– Amén -concluyó, mientras se lamía los dedos, Ludwig de Brzeg
– ¡Por mí -gruñó como un león el obispo Conrado, al tiempo que arrojaba un hueso a un rincón- pueden los señores husitas tomar la comunión incluso en la forma de una lavativa por la parte del culo! ¡Pero estos hideputas me quieren robar! ¡Hablan a gritos de la secularización general de los bienes de la Iglesia, de la pobreza evangélica del clero! ¡Es decir: quitárnoslo a nosotros y metérselo ellos al coleto! ¡Por los clavos de Cristo, que esto no va a ser así! ¡Por encima de mi cadáver! ¡O mejor por encima de sus heréticas carroñas! ¡Así se pudran!
– De momento están vivos -dijo agriamente Puta de Czastolovice, el estarosta de Klodzko, al cual no hacía más que cinco días habían visto Reynevan y Scharley en el torneo de Ziebice-. De momento están vivos y con salud, en contra de lo que fuera predicho a la muerte de Zizka. Que se devorarían los unos a los otros, Praga, Tabor y los Huérfanos. De eso nada, señores. Quién contara con ello, la cagó.
– El peligro no sólo no mengua sino que acreciéntase -tronó con una potente voz de bajo Albrecht von Kolditz, estarosta y hetmán del ducado de Wroclaw y Swidnica-. Mis espías afirman que se está estableciendo una colaboración cada vez mayor entre los praguenses y Korybut con los herederos de Zizka: Jan Hviezda de Vicemilice, Bohulas von Svamberk y Rohac de Dubé. Hablase en voz alta de expediciones guerreras comunes. Don Puta tiene razón. Erraron quienes tras la muerte de Zizka contaran con un milagro.
– Y no hay que contar con más milagros -introdujo Gaspar Schlick con una sonrisa-. Ni con que nos enderezara el asunto del cisma bohemio el Preste Juan viniendo de la India con miles de caballos y elefantes. Nosotros, nosotros mismos hemos de ponerle remedio a la cosa. Precisamente por ello es por lo que me envía el rey Segismundo. Hemos de saber con qué podemos contar en Silesia, Moravia y en el ducado de Opava. Estará bien también saber con qué podemos contar en Polonia. Y esto, espero, nos lo comunicará ahora su eminencia el obispo de Cracovia. Su actitud incomplaciente con el amparo polaco a los partidarios de Wiclif es de todos conocida. Y su presencia aquí demuestra que a favor está de la política del rey de Roma.
– En Roma -intercaló Giordano Orsini- sabemos con qué ardor y qué dedicación combate la herejía el obispo Sbigneus. En Roma sabemos de ello y no olvidaremos recompensarlo.
– ¿De modo que puedo entonces -Gaspar Schlick volvió a sonreír- dar por sentado que el reino de Polonia apoya la política del rey Segismundo? ¿Y que apoyará su iniciativa? ¿Con hechos?
– Contento estaría -bufó el caballero teutón Godofredo von Rodenberg, que estaba apoyado en la mesa-, ciertamente, de conocer la respuesta a tal pregunta. Enterarme de cuándo se puede esperar la activa participación de los ejércitos polacos en las cruzadas contra los husitas. Quisiera saber de ello por labios objetivos. De modo que os escucho, monsignore Orsini. ¡Todos os escuchamos!
– Cierto -añadió con una sonrisa Schlick, sin apartar los ojos de Olesnicki-. Todos os escuchamos. ¿Tuvo pues éxito vuestra misión en la corte de Jagiello?
– Largo platiqué con el rey Ladislao -dijo con una voz algo triste el Orsini-. Mas, humm… Sin resultado alguno. En nombre de su santidad y con su venia, le entregué al rey de Polonia una reliquia, y aun una no poco buena… Uno de los clavos con los que nuestro Salvador estuvo clavado a la cruz. Vero, si una tal reliquia no es capaz de mover a un monarca cristiano a una cruzada contra los herejes, entonces…
– Entonces es que no es un monarca cristiano -terminó el obispo Conrado las palabras del nuncio.
– ¿Os habéis dado cuenta? -El teutón hizo una mueca burlona-. ¡Más vale tarde que nunca!
– De modo que -intervino Ludwig de Brzeg- la fe verdadera no puede contar con el apoyo de los polacos.
– El reino de Polonia y el rey Ladislao -habló por primera vez Zbigniew Olesnicki- apoyan la fe verdadera y la Iglesia de Pedro. En la mejor de las posibles formas. Con el dinero de San Pedro. Ninguno de los señores aquí representados puede decir lo mismo.
– ¡Puff! -El duque Ludwig agitó la mano-. Platicad lo que queráis. Vaya un cristiano que está hecho Jagiello. ¡Es un neófito, con el diablo todavía pegado a la piel!
– Su paganismo -Godofredo Rodenberg se levantó- se ve más claramente en su feroz odio a toda la nación alemana, que es la columna vertebral de la Iglesia. Y sobre todo a nosotros, los Caballeros del Hospital de Nuestra Señora, antemurale christianitatis, quienes con los nuestros propios pechos defendemos la fe católica ante los paganos, ¡y ello desde hace más de doscientos años! Y cierto que el tal Jagiello es un neófito e idólatra, el cual, para poder destruir a la Orden, no sólo con los husitas mas con el mismo infierno presto estaría a allegarse. Oh, ciertamente, no habríamos de hacer consejo aquí de cómo persuadir a Jagiello y a Polonia de acudir a la cruzada, sino volver hubiéramos a lo que en Pressburg entonces, dos años atrás, por los Reyes Magos se hablara, de cómo atacar con una cruzada a la propia Polonia. ¡Y quebrar en pedazos ese aborto, ese bastardo de la Unión de Horodlo!
– Vuestras palabras -dijo el obispo Olesnicki con voz muy fría- dignas son del propio Falkenberg. Y no es de asombrarse, puesto que secreto alguno es el que las sus famosas Sátiras no en otro lugar sino en Malbork se le dictaran a Falkenberg. Os recuerdo que el tal pasquín fue condenado en el concilio, y el propio Falkenberg hubo, ante la amenaza de la hoguera, de retirar sus vergonzosas y heréticas tesis. ¡Extraña pues el que estas palabras salgan de labios de alguien que a sí mismo se llama antemurale christianitatis]
– No os alteréis tanto, señor obispo -intervino conciliador Puta de Czastolovice-. Puesto que es un hecho el que vuestro rey apoya a los husitas tanto en secreto como abiertamente. Sabemos y entendemos que con ello contiene a los teutones, y que ha de contenerlos, de ello es difícil extrañarse. Mas las consecuencias de tal política para toda la cristiandad de Europa pueden resultar fatales. Vos mismo lo sabéis.
– Desgraciadamente -confirmó Ludwig de Brzeg-. Y tales consecuencias las vemos. Korybut en Praga, con él hay una bandería entera de polacos. En Moravia Dobko Puchala, Piotr de Lichwino y Fedor de Ostrogski. Wyszek Raczynski al lado de Rohac de Dubé. He aquí dónde están los polacos, he aquí dónde, en esta guerra, vense los polacos pabellones y escúchanse los gritos de guerra polacos. He aquí cómo Jagiello defiende la verdadera fe. ¿Y sus edictos, manifiestos, ucases? Nos engatusa, eso es todo.
– Y mientras tanto balas de plomo, caballos, armas, víveres, todo tipo de mercancías -añadió sombrío Albrecht von Kolditz- fluyen incesablemente de Polonia a Bohemia. ¿Y entonces qué, señor obispo? ¿Por un camino enviáis a Roma el dinero de San Pedro del que tanto os alabáis, y por otro pólvora y balas a las tropas husitas? Ciertamente es esto parecido al vuestro rey, quien, como se dice, pone una vela a Dios y otra al diablo.
– Ciertos asuntos -reconoció al cabo el obispo Olesnicki- también a mí me duelen. Pero para que fuera a mejor, Dios me ayude, pongo todo lo que sea menester. Mas las palabras sobran, no he de repetir otra vez los mismos argumentos en contra. De modo que lo diré y sin demora: la prueba de las intenciones del reino de Polonia es mi presencia aquí.
– Presencia que apreciamos en lo que vale. -El obispo Conrado dio una palmada en la mesa-. ¿Pero qué es ese vuestro reino de Polonia? ¿Lo sois acaso vos, noble don Zbigniew? ¿O Witold? ¿O los Szafranski? ¿Quizá los Ostrogski? ¿O no lo serán los Jastrzebski o los Biskupski? ¿Quién gobierna en Polonia? Puesto que no el rey Ladislao, viejo decrépito, que no gobierna ni a la propia esposa. ¿Es entonces que en la Polonia gobierna Sonka Holszanska? ¿Y juntamente con sus amantes: Ciolek, Hincza, Kurowski, Zaremba? ¿Y a quién más se jode la ruritana?