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—Excelente. Estoy seguro de que no habría sucedido sin tu intervención. He oído decir que tu trabajo es indispensable.

Jacob sacudió la cabeza para despejarse. De algún modo, Fagin había vuelto a tomar la iniciativa.

—Bueno, es cierto que pude ayudar en el problema de la Esfinge de Agua, pero desde entonces mi intervención no ha sido tan especial. Cualquiera podría hacer lo que he estado haciendo últimamente.

—¡Oh, eso es algo que me resulta muy difícil de creer!

Jacob frunció el ceño. Desgraciadamente era cierto. Y a partir de ahora, el trabajo aquí, en el Centro de Elevación, sería aún más rutinario.

Un centenar de expertos, algunos más cualificados que él en porp- psic, esperaban entrar a formar parte del equipo. El Centro probablemente le mantendría aquí, en parte por gratitud, ¿pero quería de verdad quedarse? Por mucho que amara a los delfines y el mar, últimamente su inquietud iba en aumento.

—Fagin, lamento haber sido tan brusco. Me gustaría saber por qué me has llamado… suponiendo que entiendas que la respuesta probablemente seguirá siendo no.

El follaje de Fagin se agitó.

—Tenía la intención de invitarte a una pequeña y amigable reunión con algunos dignos seres de diversas especies, para discutir un importante problema de naturaleza puramente intelectual. La reunión se celebrará este jueves, en el Centro de Visitantes de Ensenada, a las once. No te comprometerás a nada si asistes.

Jacob reflexionó un instante.

—¿Etés, dices? ¿Quiénes son? ¿De qué tratará esa reunión?

—Ay, Jacob, no tengo libertad para decirlo, al menos por tele. Los detalles tendrán que esperar hasta que vengas el jueves, si lo haces.

Jacob receló al instante.

—Dime, ese «problema» no será político, ¿verdad? Te estás acercando mucho.

La imagen del alienígena permaneció muy quieta. Su masa verdosa se agitó lentamente, como si reflexionara.

—Nunca he comprendido, Jacob —dijo por fin la voz aflautada—, por qué un hombre de tu educación tiene tan poco interés en el juego de emociones y necesidades que llamáis «política». Si la metáfora fuera adecuada, diría que llevo la política «en la sangre». Desde luego, es tu caso.

—¡Deja a mi familia fuera de esto! ¡Sólo quiero saber si es necesario esperar hasta el jueves para saber de qué va todo este asunto!

El kantén volvió a vacilar.

—Hay aspectos de este asunto de los que no conviene hablar a través de las ondas. Algunas de las facciones más talámicas de tu cultura podrían hacer mal uso del conocimiento si se enteraran. No obstante, déjame asegurarte que tu parte será puramente técnica. Es tu conocimiento lo que deseamos, y las habilidades que has usado en el Centro.

«¡Mentiroso! —pensó Jacob—. Quieres más que eso.»

Conocía a Fagin. Si asistía a aquella reunión, el kantén sin duda trataría de usarlo como cuña para implicarlo en alguna aventura ridiculamente complicada y peligrosa. El alienígena ya se lo había hecho en tres ocasiones anteriores.

Las dos primeras veces a Jacob no le importó. Pero entonces era otra clase de persona, de las que aman esas cosas.

Luego llegó la Aguja. El trauma en Ecuador cambió por completo su vida. No tenía ningún deseo de volver a vivir nada parecido.

Y sin embargo, Jacob se resistía a decepcionar al viejo kantén. En realidad, Fagin nunca le había mentido, y de los E.T. que conocía era el único que realmente admiraba la cultura y la historia humanas. Era físicamente la criatura más extraña que conocía, pero también el único extraterrestre que intentaba con todas sus fuerzas comprender a los terrestres.

Es mejor que le diga a Fagin la verdad, pensó. Si empieza a ejercer demasiada presión, le informaré sobre mi estado mental, los experimentos con autohipnosis y los extraños resultados que he estado obteniendo. No presionará demasiado si apelo a su sentido del juego limpio.

—Muy bien —suspiró—. Tú ganas, Fagin. Estaré allí. Pero no esperes que sea la estrella del programa.

La risa de Fagin silbó con un soniquete de flautas. — ¡No te preocupes por eso, Amigo-Jacob! ¡En este programa nadie te confundirá con la estrella!

El sol se hallaba aún sobre el horizonte cuando Jacob recorrió la cubierta superior hacia la piscina donde se encontraba Makakai. Un orbe benigno y sin rasgos distintivos gravitaba, oscuro y anaranjado, entre las nubes dispersas al oeste. Se detuvo en la baranda un momento para apreciar los colores del atardecer y el olor del mar.

Cerró los ojos y permitió que la luz calentara su rostro; los rayos penetraron su piel con amable insistencia. Por fin pasó las dos piernas por encima de la baranda y se dejó caer a la cubierta inferior. Una tensa y enérgica sensación había sustituido el cansancio del día. Empezó a tararear una canción… desafinada, por supuesto.

Una cansada delfín se acercó al borde de la piscina. Makakai le saludó con un poema ternario demasiado rápido para que pudiera entenderlo, pero parecía amistosamente desagradable. Algo referido a su vida sexual. Los delfines llevaban miles de años contando a los humanos chistes obscenos antes de que los hombres por fin comenzaran a criarlos de forma selectiva para desarrollar su cerebro y su habla, y empezaran a comprender. Makakai podía ser mucho más lista que sus antepasados, pero su sentido del humor era estrictamente delfinesco.

—Bien —dijo Jacob—. Adivina quién ha tenido un día muy atareado.

Ella le salpicó, más débilmente que de costumbre, y dijo algo muy parecido a «¡Anda y que te den!».

Pero se acercó más cuando él se agachó para meter la mano en el agua y saludarla.

2. CAMISAS Y PIELES

Hacía años que los antiguos Gobiernos norteamericanos habían arrasado la Franja Fronteriza para controlar los movimientos hacia y desde México. Se había creado un desierto donde antes se encontraban dos ciudades.

Desde el Vuelco y la destrucción de la opresiva Burocracia de los antiguos Gobiernos sindicados, las autoridades de la Confederación habían conservado aquella zona como parques. La zona fronteriza entre San Diego y Tijuana era ahora una de las áreas arboladas más grandes al sur del Parque Pendleton.

Pero eso estaba cambiando. Mientras conducía su coche alquilado a lo largo de la autopista elevada, Jacob vio signos de que el cinturón volvía a su antiguo cometido. A ambos lados de la carretera había cuadrillas trabajando, talando árboles y erigiendo finos postes a intervalos de cien metros al este y el oeste. Los postes eran vergonzosos. Jacob apartó la mirada.

Una gran pantana y un cartel blanco colgaban donde la línea de postes cruzaba la autopista.

Nueva Frontera: Reserva Extraterrestre de La Baja.
Los residentes de Tijuana que son no-ciudadanos deben presentarse al ayuntamiento para sus generosos bonos de reubicación.

Oderint dum metuant —gruñó Jacob mientras sacudía la cabeza. Que odien mientras teman. No importa que una persona haya vivido en una ciudad toda su vida. Si no tiene derecho a voto, tiene que quitarse de en medio cuando llega el progreso.

Tijuana, Honolulú, Oslo, y otra media docena de ciudades estarían incluidas cuando las reservas de etés aumentaran de nuevo. Cincuenta o sesenta mil condicionales, tanto permanentes como temporales, tendrían que ponerse en marcha para que esas ciudades fueran «seguras» para un millar de alienígenas. La molestia sería pequeña, por supuesto. La mayor parte de la Tierra estaba aún prohibida a los etés, y los no-ciudadanos todavía tenían espacio de sobra. El Gobierno ofrecía también grandes compensaciones.