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– Y de este modo… Las pruebas triunfaron. La ciencia salió victoriosa. William King, un anatomista irlandés, afirmo que el fósil pertenecía a una nueva especie humana. Se fundaba la paleontología. Aquella criatura fue reconocida, bautizada, analizada. Y le dieron un nombre que procedía del valle de las flores alpinas y de nuestro amado Joachim Neumann, director de colegio que escribía rimas insufribles.

– Y ahora, señoras y señores, vean a la estrella de nuestro espectáculo… -dijo Susan, cuya voz alcanzo un tono de vociferador carnavalesco, al tiempo que alzaba el puno y pulsaba el botón con el pulgar-. ¡El Homo sapiens neanderthalensis, mas conocido por todos ustedes como el hombre de Neandertal!

El aula quedó casi a oscuras cuando aquella figura gigante la invadió con su presencia. Era inmenso, hirsuto y ocupaba toda la pantalla. Aquel rostro demasiado largo resultaba extrañamente familiar por la gran cantidad de imágenes que habían visto de el y los cientos de sueños solo semirrecordados: la frente inclinada hacia atrás, las sobrecejas gruesas, horriblemente abultadas, la nariz prominente, ligeramente ganchuda, y el mentón redondo y huidizo. Era deforme, de una fealdad indecible, pero guardaba un parecido tan asombroso con la cabeza humana que las diferencias eran todavía mas grotescas. Era como si una mano enorme hubiera cogido una cabeza de cera y la hubiera alargado brutalmente.

Al lado del hombre de Neandertal, Susan parecía una enana. Al cruzar la tarima delante de su pechó peludo, sin prestar atención a la colosal figura que la acechaba a sus espaldas, el contraste le daba el aspecto amenazador; parecía King Kong espiando por la ventana a Fay Wray.

Aquel dibujo, del ilustrador checo Zdenek Burian, era su favorito. Le gustaba como había conseguido darle una expresión claramente humana. Había algo en las arrugas de la boca que recordaba a las que se forman al sonreír y aquellos ojos feroces e inteligentes parecían mirar a lo lejos, como si estuvieran contemplando algo digno de ser recordado para siempre; la propia extinción, quizás. Eran tan sagaces, tan nostálgicos y tan desesperanzados… Y aquellos hombros encorvados parecían doblados por un inefable cansancio.

Aquello no era una bestia. Era un ser idéntico al hombre.

Matt no concedía ningún crédito a los presagios -era demasiado escéptico para creer que el universo estuviera regido por una fuerza, ni siquiera por una fuerza malévola-, pero era incapaz de ahuyentar la convicción de que aquella nube de polvo no auguraba nada bueno. La sensación, ahora que el coche se acercaba, era cada vez más fuerte, aunque intentaba disimularlo delante de sus alumnos.

– Quizá vienen a traernos la pizza que hemos encargado -bromeó cuando acabaron de comer la carne de cabra recalentada de la noche anterior acompañada de cerveza Tusker tibia.

Cogió su vaso y, alejándose por la colina, fue a sentarse en una piedra grande desde donde podía contemplar la parte inferior de la excavación: el foso cavado en zanjas de estratos superpuestos, las carretillas con unas cribas encima, el viejo remolque que les servía de laboratorio, las cajas de herramientas que habían dejado en el suelo y que parecían pequeños ataúdes de madera. Era increíble; en aquel momento su mundo se reducía a aquel lugar, todos los demás carecía de importancia.

Pensó en todos los hallazgos que habían visto la luz a lo largo de las décadas: fragmentos de huesos y de dientes, raspadores y puntas de flechas de piedra, piezas, todas ellas, que formaban un rompecabezas. En las ultimas décadas, el conocimiento del hombre del Paleolítico inferior había crecido de forma exponencial, pero ¿que se sabia en realidad de su universo, de su mentalidad y de su alma?, ¿que sentido le daba al mundo antes de dormirse, por las noches?, ¿cual era su reacción al ver una puesta de sol o un gamo al galope?

Sentado allí, Matt imagino al hombre prehistórico en aquel mismo lugar en el que se encontraba el. Tal vez aquello era la orilla de un lago de grandes dimensiones, a juzgar por los depósitos de sedimentos. Las colinas que había detrás de el estaban llenas de cuevas profundas cuya entrada daba casi a la orilla del agua. Era un sitio muy seguro, y la seguridad era lo más importante. Matt sabía algunas cosas del hábitat y de las creencias de aquella criatura e intento evocar la parte más oscura de su personalidad: era un guerrero y a la vez una sombra temerosa y trémula que buscaba guarecerse en el interior de la cueva. Se esforzó, como lo había hecho en múltiples ocasiones, por olvidarse de si mismo y experimentar los miedos que debió de sentir aquel ser, oler los olores que debieron de serle familiares: el olor a sangre, el olor a grasa, el olor a pelo; y trato de meterse en aquel cerebro que debió de tropezar con el mismo una y otra vez, pues solamente era capaz de comprender unos cuantos gruñidos débiles, y nada mas. Pero que difícil era llegar a saber algo con certeza.

¿Seria posible, aunque solo fuera por una centésima de segundo, sentirse de algún modo unido a una criatura tan primitiva y mucho mas grande que nosotros que había pasado por allí hacia miles de años?

El Land Rover giró, se metió en el centro del campamento con un gran estruendo y frenó bruscamente, envuelto en una nube de polvo que se desvaneció cuando se paro el motor.

Un hombre salto del asiento trasero y se acercó a ellos a buen paso. Tenía un aspecto extraño. Daba la impresión de que el pelo le caía en espesos mechones. Aunque de constitución pesada, parecía sorprendentemente ágil, era blanco y debía de tener unos cuarenta años. Llevaba botas de excursionista, una chaqueta de safari de las que se ponen los turistas en las republicas bananeras y unas gafas de sol integrales.

– ¿El doctor Mattison? -Se dirigió directamente a Matt y le tendió amigablemente una mano carnosa.

Matt se la estrechó; el apretón fue más fuerte de lo que Matt se había imaginado.

– ¿O debería decir: ‹‹El doctor Mattison, supongo››? Después de todo, estamos en África. O al menos eso creo. Aunque no estoy muy seguro…

Tal vez me he equivocado de camino en medio de tanto polvo.

– Y tú eres…

– Van Steeds. Frederick. -Hizo una pausa-. La gente me llama Van.

Aquel nombre le era familiar a Matt, aunque no sabia muy bien de que le sonaba. El visitante se quito las gafas para limpiarlas y dejaron al descubierto una cara regordeta y unos ojos grises que lanzaron unas miradas rápidas en derredor que le daban un aire inquisitivo, si no furtivo. Doblo la espalda y se sacudió los pantalones, lo que levantó una gran polvareda.

– ¡Mire! No entiendo como pueden acostumbrarse a vivir con tanto polvo.

Matt se dio cuenta de que Van miraba la mesa.

– ¿Quieres comer algo?

– Bueno, no le digo que no.

Los estudiantes le hicieron sitio; uno de ellos se fue a la despensa y volvió con unas lonjas de carne, pan y una cerveza.

El conductor del Land Rover se había sentado debajo de una acacia y se había quedado dormido al momento, con las maños abiertas tendidas en el suelo. Van se lo quedó mirando.

– No se que les pasa a estos tíos. En cuanto salen de un coche, se quedan dormidos. Como si esto estuviera en el contrato.

– Khat -dijo uno de los estudiantes-. Masca khat.

– ¡Oh no! ¿Como lo sabes?

– Por los ojos. Tenía las pupilas dilatadas.

Aquí todo el mundo masca khat.

– La madre que lo parió.

Matt se cansó de aquella conversación intrascendente.

– Escucha, Van, te agradezco que hayas hecho un viaje de cuatro horas desde Djibouti en pleno día, pero…

– Diez, para ser exactos. Aterrice en Hargeisa, fui hasta Djibouti en coche y allí alquile el Land Rover. Este dijo que sabía el camino, pero se ha perdido dos veces.

– Ya. Bueno, ahora que estas aquí, ¿podrías decirnos por que has venido?

– Desde luego -dijo Van, con una sonrisa inescrutable en los labios. Matt se dio cuenta de que disfrutaba ocultando su secretito-. Solo una cosa… -Miro a los otros. Tengo que hablar a solas con usted.