Gracias.
Con cuidado para que Laegoy no pudiera verle el rostro, se dirigió —con pasos vacilantes a causa de la inclinación del barco— hacia la escalera de la escotilla.
Gracias a la poción que Laegoy le preparó, Índigo durmió toda la noche y gran parte del día siguiente y, tal y como la mujer había prometido, no tuvo pesadillas. Cuando despertó, el Greymalkin navegaba por un mar encrespado bajo una negra masa de nubes. Laegoy le explicó que, con aquel viento tan fuerte del sur, llevaban un considerable adelanto de tiempo; avistarían la costa del País de los Caballos dentro de dos días y llegarían a Linsk en tres.
Cuando el ventoso crepúsculo empezó a caer sobre el barco, la tripulación se reunió sobre cubierta al abrigo de unas lonas, y, recordando que la música debía ser parte del pago por su pasaje, Índigo desenfundó su arpa. Interpretó canciones marineras, salomas que todos conocían y podían cantar, y, al final, el Lamento de la Esposa de Amberland, una pieza conmovedora y hermosa creada mucho tiempo atrás por la viuda de un pescador que había visto hundirse el bote de su esposo frente al célebre Cabo de Amberland. Cuando la pieza finalizó, Laegoy, visiblemente emocionada, la abrazó con fuerza mientras los marineros golpeaban las tablas de la cubierta en ronca aprobación, y por primera vez desde aquella espantosa noche que había destrozado su vida y su mundo, Índigo sintió cómo las semillas del consuelo se agitaban en su interior. El rítmico movimiento del mar y el viento, el balanceo del Greymalkin mientras avanzaba con rapidez, la música, las voces de los hombres llenas de armonía... habían despertado una imprevista sensación de cordialidad y compañerismo, una sensación de que aún tenía amigos en el mundo y de que su misión, por muy solitaria y por muy dura que fuese, tenía un propósito vital y auténtico.
Pero su tranquilidad de espíritu no iba a durar. Una vez consumida la comida, Danog Uylason abrió un barril de sidra y, con las lenguas sueltas por una jarra o dos de bebida, la tripulación empezó a hablar. En alta mar, sin ver nada verde que le recordara la estación en que estaba, a Índigo le había resultado fácil olvidar que habían transcurrido meses mientras recorría la extraña y sobrenatural carretera con el emisario de la Madre Tierra, y ahora fue un gran golpe para ella escuchar los cambios que habían ocurrido en las Islas Meridionales.
Lo peor fue que sólo pudo averiguar una pequeña parte de la verdad. No se atrevía a hacer preguntas: la tripulación del Greymalkin sabía que era oriunda de las islas, y por lo tanto daba por sentado que sabría tanto como ellos de los acontecimientos más recientes en el remo; si no más, ya que habían estado en el mar todo el tiempo a excepción de la parte más cruda del invierno. Para evitar el riesgo de que le hicieran preguntas, Índigo fingió dormir, al tiempo que escuchaba con gran atención.
Por el momento aún no había un nuevo rey en Carn Caille. Las fiebres que habían barrido las islas a finales del verano habían sido de corta duración pero de una virulencia terrible: cientos —dedujo Índigo por la conversación de los marineros— habían muerto o habían estado a las puertas de la muerte, y las islas afectadas empezaban justo ahora a recuperarse. Y en Carn Caille los supervivientes del consejo real, descalzos y con los cabellos anudados en señal de luto, consultaban a los bardos y a las brujas del bosque, dibujaban runas y observaban los fenómenos naturales a su alrededor, en un esfuerzo por encontrar un digno sucesor de Kalig.
Se había temido que uno o más de los países vecinos que no mantenían fuertes alianzas con las Islas Meridionales intentaran aprovecharse de la tragedia para arrebatar a los habitantes del sur la supremacía en el mar. Índigo supo que el Greymalkin y muchos otros barcos hermanos habían pasado gran parte del invierno patrullando las rutas marítimas, no fuera a ser que los ávidos oportunistas del este o de la gran isla de Scorva intentaran imponer su fuerza. Se habían producido escaramuzas, pero ninguna lo bastante grave como para justificar una alarma general; ahora todo estaba tranquilo otra vez, y los isleños creían que se sabría el nombre del nuevo rey antes de que pasaran muchos días.
Fingiendo todavía dormir, Índigo escuchaba la conversación y se esforzaba por no demostrar la menor emoción. En su interior, no obstante, la idea de un nuevo monarca, un nuevo reinado, una nueva familia en Carn Caille le sentaba como si tuviera ascuas al rojo vivo en el estómago, ya que la obligaba a comprender, como ninguna otra cosa lo había conseguido, la cruel ironía de su situación. Ella era, por derecho de nacimiento, la reina de las Islas Meridionales; pero en su lugar habría un recién llegado, incluso podría ser un desconocido el que ocuparía el gran sillón de la sala de Carn Caille, y su dinastía pronto no sería más que un capítulo de la turbulenta historia de las islas.
No es, se dijo con amargura, que hubiera deseado ser reina. Lo que quería era que su padre siguiera vivo, con su hermano como heredero designado. Quería volver a tener a su madre, sofisticada y elegante. Quería a Fenran...
Al pensar en Fenran, las lágrimas se abrieron paso por entre sus cerrados párpados a pesar de sus esfuerzos por retenerlas. Un espasmo sacudió su cuerpo y se acurrucó aún más en su rincón, con la esperanza de que ninguno de los que ocupaban la cubierta del Greymalkin se hubieran dado cuenta.
Pero alguien sí se había dado cuenta. Laegoy fue a colocarse a su lado y le dio un codazo en las costillas. Cuando abrió los ojos, Índigo vio que la mujer la contemplaba con manifiesta piedad, pero cuando habló su voz sonó despreocupada.
—¿Dormías, chica? Dudo que los hombres te dejen bajar sin otra canción que envíe a los vigías a sus puestos y al resto de nosotros a sus hamacas.
Índigo parpadeó y se enderezó con esfuerzo. Se sintió agradecida a Laegoy por ayudarla a mantener su engaño, pero se preguntó qué habría deducido la mujer —si es que dedujo algo— de su momentáneo desliz. Laegoy sonrió bondadosa.
—La música es buena para el espíritu, muchacha —añadió en voz baja—. Para el tuyo tanto como para el nuestro. Una pieza más, y luego a dormir.
Uno o dos de los miembros de la tripulación le dirigieron un gesto de ánimo, y se escucharon gritos de aprobación cuando Índigo tendió la mano para tomar su arpa. Devolvió a Laegoy una sonrisa triste y preguntó:
—¿Otra saloma?
—Eso es, chica. —Laegoy le pellizcó el brazo con fuerza pero a la vez con afecto—. Otra saloma. ¡Y que sea muy alegre!
Aunque los días se alargaban, el sol todavía alcanzaba un meridiano bajo en aquellas latitudes. Cuando Índigo se despertó, a la mañana siguiente, apenas si sobresalía de la línea del horizonte: esta vez había dormido sin la ayuda de las pociones desterradoras de los sueños preparadas por Laegoy. Durante los dos días que siguieron trabajó junto a la tripulación del barco, allí donde fuera necesario que echara una mano. Ante su sorpresa, la agotadora actividad física le proporcionó una gran sensación de que se purificaba, de modo que a medida que pasaba el tiempo sintió que se empezaba a recuperar, muy despacio, de una herida que había creído se infectaría sin la menor esperanza de curar jamás. Entretanto, mientras los tintes grises del crepúsculo empezaban a tocar el mar y a convertirlo en estaño, el quinto anochecer desde que salieran de Ranna, el estentóreo grito del vigía les indicó la presencia de la mancha de una costa, y del distante, parpadeante faro del puerto de Linsk.
Índigo permaneció junto a Laegoy en el batayola para ver, por primera vez en su vida, el gran continente occidental que surgía de la cada vez más densa oscuridad. Links era el puerto comercial más importante del independiente y pequeño principado conocido como País de los Caballos, y la mayor parte de lo que vio mientras los remolcadores conducían al clíper hasta la orilla le recordó a las bulliciosas ciudades marítimas de las Islas Meridionales. Tras el rocoso muelle, un revoltijo de almacenes y casas se encaramaba por unos acantilados de poca pendiente, sus tejados de pizarra relucientes bajo la lluvia. El puerto en sí era un bosque de elevados mástiles. Alrededor de los muelles brillaban luces que se reflejaban en formas caprichosas y danzarinas sobre el agua; a lo lejos, allí donde empezaban a descender las nieblas nocturnas, vio la mancha gris-verdosa de los páramos que se extendían tierra adentro.