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—¿Mi señor? —El desconcierto arrugó el rostro de Creagin.

Fenran, que se sujetaba al respaldo de su silla para evitar que se le doblaran las rodillas, comprendió que el capitán de la guardia no podía saber lo que acababa de suceder allí. Su llegada se debía a pura coincidencia. O —e intercambió una temerosa mirada con Kirra— a algo mucho más siniestro...

Kalig consiguió recuperar su agitada serenidad y, con un gran esfuerzo, descendió de la plataforma para ir al encuentro del capitán.

—Os pido perdón por la intrusión, mi señor. —Creagin, rechoncho y moreno y bastante más bajo que el rey, realizó una torpe reverencia, pero su mirada siguió su inquieto paseo por la sala.

—Creagin —Kalig habló sucintamente—. ¿Qué sucede?

—Algo raro acontece en el sur, señor. He pensado que era mejor informaros en lugar de esperar a averiguar más cosas.

Un agitado murmullo se elevó de aquellos que estaban lo bastante cerca para haberlos escuchado, y Fenran notó un vacío en el estómago. Kalig acalló los murmullos con una severa mirada.

—¿Qué tipo de cosa extraña, Creagin?

—No lo sé con exactitud, señor. El centinela que lo vio primero pensó que tenía que ver con el clima, pero...

—¿El clima? —interpuso Kirra, con voz temblorosa.

—Sí, señor. Una tormenta, pero de una fuerza inhabitual. Unas nubes negras como jamás las había visto antes, sólo que no son nubes —Creagin se agitó incómodo cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro; militar como era, no comprendía más allá de las cosas que poseyesen un fundamento lógico, e intentar explicar aquello era obvio que no le gustaba—. No sé exactamente lo que es, pero viene desde el sur a toda velocidad, tal y como lo veo no tardaremos en quedar en medio de ello.

Kalig murmuró:

—Que la Madre Tierra nos ayude... —y cuando se volvió para mirar a Fenran y a Kirra su rostro había perdido todo rastro de color.

El arpa, pensó Fenran; y sintió cómo una sensación de náusea se apoderaba de él.

—¿Señor? —Creagin no se dejó anonadar—. ¿Hay algo...?

El rey lo interrumpió a mitad de la frase.

—Sí, Creagin, lo hay. Kirra, Fenran —giró sobre sus talones y su voz se elevó como un rugido en medio de la sala—; todos aquellos de vosotros que estéis en condiciones y podáis empuñar un arma: ¡id al torreón!

Los bancos arañaron el suelo mientras los hombres y un gran número de mujeres se ponían en pie precipitadamente, y una tremenda algarabía se alzó en la estancia cuya atmósfera se recargó de tensión. Kalig escuchó a su espalda cómo Imogen intentaba calmar a sus doncellas, pero no tenía tiempo para volverse a mirarla. Creagin, aún sin comprender, pero dándose cuenta de la urgencia con el instinto de un soldado, se unió al grupo que se precipitaba hacia la puerta, y siguió a Fenran y a Kirra, quienes corrían detrás del rey hacia afuera de la sala.

Kalig corrió por el helado y mal iluminado pasillo situado al otro lado de la puerta, y mientras lo hacía sacó su espada en un reflejo automático; no era su pesada espada de combate de doble mango, pero tendría que servir en una emergencia. Se percató con alivio de que Fenran y Kirra también iban armados; otros se dirigían a toda prisa hacia el arsenal a buscar más armas, y Kalig encontró tiempo para agradecer que la superflua tradición que en época de su padre había asegurado una reacción rápida ante la menor provación, hubiera resultado ser una costumbre difícil de abandonar.

Las antorchas llameaban y danzaban en sus soportes a causa de las corrientes de aire provocadas por los hombres que corrían. Por fin, Kalig salió al patio, y a una caótica y aterradora escena.

El sol se había puesto, pero el patio estaba lleno de luces temblorosas que se movían de un lado a otro y convertían la oscuridad en una sombría pesadilla. Los hombres corrían mientras los sargentos rugían sus órdenes; un grupo subió a toda velocidad los escalones que conducían a las murallas mientras los centinelas gritaban y gesticulaban. Kalig no se detuvo, sino que se dirigió directamente a las escaleras al tiempo que gritó a Kirra y a Fenran que lo siguiesen. Subieron los escalones de dos en dos y emergieron sin aliento sobre las estrechas almenas que rodeaban Carn Caille. Y allí, alzándose en la noche en dirección a ellos, se veía una enorme y cada vez más amplia nube de oscuridad. Hasta dónde se extendía, con qué rapidez se movía, no podían decirlo: pero había tapado los últimos débiles rayos del sol que se ocultaba bajo la línea del horizonte, y nadie podía dudar de que se dirigía directamente hacia la fortaleza. En su espeso corazón centelleaban los relámpagos, pero eran relámpagos de una clase que nadie había visto antes: plateados, púrpura, escarlata. Y el viento embravecido que aquel monstruoso fenómeno provocaba traía unos sonidos sobrenaturales y espantosos: una cacofonía chillona, ululante y gimiente que asaltaba sus oídos con el júbilo de un millar de demonios rientes.

—¡Padre! —Kirra se agarró al brazo de Kalig—. ¡Eso no tiene un origen terrenal!

Kalig lo sabía muy bien. Las espadas nada podrían contra tal horror, y con toda seguridad ningún hechizo conocido en Carn Caille podía esperar derrotarlo.

—¡Señor! —Era una voz áspera de un soldado; en el otro extremo de la muralla un centinela gesticulaba frenético—. ¡Señor, en el césped, a unos quinientos metros, se ve a un jinete! —¿Que?

Fenran, viendo la conexión antes que ningún otro, se volvió en redondo para mirar, y bajo el terrible resplandor de los relámpagos que brillaban en el corazón de aquella manifestación vio las diminutas y desamparadas figuras de un jinete y su caballo que galopaba desesperado en dirección a las puertas de la fortaleza. Una tremenda llamarada iluminó el cielo y tuvo una momentánea impresión del color del caballo, de la larga y alborotada melena del jinete...

—¡Señor! —aulló por encima de todo el estruendo—. ¡Es Anghara!

Kalig lanzó un sobresaltado juramento, y por un instante quedó paralizado. Anghara no llegaría a las murallas a tiempo. Aquel horror aullante y diabólico la alcanzaría, la aplastaría...

—¡Abrid las puertas! —rugió, y su voz se elevó por encima de todos—. ¡Abrid las puertas a la princesa Anghara!

Fenran ya había desaparecido. Saltó los escalones que daban al patio y corrió en dirección al gran arco situado bajo el torreón. Añadió sus fuerzas a las de los hombres que luchaban por tirar hacia atrás de las enormes puertas de madera y, cuando por fin se abrieron con un chirrido, intentó cruzarlas.

—¡No, señor! —Un fornido sargento lo echó hacia atrás, mientras le gritaba al oído—: ¡No podéis hacer nada, ya casi está aquí!

Y emergiendo con gran estruendo de la oscuridad apareció Sleeth, un caballo endemoniado con los ojos enloquecidos, la boca llena de espuma y las orejas aplastadas contra la cabeza; galopó bajo el arco de piedra para resbalar de costado al detenerse en el patio, entre agudos relinchos. Anghara se deslizó sin control de la silla y Fenran la sujetó antes de que diera contra el suelo; la muchacha se quedó a gatas, el sudoroso cabello enganchado a la cabeza, jadeante como un lobo.

¡Avísales! —La voz que chirrió desde su garganta fue un gruñido gutural e inhumano.

Fenran la sujetó por los brazos e intentó ponerla en pie. Por un momento ella se debatió; luego alzó su rostro y unos ojos totalmente apagados lo miraron por entre la húmeda cortina de su pelo. Descubrió los dientes en un terrible rictus, y se dio cuenta de que estaba enloquecida.

—La Torre... —Sus manos se clavaron en sus hombros como garras—. Que la Madre Tierra nos ayude... ¡La Torre de los Pesares se ha derrumbado!

—¡Anghara! —Era Kalig, que por fin había alcanzado . a Fenran—. Criatura, ¿qué...? —Y se detuvo horrorizado al contemplar su rostro.