Doy la bienvenida con particular cordialidad -continuó el obispo Conrado- a su eminencia Giordano Orsini, miembro del colegio de cardenales y, al presente, nuncio de su santidad el Papa Martín. Bienvenido sea también el representante del estado de la Orden Teutónica, el noble Godofredo Rodenberg, regidor de Lipa. Saludo también a nuestro ilustre huésped de Polonia, así como a los de Bohemia y Moravia. Sed bienvenidos, sentaos.

– Hasta un puto teutón que ha venido -murmuró Scharley, intentando ampliar el hueco entre las tablas con ayuda de un cuchillo-. Regidor de Lipa. ¿Dónde está eso? En Prusia, seguro. ¿Y quiénes serán los otros? Veo a don Puta de Czastolovice… El grueso, con el león de sable en campo de oro es Albrecht von Kolditz, estarosta de Swidnica… Por su parte, ese del Odrzywas en el escudo debe de ser alguno de los señores de Kravarz.

– Silencio -susurró Sansón-. Y deja de rascar… Nos van a descubrir por las astillas que caigan en los vasos…

Abajo, ciertamente, se estaban alzando los vasos y se bebía, la servidumbre rondaba a su alrededor con las damajuanas. El canciller Schlick lanzó cumplidos al vino, mas no se supo si no era más que por diplomática cortesía. Los que estaban sentados a la mesa parecían conocerse los unos a los otros. Con algunas excepciones.

– ¿Quién es -se interesó el obispo Conrado- vuestro joven acompañante, monsignore Orsini?

– Es mi secretario -le repuso el legado papal, un viejecillo pequeño, canoso y de agradable sonrisa-. Llámase Nicolás de Cusa. Prevéole una gran carrera al servicio de la Santa Madre Iglesia. Vero, grandes servicios me ha prestado en esta la mi misión, sabe como ninguno otro derrotar las tesis heréticas, en especial de lolardos y husitas. Bien puede ello confirmarlo su ilustrísima el obispo de Cracovia.

– El obispo de Cracovia… -susurró Scharley-. Joder… Es decir…

– Zbigniew Olesnicki -confirmó Sansón Mieles en un susurro-. En Silesia, en conciliábulos con Conrado. Maldita sea, dónde hemos ido a caer. Teneos quedos como ratones. Porque como nos descubran, estamos muertos.

– Si es así -continuó abajo el obispo Conrado-, entonces, ¿no será lo mejor que empiece don Nicolás de Cusa? Porque ciertamente tal es el propósito de nuestra reunión: poner punto final a la peste husita. Antes de que sean aquí servidas viandas y vino, antes de que comamos y bebamos, que el joven cura nos dé reprobación de las enseñanzas de Hus. Estamos atentos.

El servicio trajo en un soporte un buey asado y lo depositó sobre la mesa. Los cuchillos y los estiletes brillaron y se pusieron en acción. Sin embargo, el joven Nicolás de Cusa se levantó y comenzó a hablar. Y aunque los ojos le brillaban a la vista del asado, la voz del joven cura no tembló.

– Una chispa es cosa de poca entidad -dijo, exaltado-, mas si tropieza con algo seco, lleva a su perdición a grandes ciudades, murallas y bosques. Lo agrio de la leche también pareciera ser pequeño y sin importancia, y no obstante capaz es de agriar la leche en todos los calderos. Por su parte, tal y como dice el Eclesiastés, una mosca muerta descompone una vasija de aceite perfumado. Del mismo modo las falsas enseñanzas comienzan con uno, de dos o tres se concierta al principio su auditorio. Mas poco a poco el cáncer se extiende por el cuerpo y, como se dice, una oveja negra echa a perder el rebaño. Así es que ha de ahogarse la chispa no más aparezca, y retirar lo agrio de la leche, y extirpar lo malo del cuerpo y la oveja negra separar del rebaño, para que no se destruyan la casa, el cuerpo, el cántaro de leche ni el rebaño…

– Extirpar lo malo del cuerpo -repitió el obispo Conrado, al tiempo que rasgaba con los dientes un pedazo de buey del que resbalaba un jugo grasiento y sangriento-. Bueno, ciertamente decís la verdad, joven señor Nicolás. ¡La cirugía es la cosa! El yerro, el yerro afilado es la mejor medicina para el cáncer husita. ¡Cortarlo! ¡Degüellar a los herejes, degüellarlos sin piedad!

Los comensales también mostraron su aprobación balbuceando con la boca llena y gesticulando con huesos mordisqueados. El buey se iba transformando poco a poco en el esqueleto de un buey mientras Nicolás de Cusa derribaba uno tras otro todos los errores husitas, una tras otra todas las deformaciones de las enseñanzas de Wiclif: la negación de la transubstanciación, la negación de la existencia del purgatorio, el rechazo del culto a los santos y a sus imágenes, el rechazo a la confesión. También se ocupó de la comunión sub utraque specie y también la atacó.

– Sólo en una especie -gritó- y ésa es en forma de pan, debe serles proveída la comunión a los fieles. Pues dice San Mateo: el pan nuestro de cada día, panem nostrum supersubstantialem danos hoy. Dice San Lucas: tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo repartió a los discípulos. ¿Acaso se habla aquí de vino? Ciertamente, sólo una costumbre y no más es sancionada y confirmada por la Iglesia para que el hombre de bien tome la comunión. ¡Y esto ha de ser aceptado por todo aquél que profese la fe de Cristo!