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Una sola imagen puso en marcha todas las demás, y una furiosa sensación de contrariedad la invadió. Hacía años que no se caía de un caballo, y el comportamiento de Sleeth había sido siempre

predecible.

Sólo que Sleeth no se había mostrado terca ni temperamental. Se había mostrado aterrorizada.

Anghara no había tenido más que problemas con la yegua mientras cabalgaba por la llanura. Sleeth esquivaba las sombras, veía fantasmas y enemigos detrás de cada nudoso matorral y en los contornos de cada roca. Se movía de lado, resoplaba, sacudía la cabeza en un esfuerzo por deshacerse de su jinete... Había resultado cada vez más ingobernable con cada metro recorrido. Pero ¡a furia de la princesa se negaba a aplacarse; controlaba a Sleeth con ferocidad y la obligaba a seguir adelante, y la reticencia de la yegua sólo servía para reforzar su propia determinación. Por último, empero —y Anghara no podía recordar cuánto tiempo había transcurrido o cuánto camino habían recorrido, antes de que sucediera—, Sleeth se había dejado dominar por el pánico. Un relincho agudo, un encabritamiento incontrolable, y la princesa había salido despedida de la silla, pasando ignominiosamente por encima de la cabeza de Sleeth para estrellarse, perdiendo el conocimiento, contra el duro suelo.

No hubiera debido de ser tan temeraria. La rabia que la había corroído durante todo el día se había convertido en cenizas ahora, y lamentó con amargura su terquedad. Olvídalo, había dicho Imyssa; e Imyssa estaba en lo cierto. Su insistencia por cabalgar hasta aquel abandonado y agreste lugar no le había acarreado más que problemas; ahora con toda seguridad Sleeth se habría desbocado y huido a casa, dejándola sola, aturdida y posiblemente perdida en aquella vasta y hostil tierra de nadie.

La princesa se sentó con movimientos lentos y deliberados y se frotó los ojos. Las pestañas estaban incrustadas de arena y todo le parecía borroso. Se preguntó cuánto tiempo había permanecido en el suelo; a través de sus ojos llorosos podía ver que el cielo aún estaba iluminado, pero el calor del día había dado paso a un desagradable y hostil viento helado. Algo se movió a poca distancia, pero no era más que una mancha borrosa: se frotó los ojos otra vez, y por fin el mundo se aclaró ante ellos.

Sleeth no había huido. En lugar de ello permanecía a unos veinte metros de donde se encontraba Anghara. La yegua tenía la cabeza gacha y mostraba un aspecto deprimido y derrotado; contemplaba a Anghara inquieta, y no hizo la menor intención de acercarse.

Sleeth. Acércate, chica. Acércate. —La voz de Anghara sonó temblorosa; la caída le había hecho perder casi por completo el control de sus facultades.

Sleeth agitó la cabeza nerviosa, pero no se movió.

¡Sleeth!

Sleeth siguió sin querer obedecer; aunque ahora Anghara se dio cuenta de que la yegua se debatía entre las exigencias conflictivas de las órdenes que se le había enseñado a obedecer y su propio miedo innato. Quería acercarse a su dueña, pero no podía. No se atrevía.

El último sorprendente fragmento de su dispersa memoria encajó en su lugar, y la princesa comprendió por qué estaba tan asustado el animal.

Sleeth estaba a la luz del sol; pero Anghara estaba en la sombra. Una sombra alargada, angulosa y extraña. Supo lo que era antes de reunir el valor necesario para volver la cabeza: la había visto crecer a partir de un lejano punto mientras forzaba a la poco dispuesta yegua a recorrer la llanura, tomar forma, desarrollar consistencia, convertirse en algo tridimensional, hasta que finalmente ya no era una sombra de su imaginación sino una amenazadora y tangible realidad.

La Torre de los Pesares.

Una sensación de náusea la recorrió y su estómago se contrajo. Reprimió el espasmo tan bien como pudo, en un intento de convencerse de que su terror era irracional. Pero no podía deshacerse de él. La leyenda tenía demasiados años, el lugar había estado abandonado demasiado tiempo; y las palabras de la balada de Cushmagar resonaron como un eco sobrenatural en sus oídos. Ningún ojo humano se posará sobre su puerta y ningún pie humano mancillará la tierra que la rodea. Tabú. Un lugar prohibido. Una voz interior le gritó que se levantara y corriera hacia Sleeth, cabalgara hacía el norte tan deprisa como le fuera posible a la yegua y no volviera ni una sola vez la vista atrás. Sus dedos escarbaron entre el polvo mientras se ponía en cuclillas, dispuesta a obedecer aquel impulso...

Y antes de que pudiera detenerlo, algo oscuro, primario, más allá de su control, la obligó a volver la cabeza.

Aspiró con fuerza de forma involuntaria y el sonido fue como un chasquido en medio del silencio que la rodeaba. A menos de treinta metros de ella la Torre de los Pesares se elevaba hacia el cielo, ocultando el sol que empezaba a descender hacia su ocaso. La gran pared que tenía frente a ella estaba de perfil, y desde allí la sombra proyectada por la torre se extendía como un dedo gigantesco y maligno para tocarla. Casi le pareció como si la sombra la hubiera rodeado en un impuro abrazo que, incluso aunque se apartara de sus garras, seguiría llevando su mancha bajo la luz del sol. Clavó los ojos en el enorme monolito, sintiendo como si por su sangre corrieran serpientes, paralizada por la terrible enormidad de su transgresión.

Era una construcción sólida, una estructura rectangular que resultaba extraña a las suaves curvas de la arquitectura de las Islas Meridionales. Y aunque los siglos habían desgastado y suavizado sus contornos, algo en aquella anormal estructura de cantos duros llenó a Anghara de repugnancia. Era fría, anónima, su fachada de lisa e imponente piedra carecía por completo de ventanas y del más mínimo adorno. Anghara se sentía empequeñecida. La torre, como un gigantesco animal de presa, parecía absorber la vida y la fuerza de su cuerpo, y tuvo la terrible sensación —ilusión, se dijo, ilusión— de que si no escapaba de su influencia rápidamente se quedaría paralizada allí mismo y echaría raíces como los retorcidos matorrales en aquel horrible lugar.

Sleeth lanzó un agudo relincho. El hechizo de la torre se hizo añicos, y Anghara giró la cabeza con rapidez. Vio que la yegua parecía alerta, la cabeza levantada ahora como si hubiera escuchado un sonido que estuviera fuera del alcance de los oídos de la muchacha. Percibió el temor de la yegua, y de nuevo se apoderó de ella el impulso de huir.

Pero no podía. No ahora que estaba tan cerca. Muy despacio, se volvió para mirar de nuevo a la Torre de los Pesares, y consiguió controlar su desbocada imaginación. Era una torre, nada más; un edificio construido por manos tan humanas como las de los artesanos que habían levantado Carn Caille. Piedra y mortero, vulnerable a los elementos. No poseía ningún poder sobrenatural, no alojaba ningún demonio excepto aquellos que sus propias pesadillas habían creado. Y deseaba exorcizar a esos demonios, de una vez por todas.

Sin darse cuenta ya había dado un paso en dirección a la torre, y tan sólo el agudo y asustado relincho de Sleeth la hizo detenerse de nuevo.

—No —dijo en voz alta, sin saber si le hablaba a la yegua o a sí misma.

La palabra se perdió en la vacía planicie sin levantar un solo eco. No se atrevía a acercarse. No debía acercarse: estaba mal, prohibido...