Выбрать главу

No veía ninguna salida de la zanja. Las paredes eran demasiado empinadas para escalarlas. A un lado había una prometedora cornisa elevada. Si consigo agarrarme a ella podré izarme, pensó. Pero estaba demasiado alta, fuera de su alcance incluso saltando. Tendría que subirse en algo.

Susan aun seguía trastornada por su encuentro con Quiuac. Sabia con certeza que volvería y era improbable que su truco funcionara por segunda vez. Guardo el espejo en su bolsillo de todos modos solo para tenerlo a mano. Un sexto sentido le avisaba de que algo estaba ocurriendo en la caverna, por encima de su cabeza, una desazón que sugería el inminente comienzo de alguna actividad o ceremonia. Pueden ser preparativos para mi propio sacrificio, pensó.

Le tenia pánico al dolor. Siempre lo había tenido. No temía tanto a la muerte como a la tortura. Y aquellos monstruos eran capaces de torturarla, no con algún fin inicuo, sino simplemente porque carecían de empatía hasta el punto de que no se molestaban en sopesar las consecuencias de sus actos.

Los pensamientos de Susan fueron interrumpidos por una algarabía procedente de la caverna. Miro hacia arriba, pero apenas veía nada porque el resplandor de las antorchas encendidas lo desdibujaba todo excepto las recias piernas plantadas al borde del foso. En la acentuada oscuridad parecía haber una fila de criaturas que sujetaban algo, quizás un sudario – ¿era la prenda que debía vestir como novia de la muerte?-, y ahora lo sostuvieron en alto justo encima de la zanja y lo soltaron. Se estrello pesadamente contra el fondo con un sonido blando y Susan pudo ver dentro del haz de luz un brazo que se desdoblaba y después una pierna. Era un cuerpo humano. Las criaturas se marcharon.

Lenta y cautelosamente, Susan se acercó al bulto, se agacho a su lado, saco la mano de detrás de la espalda y le dio la vuelta. ¡Era Kellicut! Su rostro estaba distorsionado, de algún modo terriblemente encogido, y sus ojos estaban vidriosos y desorbitados. Con un respingo, soltó el cadáver, que cayo de bruces, y Susan vio una ancha y profunda herida al final del espinazo. A través de la herida pudo ver el interior del cráneo; gritó una vez, y después otra, porque podía ver el hueso por dentro. El cráneo estaba vacío. Faltaba el cerebro.

Las criaturas salieron lentamente de la cueva, contemplando temerosas el ídolo como si pudiera fulminarlos en cualquier momento. Algunos parpadeaban como si estuvieran mirando directamente al sol. La rodearon y los mas valientes se aproximaron y extendieron la mano, inseguros, hasta tocar la base de madera sobre la que reposaba.

Desde su escondite, Matt los observaba nerviosamente mientras ahuyentaba una nueva preocupación: quizá la deidad era demasiado feroz, quizá no reunirían el valor para moverla. Todo dependía de que la trasladaran al interior de la caverna. Se había convencido de que esa seria su reacción instintiva, pero tal vez los había juzgado mal, tal vez el también era incapaz de penetrar en su mundo mental y predecir su conducta. Aun estaba íntimamente convencido de que uno de ellos, el propio Quiuac, querría apoderarse de aquella creación, poseerla, utilizarla para aumentar su poder.

En aquel preciso instante, como si Matt lo hubiera conjurado, Quiuac apareció a la entrada de la caverna. Su alta y musculosa figura y la cinta de piel de mono que engrosaba su frente eran inconfundibles. Matt vio la empuñadura del revolver centelleando a la luz del sol cuando la criatura se irguió en toda su estatura, examinando el ídolo y después -el único que lo hizo-oteando el horizonte.

Rápidamente Matt se acurruco en el escondite. Su rodilla choco contra la espalda de Sergei y juntos se acurrucaron en la oscuridad mientras la misteriosa sensación de peligro se arrastraba por su cortex, empezando en el centro y extendiéndose hacia fuera como la tinta en el agua. Sergei estaba aterrorizado. Aferro el brazo de Matt y lo apretó con tanta fuerza que le corto la circulación, hasta que Matt se desasió y le dio una palmadita en la rodilla. Pronto, la sensación paso.

– No te preocupes -dijo Matt-. Solo era una pequeña exploración. Probablemente ya no haya peligro, podemos salir.

Desde la loma observaron a las criaturas esforzarse como liliputienses para izar la gigantesca estructura hasta la caverna. Algunos empujaban y otros tiraban, pero no fueron capaces de arrastrarla hasta que adivinaron la finalidad de las cuerdas. Matt los apremiaba silenciosamente, resistiéndose al impulso de gritarles instrucciones sobre como utilizar algo tan elemental como la rueda. Por fin pareció ocurrírseles el concepto y la construcción avanzo sobre sus rodillos, lenta y penosamente, como un esquife navegando con una brisa caprichosa. La espera se hizo eterna, pero finalmente llegaron a la boca de la caverna y se entretuvieron allí un rato mientras, mas lejos, unas oscuras siluetas despejaban el camino de piedras. Al fin, el ídolo se puso en marcha y fue engullido por el oscuro agujero.

– ¡Vamos! -gritó Matt, y estaba en pie y corriendo antes de que Sergei saliera del escondite.

Bajaron corriendo de la loma, cruzaron el claro y subieron por la ladera hasta llegar junto a la caverna. Matt aguzo el oído: oyó una cacofonía de ruidos, piedras golpeando, troncos rodando, gruñidos, pisadas, roces y crujidos, pero ninguno sonaba demasiado cerca y se deslizo al interior.

Sergei le pisaba los talones. Esperaron unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, aplastándose contra la pared de la cueva para evitar que su silueta se recortara sobre el telón de fondo de la luz solar. Mas adelante, justo donde el túnel formaba una curva, vieron al ídolo bamboleándose como un buque insignia y virando para mostrar su costado, con los detalles distorsionados por la luz de las antorchas y proyectando sombras pavorosas sobre la piedra. El redoble de tambores empezó como por ensalmo, lento, firme y ominoso.

Matt tuvo que refrenarse conscientemente. Cuando calculo que había pasado el tiempo suficiente, se escabullo por el túnel con Sergei pisándole los talones hasta que llego a la curva, y allí se detuvo para espiar al otro lado de la lisa superficie de roca. La escena que vio ante el era de pesadilla.

El ídolo ocupaba el centro de la caverna; parecía todavía mayor en el interior y el doble de horrendo, rodeado por los dientes mellados de las estalactitas y los puñales invertidos de las estalagmitas. Alrededor del cuero cabelludo del oso revoloteaban los murciélagos. El ídolo estaba rodeado de guerreros por los cuatro costados y, como advirtió Matt al punto, todos iban provistos de porras y lanzas. En un lado los percusionistas aporreaban sus instrumentos, cuencos de madera oscura recubiertos de piel tensada. Otros llevaban antorchas encendidas. Y presidiéndolo todo, vestido con sus galas habituales, sentado en un banco tallado que actuaba de trono, estaba Quiuac.

Quiuac se puso en pie y los percusionistas se detuvieron.

Alzo la vista y miro al ídolo, al parecer vacilante, como si tratara de leerlo una y otra vez para descifrar su secreto. Todos contemplaban la espantosa imagen. Quiuac hizo un gesto y otras criaturas trajeron brazadas de leña, que amontonaron alrededor de la estructura. Cuando estos terminaron los músicos reiniciaron el redoble, pero Quiuac les obligo a callar. Volvió a levantarse y miro fijamente la estatua, intentando desvelar su misterio, llegar a todos los rincones de sus entrañas con su poderosa visión interna. Algo en alguna parte iba mal. Mortalmente mal. En aquel momento, del interior del ídolo, surgió un gritó, al principio vacilante, pero pronto insistente, un gemido agudo, un sonido de duelo.

Era el gritó de alarma de los homínidos. Las criaturas retrocedieron aterrorizadas, tropezando unas con otras en medio de la sorpresa. Pero Quiuac se precipito hacia la estructura como si hubiera esperado algo semejante. Cogió una antorcha y con movimientos frenéticos prendió la leña, moviéndose apresuradamente alrededor de toda la base hasta que las llamas se elevaron por todas partes.