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– No prometáis -lo interrumpió Gaspar Schlick-. Y guardad el entusiasmo para el momento adecuado. Para la cruzada. Puesto que no se trata de meras aceifas. No se trata de cortar pies y manos, porque al rey Segismundo de nada le sirven siervos cojos y mancos. Y su santidad no desea que los husitas sean exterminados, sino que vuelvan al seno de la Iglesia verdadera. Y no se trata de matar a la población civil, mas de la destrucción de los ejércitos de Tabor y Oreb. De destruirlos de tal modo que se avengan a negociar. Por eso, vayamos al grano. ¿Qué fuerzas pondrá Silesia cuando se anuncie la cruzada? Y con datos concretos, os ruego.

– Más concreto sois que un judío. -El obispo sonrió torcido-. ¿Es eso apropiado para con un pariente? Pues sois prácticamente mi cuñado. En fin, si ése es vuestro deseo, ahí tenéis: yo mismo pondré sesenta lanceros más su correspondiente infantería y cañones. Conrado Kantner, mi hermano, vuestro futuro suegro, dará sesenta caballeros. Los mismos pondrá, lo sé, el aquí presente Ludwig de Brzeg. Ruprecht de Lubin y su hermano Ludwig reunirán cuarenta. Bernard de Niemodlin…

Reynevan no se dio cuenta de cuándo se quedó dormido. Lo despertó un golpe en las costillas. A su alrededor todo estaba oscuro.

– Nos largamos de aquí -murmuró Sansón Mieles.

– ¿Nos hemos dormido?

– Y un buen rato.

– ¿Se ha terminado la reunión?

– Al menos de momento. Habla en susurros, detrás del pajar hay un puesto de guardia.

– ¿Dónde está Scharley?

– Ya se ha deslizado hasta los caballos. Ahora voy yo. Y luego tú. Cuenta hasta cien y sal. Por el corral. Toma un haz de heno, camina despacio, con la cabeza gacha, como si fueras un paje que va a cuidar a los caballos. Y al otro lado del último chamizo ve a la derecha hacia el bosque. ¿Entendido?

– Por supuesto.

Y todo habría salido bien si no hubiera sido porque al pasar el último chamizo, Reynevan escuchó su apellido.

Por el patio andurreaban algunos soldados, ardían algunas hogueras y algunas teas, pero la oscuridad del tejado saliente permitía esconderse tan bien que Reynevan se subió a la banqueta sin miedo alguno, se puso de puntillas y miró al interior de la cabana a través de los pellejos que cubrían la ventana. Los pellejos estaban muy sucios y el interior escasamente iluminado. Sin embargo, se podía reconocer que estaban hablando tres personas. Una era Conrado, el obispo de Wroclaw. Su voz sonora, juvenil y clara, deshacía toda duda en aquel aspecto.

– Repito, os estoy a vos grandemente agradecido por esas nuevas. A nosotros no nos sería fácil hacernos con ellas. A los mercaderes les pierde la codicia y en el comercio es difícil conspirar, no hay cómo mantener los secretos, hay demasiados que los conocen y demasiados intermediarios. Antes que después llegará la información a alguno que ande en tratos con los husitas y que mercadee con ellos. Mas con los señores de la nobleza y con los burgueses es mucho más difícil, éstos saben tener la lengua quieta, han de cuidarse de la Inquisición, saben lo que les espera a los herejes y a los partidarios de los husitas. Y cierto, lo repito, sin la ayuda de Praga no hubiéramos caído sobre la pista de tales como Albrecht Bart o Peter de Bielau.

El hombre que estaba sentado de espaldas a la ventana habló con un acento que era inconfundible para Reynevan. Era un checo.

– Peter de Bielau -le respondió al obispo- sabía mantener un secreto. Ni siquiera en Praga había muchos que supieran de él. Pero sabéis cómo es: entre enemigos el hombre se guarda, entre amigos se le desata la lengua. Y si ya andamos con ello, imagino que aquí, entre amigos, no se os habrá escapado alguna palabreja imprudente acerca de mi persona, señor obispo.

– Me ultrajáis con tal suposición -dijo Conrado con altivez-. No soy un niño. Aparte de ello, no es por casualidad que la reunión se realice aquí, en Debowiec. Es un lugar seguro y secreto. Y las gentes que han venido son gente de fiar. Amigos y aliados. Al fin y al cabo, me permito afirmar, ninguno de ellos os ha visto siquiera.

– Y ha de ser alabada tal prudencia. Porque, podéis creerme, hay orejas husitas en el castillo de Swidnica, en casa del señor Von Kolditz y en la de don Puta en Klodzko. Y en lo tocante a los señores moravos que aquí se hospedan, aconsejaría también un cuidado exquisito. Sin que nadie se sienta ofendido: les gusta cambiar de bando. Don Jan de Kravar tiene muchos parientes y amigos…

Habló el tercero de los presentes. Era el que estaba más cerca de la lamparilla, Reynevan vio unos largos cabellos negros y un rostro de pájaro que recordaba a un treparriscos.

– Estamos alerta -dijo Treparriscos-. Y vigilantes. Y os aseguramos que sabemos castigar la traición, podéis creerme.

– Os creo, os creo -bufó el bohemio-. ¿Cómo no os voy a creer? ¿Después de lo que le sucedió a Peter de Bielau, al señor Bart? ¿A los mercaderes Pfefferkom, Neumarkt y Throst? Un demonio, un ángel de la venganza se arrastra por la Silesia, ataca desde el cielo despejado. Al mediodía. Un verdadero daemonium meridianum… El miedo ha invadido a las gentes…

– Y bien está -intercaló el obispo con serenidad-. Había de hacerlo.

– Y los resultados a la vista están. -El bohemio meneó la cabeza-. Desiertos están los puertos de los montes Karkonosze, raros y pocos son los mercaderes que se dirigen a Bohemia. Nuestros espías ya no van con tanto gusto en secreta misión a la Silesia, los antaño tan vocingleros emisarios de Hradec y Tabor también como que se han callado. La gente parlotea, el asunto va creciendo con la maledicencia, engorda como bola de nieve. Al parecer, a Peter de Bielau lo acuchillaron cruelmente. A Pfefferkom no lo salvó, dicen, ni el sagrado lugar, la iglesia en que lo alcanzara la muerte. Hanusz Throst huyó por la noche, mas resultó que el ángel de la venganza no sólo al mediodía sino hasta en las oscuridades de la noche ve y mata. Y como que yo fuera quien os diera esos nombres, eminencia, resulta de ello que tengo esos muertos en mi conciencia.

– Si queréis os doy la absolución. Aquí mismo. Y sin pagar.

– Mil gracias os doy. -El bohemio no podía no haber entendido la burla, pero la dejó pasar-. Mil gracias os doy, mas soy, como sabéis, calixtino y utraquista, no acepto la confesión oral.

– Vos os lo perdéis. -El obispo Conrado comentó con voz fría y un tanto despreciativa-. Os ofrecí no un ceremonial, sino tranquilidad para vuestro espíritu, y ésta no depende de la doctrina. Mas es vuestra voluntad el rechazarlo. Arregláoslas vos mismo a partir de ahora con vuestra conciencia. Yo no más os diré algo: que los tales difuntos, Bart, Throst, Pfefferkorn, Bielau… eran culpables. Pecaron. Y como escribe Pablo a los romanos: el pago por el pecado es la muerte.

– De igual forma está allí escrito -intervino Treparriscos- acerca de los pecadores: séales vuelta su mesa en lazo, y en red, y en tropezadero, y en paga.

– Amén. -Respondió el bohemio-. Eh, lástima, lástima que, ciertamente, el tal ángel o demonio sólo custodie la Silesia. No andamos faltos de pecadores allá en Bohemia… Algunos de nosotros, allá en la Dorada Praga, oran día y noche para que a ciertos pecadores los parta un rayo, para que los queme un relámpago… O los atrape un demonio. Si queréis os doy una lista. Con los nombres.

– ¿Pero qué lista? -preguntó Treparriscos con serenidad-. ¿Qué es lo que queréis? ¿Qué sugerís? Las gentes de las que aquí se hablara eran culpables y merecían el castigo. Mas Dios fue quien castigó su vida de pecadores. A Pfefferkorn matólo un colono celoso de su mujer, quien se colgó tras ello llevado de los remordimientos. A Peter de Bielau asesinólo en un arrebato de locura su propio hermano, taumaturgo y adulterino falto de seso. A Albrecht de Bart lo mataron los judíos llevados por la envidia, puesto que era más rico que ellos, algunos fueron aprehendidos, cantarán la verdad en el potro. Al mercader Throst lo mataron unos bandoleros, le gustaba andurrear de noche por los caminos y le pasó lo que tenía que pasar. Al mercader Neumarkt…