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No recordaba haber roto el reloj, pero sabía por qué lo había hecho; por qué había tenido que hacerlo. Y no había conseguido nada. Seguía enloquecida; y seguía sin poder llorar.

Fenran, muerto. Su padre, su madre, su hermano muertos. Imyssa desaparecida. Amigos, compañeros que ahora no eran más que carroña en el patio. Las aves marinas sin duda habrían empezado ya su festín... y seguía sin poder llorar. Estaba viva en una forma física, pero todo lo demás, todo lo que importaba, había muerto con ellos; muertos a causa de lo que ella había arrojado sobre Carn Caille. Y ni siquiera tenía la capacidad de sentir la angustia de su propia culpa. No quedaba nada.

Sentía una extraordinaria calma. Aunque las lágrimas no querían brotar, y el dolor y el remordimiento tampoco se querían hacer sentir, su mente estaba tranquila e imperturbable como un estanque del bosque. Tan sólo había una cosa más que hacer, una acción que acabaría con ese vacío. Debía hacerlo ahora, sin esperar más.

Su espada se había perdido en la batalla, pero no importaba; no había sido la suya propia, y la suya resultaría mucho más apropiada para esto. Se levantó, y cruzó la habitación despacio para arrodillarse junto al viejo arcón de madera que contenía sus más preciadas posesiones. Alzó la tapa —apartó deprisa el fugaz recuerdo de aquel otro arcón tan extraño de la Torre de los Pesares— y sacó la funda que contenía la fina y bruñida espada que su padre le había regalado al celebrar sus dieciocho años. Sacó la espada de su vaina, la hizo girar en la mano, y observó cómo captaba la luz de la habitación y la reflejaba con intensidad. Había cuidado de la espada con gran esmero, tal y como Kalig le había enseñado, y estaba segura de que se sentiría satisfecho de las condiciones en que estaba, pensó, como también aprobaría lo que ahora pensaba hacer.

Inclinó la cabeza y tomó la larga masa de sus cabellos sujetándolos en un grueso mechón. La primera acción debía realizarse de un solo tajo, para demostrar que sus intenciones eran firmes y bien fundadas. Imyssa hubiera insistido en ello, exhortándola a llevar a cabo la acción en la forma correcta. Sonrió, y con un único giro de la muñeca que sujetaba la espada cortó la pesada mata de cabellos, que cayó en una silenciosa lluvia sobre el suelo mientras ella los contemplaba con asombro. Grises. Ayer habían sido rojizos; hoy eran grises. Sonrió de nuevo y se puso en pie para sacudir la cabeza de modo que los cortados restos volaron alrededor de su cabeza como un halo; hecho esto, tomó la espada con ambas manos y la volvió hasta que su maligna y afilada punta apuntó a su corazón. Rápido, limpio: todo lo que debía hacer era echarse hacia adelante, y todo terminaría. Sin remordimientos, sin despedidas. Una sencilla retribución, una reparación por lo que había hecho.

—No, Anghara hija-de-Kalig.

Anghara dio una sacudida, la espada rígida entre sus manos y los ojos a punto de salírsele de las órbitas por la sorpresa. En una fracción de segundo su mente registró que la voz era tranquila e impasible, sin el menor rastro del eco fantasmagórico que tanto la había asustado en la aparición de Fenran. Era real.

Volvió la cabeza, y recordó al Hombre de las Islas y a la criatura resplandeciente que la visitara.

El ser que tenía ante ella rodeado de una pálida y trémula aureola era hermoso. Si era varón o hembra o si trascendía tales consideraciones ella no lo sabía; su forma era una mezcla andrógina de delicadeza y fuerza. Su escultural figura estaba envuelta en una capa del color de las hojas recién nacidas, y sus largos cabellos tenían el cálido tono del suelo de los bosques. Unos ojos de un dorado blanquecino contemplaban a Anghara; eran ojos llenos de dolor, pero totalmente despiadados.

La espada resbaló de las manos de la princesa, y el estruendo que produjo al golpear contra el suelo tuvo el peso de una intrusión en el peculiar silencio que había descendido de repente sobre la habitación. La muchacha dio un paso atrás, al tiempo que empezaba a temblar de forma incontrolada. Luego —parecía lo único que podía hacer, la única cosa que era capaz de hacer, aunque resultaba un gesto desesperadamente inadecuado— cayó de rodillas.

—Anghara hija-de-Kalig. —El ser bajó la mirada hacia ella—. ¿Qué te hace pensar que tú, también, tienes derecho a morir?

Los dientes de Anghara castañetearon.

—Qui... quiero... —Con un terrible esfuerzo consiguió dominar su indisciplinada lengua y también su mandíbula, y musitó—: No queda otra salida...

—Entonces, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

La princesa cerró los ojos con fuerza.

—Sí... —La palabra surgió como un siseo.

Escuchó un roce y percibió la proximidad del ser cuando éste se acercó más.

—Durante siglos, las plagas que en una ocasión afligieron a la Tierra, nuestra Madre, han permanecido encadenadas y confinadas fuera del alcance del hombre, en la torre construida por la mano de ese devoto sirviente que conserváis en vuestras leyendas. Tus antepasados han cumplido la palabra dada a la Madre Tierra durante todos estos años. Pero tú no lo has hecho. Buscaste un conocimiento al que no tenías derecho; usurpaste un derecho que no tenías. Y ahora, por ese capricho tuyo, las cosas siniestras y malignas vuelven a estar libres en el mundo. ¿Qué tienes que responder a esto, Anghara hija-de-Kalig?

La sensación de asfixia volvía a apoderarse de Anghara. Aspiró y tuvo que luchar por llevar algo de aire a sus pulmones.

—Yo no quería... —Se detuvo, mordiéndose la lengua al comprender lo lamentables, lo inadecuadas que eran sus palabras—. Si pudiera hacer retroceder el tiempo...

—No puedes. Está hecho.

—Pero mi padre y mi madre...

—Están muertos. —La voz del ser poseía un frío tono despiadado—. Muertos, Anghara. Esa es la verdad y debes enfrentarte a ella. Fueron asesinados por los demonios que soltaste con tus propias manos... y no encontrarás refugio a tu culpa en la locura.

La muchacha contempló estúpidamente la espada, allí en el suelo, tan cerca de ella, pero, al parecer, inalcanzable.

—¿Ni en la muerte? —preguntó.

—Ni en la muerte. Morir sería fácil para ti. Abandonarías el mundo, lo abandonarías a merced de aquello que tú has soltado en él. Y eso, criatura, sería una nueva traición a la Madre de todos nosotros.

Las lágrimas empezaron a resbalar por las pálidas mejillas de Anghara. Era la primera brecha que aparecía en el muro de contención que la conmoción y la pena habían levantado en su interior, y aunque agradeció aquella liberación, era como un vino muy amargo.

—Si lo hubiera sabido... —murmuró con voz entrecortada.

—Criatura, lo sabías tan bien como cualquier otro miembro de tu raza. La Tierra, nuestra Madre, no te impuso una elección: Ella te ofreció la libertad de servirla o despreciarla, y fue tu propia voluntad la que te hizo escoger el sendero tenebroso.

La cordura regresaba. Anghara se dio cuenta, y el dolor que le produjo fue casi mayor de lo que podía soportar, ya que la obligaba a verse a sí misma como realmente era. Pero el ser resplandeciente tenía razón: no podía haber escapatoria en la locura o en la muerte.

Su voz, cuando respondió, fue tan suave que ni siquiera sonaba más fuerte que el débil gemido del viento que se colaba por la ventana rota.

—¿Qué puedo hacer?

El ente no respondió de inmediato, y Anghara se preguntó si habría oído su ruego. Pero cuando levantó los ojos temerosa para mirar su rostro, observó un cambio en la impasible expresión: un brillo apenas visible —¿o le había jugado una mala pasada su imaginación?— de algo que podría haber sido piedad.