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Kate Hoffmann

Navidades perfectas

Navidades perfectas (2002)

Título Originaclass="underline" Unexpected angel (2000)

Serie: 1º Navidades perfectas

Capítulo 1

Era exactamente igual que el año anterior. La valla blanca, la casita con el tejado puntiagudo, los pajes con gorros de fieltro y cascabeles en los tobillos… y el árbol de Navidad lleno de luces.

El corazón de Eric Marrin dio un vuelco y tuvo que apretar las manoplas para que no le temblasen las manos.

Nervioso, miró por encima de un niño gordito para ver al hombre de la barba blanca; el hombre que la mitad de los niños de Schuyler Falls, en Nueva York, habían ido a ver aquella tarde.

– Santa Claus -murmuró, con voz llena de emoción.

Mientras esperaba en la cola para sentarse en las rodillas de Santa Claus, se preguntó si su nombre estaría en la lista de los niños buenos o en la de los que recibirían carbón.

Entonces repasó su comportamiento durante los últimos doce meses…

En general, se había portado bien. Bueno, además de meter una culebra de agua en el fregadero y poner sus zapatillas llenas de barro en la lavadora junto con las mejores camisas de su padre… Y también lo pillaron con sus mejores amigos, Kenny y Raymond, colocando peniques en las vías del tren para que los aplastasen las ruedas.

Pero en general, en los siete años y medio de su vida, nunca había hecho nada malo a propósito… excepto quizá aquel día. Aquel día, en lugar de volver a casa después del colegio, había tomado un autobús para ir a los almacenes Dalton. Viajar solo en autobús era algo prohibido por su padre y seguramente acabaría sufriendo el peor castigo de su vida… Pero tenía una buena razón para arriesgarse.

Los almacenes Dalton eran considerados por todos los alumnos del colegio Patrick Henry como el santuario de Santa Claus. Desde el Día de Acción de Gracias hasta Nochebuena, riadas de niños subían a la segunda planta para sentarse en sus rodillas.

Raymond decía que el Santa Claus de los almacenes Dalton era mucho mejor que cualquier otro en Nueva York. Los otros, según él, solo eran ayudantes. Aquel era el verdadero y podía hacer que los sueños se convirtiesen en realidad. Kenny incluso conocía a un niño que había conseguido un viaje a Florida.

Eric metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó su carta. Después de escribirla con sumo cuidado a rotulador, la guardó en un sobre de color verde hierba. Y luego le puso unas cuantas pegatinas para asegurarse de que llamaba la atención entre todas las demás.

Aquella era la carta más importante que había escrito en toda su vida y haría lo que fuera necesario para que llegase a manos de Santa Claus.

Vio entonces que una niña con un abrigo de lana azul echaba su carta en el buzón. Era un sobre blanco escrito con muy mala letra. Eric sonrió. Su carta era más llamativa. Cerrando los ojos frotó su penique de la suerte, que llevaba en el bolsillo.

Todo iba a salir bien.

La fila de niños se movía y Eric tocó la carta de nuevo. Primero le explicaría su caso a Santa Claus y, si tenía oportunidad, le metería la carta en el bolsillo. Imaginaba al anciano de barba blanca encontrándola a la hora de cenar… estaba seguro de que la leería inmediatamente.

Entonces arrugó el ceño. Si quería hacer las cosas bien debía ir todos los días con una carta nueva… por sí acaso. Santa Claus se daría cuenta de lo importante que era aquello para él. Incluso cabía la posibilidad de que se hicieran amigos. Santa Claus lo invitaría a visitar el Polo Norte y él podría llevarlo al colegio para presentárselo a sus compañeros. La antipática de Eleanor Winchell se moriría de envidia.

Por supuesto, Eleanor había leído su carta en clase de la señorita Green, un recital de todo lo que necesitaba para pasarlo bien en Navidad: vestiditos, cuentos, muñecas… Y también informó a toda la clase que pensaba ser la primera en la cola en cuanto los almacenes Dalton recibieran a Santa Claus.

Secretamente, Eric esperaba que esa carta se perdiera entre todas las demás. O que Eleanor se cayera al río Hudson y la corriente se la llevara a miles de kilómetros para atormentar a otros niños. ¡Era mala y envidiosa y, si Santa Claus no podía verlo por su carta, no se merecía tener un trineo mágico!

Eric no había pedido un solo juguete. Y su regalo de Navidad no era nada egoísta porque servía tanto para su padre como para él.

Habían pasado dos años desde que su madre se marchó. Entonces tenía cinco y medio, casi seis. Ya habían puesto el árbol de Navidad en el salón… y entonces se marchó. Y después todo fue tristeza.

Las primeras navidades sin ella fueron difíciles, sobre todo porque Eric esperaba que volviese. Pero las últimas fueron peores. Su padre ni siquiera se molestó en poner el árbol. Dejaron a Thurston, su labrador negro, en una residencia canina y se fueron a Colorado a esquiar. Los regalos de Navidad ni siquiera estaban envueltos y sospechaba que Santa Claus no había pasado por allí porque estaban en un dúplex con una chimenea muy estrecha.

– Niño, tú eres el siguiente.

Una de las ayudantes de Santa Claus, vestida con una casaca de lunares rojos y mallas verdes, había abierto la verja y lo miraba con gesto de impaciencia. En la casaca llevaba una etiqueta con su nombre: Twinkie.

Él dio un paso adelante, tan nervioso que apenas recordaba lo que tenía que decir.

– ¿Qué vas a pedirle a Santa Claus? -le preguntó Twinkie.

Eric la miró, receloso.

– Eso es un secreto entre él y yo.

La ayudante soltó una risita.

– Ah, el viejo acuerdo de confidencialidad entre Santa Claus y los niños.

– ¿Eh?

– Nada, nada.

– ¿Tú lo conoces bien?

– Como todos sus ayudantes.

– Pues podrías echarme una mano -dijo Eric entonces, sacando el sobre del bolsillo. Si Santa Claus no recordaba quién era, a lo mejor Twinkie podría recordárselo-. Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante -añadió, sacando un paquete de chicles del bolsillo-. ¿Tú crees que él…?

Twinkie observó el sobre.

– Eric Marrin, ¿eh? Lo siento, pero Santa Claus no acepta sobornos.

– Pero yo…

– Vamos, te toca -dijo ella entonces, empujándolo.

Eric repasó mentalmente todo lo que iba a decir mientras se sentaba sobre la rodilla de Santa Claus, respirando profundamente para darse valor.

Olía a menta y a tabaco de pipa y tenía la barriga muy blandita, así que se apoyó en ella y lo miró a los ojos. Al contrario que su antipática ayudante, Eric vio que aquel hombre era paciente y amable.

– ¿Eres Santa Claus de verdad?

Algunos niños del colegio decían que Santa Claus no era real, pero aquel señor parecía muy real.

El anciano sonrió.

– Claro que sí, jovencito. ¿Cómo te llamas y qué puedo hacer por ti? ¿Qué juguetes quieres para Navidad?

– Me llamo Eric Marrin y no quiero juguetes -contestó él, muy serio.

– ¿No quieres juguetes? Pero todos los niños quieren juguetes en Navidad.

– Yo no. Quiero otra cosa. Algo mucho más importante.

Santa Claus tomó su cara entre las manos.

– ¿Y qué es?

– Yo… quiero un árbol de Navidad con muchas luces. Y quiero decorar mi casa con renos de plástico y espumillón. Quiero galletas de Navidad y villancicos. Y en Nochebuena quiero dormirme delante de la chimenea y que mi padre me suba en brazos a la cama… Y el día de Navidad quiero un pavo y pastel de chocolate…

– Para, para, respira un poco -rió Santa Claus.

Eric tragó saliva, sabiendo que quizá estaba pidiendo un imposible.

– Quiero que sea como cuando mi mamá vivía con nosotros. Con ella la Navidad siempre era especial.

El anciano se quedó callado un momento y Eric pensó que iba a echarlo a empujones de su casita por pedir demasiado. Conseguir juguetes era algo muy fácil para alguien que tiene una fábrica, aunque sea en el Polo Norte, pero su deseo era mucho más complicado.