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Belskiy le mostró aún durante largo rato los astros nocturnos. El profesor dio las gracias calurosamente a su Virgilio celeste y volvió a su habitación. Más tarde, se acostó, pero se quedó fantaseando sin conseguir dormirse.

En sus ojos cerrados saltaban enjambres de miles de astros, aparecían colosales nebulosas, negras cortinas de materia fría, gigantescos copos de gases luminosos…

Durante billones, trillones de kilómetros, todo estaba esparcido a distancias inimaginables en el vacío monstruoso y frío, en la eterna tiniebla, surcada sólo por arroyos de potentes radiaciones.

Las estrellas…, enormes masas de materia que se mantienen compactas por la gravedad que una desmesurada presión lleva a una altísima temperatura. La elevada temperatura provoca reacciones atómicas que aumentan la emisión de energía. A fin de poder resistir, para no explotar y conservar el equilibrio interior, las estrellas deben liberar cantidades enormes de energía, que es irradiada en el espacio bajo forma de calor, luz, rayos cósmicos. Y como si fueran centrales atómicas, alrededor de las estrellas giran los planetas, a los que éstas dan su calor.

En las monstruosas profundidades del espacio, los sistemas planetarios, junto a miles de millones de estrellas aisladas y de materia oscura y fría, forman un colosal sistema semejante a una rueda: la galaxia. A veces las estrellas se acercan, luego se alejan de nuevo por millones de años, naves de una misma galaxia. A distancias aún mayores navegan las galaxias, también parecidas a enormes navíos que se cambian los saludos de sus luces en un océano interminable de tinieblas y de hielo.

Observando el universo de modo tan vivo y directo, con sus espacios helados, las masas de materia incandescente, llevadas a temperaturas inconcebibles, haciéndose una clara idea de las distancias inaccesibles, de la increíble duración de los procesos celestes, en los que granitos de arena como la Tierra tienen una importancia insignificante, Shatrov había notado una sensación casi desconocida.

Al mismo tiempo, la orgullosa admiración hacia la vida y su más alta conquista, la mente humana, superaba en él todo extravío. La pequeña llama de la vida, tan fugaz, tan frágil, en grado de existir sólo sobre planetas semejantes a la Tierra, debe arder también en diversos puntos de aquellas muertas y negras profundidades del espacio.

Toda la estabilidad y la fuerza de la vida residen en su compleja organización, que apenas hemos empezado a comprender. Una organización alcanzada gracias a millones de años de evolución, de lucha de las contradicciones internas, de infinito sucederse de fuerzas nuevas más perfeccionadas que las antiguas. En esto reside la fuerza de la vida, su superioridad sobre la materia inerte. La terrible hostilidad de las fuerzas cósmicas no puede obstaculizar la vida, la cual engendra, a su vez, el pensamiento susceptible de comprender las leyes y (con su ayuda) de vencer las fuerzas de la naturaleza.

Aquí, sobre la Tierra, y allí, en las profundidades del espacio, florece la vida, poderosa fuente del pensamiento y de la voluntad, en el futuro capaz de transformarse en un torrente que se verterá sobre todo el universo. Un torrente que unirá los arroyos aislados en un inmenso océano de pensamiento.

Shatrov comprendió que las sensaciones de aquella noche habían despertado la fuerza adormecida de su pensamiento creador. Le empujaba el descubrimiento encerrado en la caja de Tao Li…

Continuaría actuando sin temor a lo nuevo, por increíble que fuese.

El segundo del vapor Vitim estaba negligentemente apoyado en la baranda, brillante al sol. Sobre el agua verde, la nave parecía adormecida, acunada por el ritmo del oleaje, rodeada por movedizos fulgores luminosos. Junto a él, un largo barco inglés de alta proa ondeaba perezosamente en el aire las dos blancas cruces de los gruesos mástiles, soltando por la chimenea volutas de denso humo.

La extremidad meridional de la bahía, casi recta y negra a causa de la espesa sombra, estaba interrumpida por una pared de montañas rojo oscuras estriadas de violeta.

El oficial oyó desde abajo un rumor de pasos pesados y vio en la escalerita de la plancha la maciza cabeza y las anchas espaldas del profesor Davydov.

— ¿Ya levantado, Ilya Andreevich? — saludó el científico.

Davydov entrecerró los ojos, volvió en silencio la mirada hacia la soleada bahía, luego miró al segundo, que le sonreía.

— Quiero ir a las islas Hawaii. Un sitio bonito, agradable… ¿Salimos en seguida?

— El capitán ha ido a tierra para las formalidades, pero todo está dispuesto. En cuanto llegue, partiremos. ¡Directamente a casa!

El profesor asintió, mientras metía una mano en el bolsillo en busca de cigarrillos. Gozaba del descanso, esos días de ocio obligado, tan raros en la vida de un pobre científico. Davydov volvía de San Francisco, donde había asistido como delegado al congreso de geólogos y paleontólogos, los estudiosos del pasado de la Tierra.

El científico deseaba hacer el viaje de regreso en una nave soviética, y el Vitim le había proporcionado la ocasión. Era agradable la parada en las Hawaii. Davydov conocía aquellas islas, rodeadas por grandes extensiones de agua del océano Pacífico. Ante la inminente partida, se sentía aún más satisfecho. En aquellos días de calma y de lenta reflexión, se habían amontonado en su mente muchos pensamientos interesantes, suponían nuevas consideraciones y sentía la necesidad de controlar, confrontar, desarrollar sus ideas. Pero esto le era imposible en la cabina de una nave, le faltaban los instrumentos necesarios, los libros, las notas, las colecciones…

Davydov se pasó la mano por una sien, lo que revelaba en él cierta irritación…

A la derecha del ángulo saliente del muelle de cemento se abría casi de improviso una amplia avenida de palmas. Las espesas copas cubrían las graciosas casitas blancas rodeadas de parterres multicolores, dejando filtrar una luz broncínea. Más allá, a lo largo de un promontorio, el verde de los árboles se hundía en el agua, sobre la que flotaba casi imperceptiblemente una barca azul con bandas negras. En la barca, algunos chicos y chicas exponían su esbelto cuerpo bronceado al sol y reían ruidosamente antes de zambullirse.

A través del límpido aire, los ojos présbitas del profesor distinguían todos los detalles de la cercana costa. La atención de Davydov fue atraída por un parterre redondo, que tenía en el centro una extraña planta: de un espeso cojín de hojas plateadas de forma de cuchillo, se levantaba, alta como un hombre, una flor roja fusiforme.

— ¿Conoce aquella planta? — preguntó, con interés, el profesor al segundo.

— No — contestó, distraído, el joven marino —. La he visto, he oído decir que la consideran una rareza… Ilya Andreevich, ¿es verdad que en su juventud fue usted marino?

Molesto por el imprevisto giro de la conversación, el profesor arrugó el ceño.

— Sí, pero ahora, ¿qué importa? — gruñó.

Desde un punto impreciso, más allá de las construcciones que sobresalían a la derecha, llegó el silbido de una sirena, que se reflejó en el agua inmóvil.

La cara del segundo adquirió entonces una expresión alarmada. Davydov miró, perplejo, a su alrededor.

Sobre la pequeña ciudad, y sobre la bahía abierta a la azul inmensidad del océano, reinaba, como antes, la calma. El profesor volvió su mirada a la barca de los bañistas.

Una muchacha morena, evidentemente hawaiana, saludó, erguida sobre la proa, a los marineros rusos, agitando una mano, y se zambulló. Las flores rojas de su traje de baño atravesaron el espejo esmeralda del agua y desaparecieron. Una lancha a motor atravesó velozmente la rada. Un minuto después apareció en el muelle un automóvil, del que descendió rápidamente el capitán del Vitim, que se dirigió corriendo hacia su nave. Una fila de banderas empezó a palpitar sobre el mástil de señales. El capitán se precipitó ansioso sobre la plancha, secándose el sudor que le caía sobre la cara con la manga de la blanca guerrera.