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—¿Y saber usarla tú? ¿Ser hábil?

—Sí. Me enseñó mi padre, el... —Índigo se interrumpió, consciente de que había estado a punto de pronunciar el nombre de Kalig y sabedora de que no debía, no podía; tragó saliva y sintió un fuerte nudo en la garganta—. Mi padre fue un gran cazador.

Todo esto fue debidamente traducido a los demás, y algunos de los het menearon la cabeza, a todas luces reacios a aceptar el que una mujer aprendiera habilidades propias de un hombre. Siguió una rápida discusión entre ellos, durante la cual Índigo escuchó la palabra «shafan» varias veces. Luego Shen-Liv se volvió hacia ella de nuevo.

—Muy bien. Los het estar de acuerdo, y ahora yo decir a ti qué deber hacerse. Cuando tú curas, y tu caballo cura, tú regresar bosque donde ver shafan, y tocar música para atraer shafan adonde tú estar. Cuando shafan viene tú estarás preparada. Tú matar shafan, y enviar de vuelta al lugar siniestro del que salir.

A sus palabras siguió un profundo silencio. Índigo contempló con asombro a Shen-Liv, quien mostraba una humilde sonrisa de satisfacción, mientras luchaba por controlar la oleada de furia que provocaran sus palabras. «Así de sencillo. Irás allí, y con tan sólo un arpa y una ballesta matarás al demonio que ha estado atormentando al País de los Caballos...»

—Shen-Liv —aspiró con fuerza y se mordió la lengua para evitar que la cólera aflorase y la obligara a arrojar a la cabeza del anciano el primer cuenco vacío que tuviera a mano—. Me parece que no he comprendido bien lo que queréis decir. Desde luego ¿no pretenderéis que regrese al bosque, y mate a esta..., esta cosa, este demonio, sin ayuda?

La sonrisa de Shen-Liv se alargó un poco más.

—Sí. Como yo he dicho a ti.

—Y tal como os he dicho, ¡no soy una hechicera! —Índigo sabía que el tono de su voz iba subiendo, pero no le importó—. No soy un superhombre; si vuestros propios cazadores no pueden matar al shafan, ¿cómo, en nombre de todos los mares, creéis que yo podré?

Permaneció impávido.

—He explicado. Todo está claro y sencillo...

¿Sencillo?

—No gritar —la amonestó Shen-Liv con severidad—. La Abuela decir que tú tener el poder para enfrentar shafan; por lo tanto no haber peligro para ti.

—Shen-Liv. —Tenía que intentarlo una vez más, hacerle comprender que la declaración de la Abuela no era suficiente, que no poseía ningún poder innato contra cualquiera que fuese la criatura que rondaba por el bosque y amenazaba el pueblo—. Por favor, escuchadme. Tal y como he dicho antes, no soy una hechicera. No tengo poder contra los demonios, y no sé nada de vuestro shafan. Si voy sola al bosque a echar a esa criatura, fracasaré, o ella me matará. O ambas cosas.

—Tú no ir sola —le aseguró Shen-Liv con afabilidad—. Acompañar cazadores de aquí, y estarán cerca por si haber problemas. —Sus ojos se entrecerraron de repente, y sus siguientes palabras llevaban una velada amenaza—. Los het han decidido. Esta cosa debe hacerse.

Índigo comprendió lo que se ocultaba detrás de aquella implicación. No le dejaban alternativa.

Entrelazó los dedos con calma y se quedó mirándolos.

—¿Y si... descubro que soy incapaz de intentar lo que me pedís?

Shen-Liv apretó los labios.

—Eso será lamentable —dijo—. Los het tendrán necesidad de quedar arpa, y quedar arma, por si hombres de aquí tener éxito donde tu fallar. —La miró fijamente a los ojos, su mirada resultaba intimidadora—. Y desde luego quedar caballo también, como pago de amabilidad contigo en tu desgracia.

—Entiendo.

Desde luego, había dejado muy clara su posición. O accedía a sus deseos, o la echarían del poblado sin caballo y sin ninguna de sus pertenencias para que sobreviviera como mejor pudiera. La verdad era, pensó Índigo, que no podía hacer otra cosa que ceder.

Los het esperaban su respuesta. Deseó poder decir algo que borrara la sonrisita de autocomplacencia del rostro e Shen-Liv; pero sabía cuál debía de ser su respuesta.

—Muy bien, Shen-Liv. Puesto que me habéis ofrecido esta oportunidad, no seré tan maleducada como para rehusarla.

Su ironía se perdió en el anciano. La sonrisa de éste se transformó en una risa radiante de oreja a oreja, y asintió, haciendo tintinear los discos de cobre de su frente.

—Eso ser bueno. Y ahora que todo ser como debe ser, hay muchos preparativos que hacer. — Levantó las rodillas y, con cierto esfuerzo, empezó a incorporarse. Los demás ancianos siguieron su ejemplo—. Las mujeres ocuparán de ti. Cuando todo preparado, nosotros informar a ti.

Le dedicaron una cortés reverencia, uno tras otro, y se dirigieron a la puerta. Shen-Liv fue el último en marchar, y ya en el umbral se detuvo y volvió la cabeza.

—Nosotros desear a ti buena noche —dijo, y sonrió con la satisfacción del que se ha salido con la suya antes de seguir a sus compañeros y perderse en la oscuridad.

CAPÍTULO 11

Índigo pasó los tres días siguientes en el poblado de los vaqueros. Su tobillo se curó con rapidez, pero pronto descubrió que, en realidad, era una prisionera, ya que se le prohibió abandonar la pequeña cabaña, en parte almacén y en parte prisión, a la que se la trasladó después de su encuentro con los het. Ni tampoco volvió a ver a Shen-Liv: sus únicos visitantes eran las mujeres que venían mañana y tarde a traerle comida y agua, y que, o bien no comprendían sus preguntas, o se les habían dado instrucciones para que no respondieran a nada de lo que dijera.

Al parecer, los ancianos ya no sentían el menor interés por su bienestar; había aceptado hacer lo que querían, y hasta que llegara el momento de llevar a cabo sus planes la consideraban indigna de cualquier atención. Esos planes, entretanto, se iban completando, pero a Índigo no se la hacía partícipe de las agitadas discusiones que se celebraban en la cercana casa alargada. No era más que un peón, y mujer además; su papel, a los ojos del het, era llevar a cabo las órdenes que se le dieran sin ningún tipo de objeciones ni preguntas.

La arrogancia de los ancianos enloquecía a Índigo, pero dos explosiones de cólera que chocaron con la indiferencia de las mujeres que la atendían, y el descubrimiento de un guardia armado al otro lado de su puerta, calmaron su furia al darse cuenta de que no podía hacer nada para cambiar las cosas. Carecía de aliados, de armas, ni siquiera podía comunicarse con sus guardianes; y si se negaba a cooperar, lo mejor que podía esperar era que se le permitiera cruzar la empalizada con las ropas que llevaba. Todo lo que le quedaba era esperar, e intentar ser paciente.

Ya que no tenía otra cosa que hacer se dedicó a pasar durmiendo tantas de aquellas horas de tedio como le fue posible. Pero el dormir sólo le acarreó un miasma mental y físico; sus músculos reclamaban ejercicio y sus pensamientos se transformaban con demasiada frecuencia en una febril confusión en la que alternaba el sueño con el insomnio. Y se vio atacada de pesadillas: a veces eran imágenes del pasado, pero casi siempre eran tenebrosas y horribles premoniciones de lo que le aguardaba.

La amable aseveración de Shen-Liv de que no correría peligro cuando se enfrentase al shafan no le producía un gran consuelo. Todo estaba muy bien para el sonriente anciano y sus satisfechos compañeros; a ellos no se los obligaría a arriesgar la vida enfrentándose a un demonio, y tampoco eran las suyas las manos que se alzarían para matarlo. Habían dejado de lado las dudas de la muchacha, ignorado sus temores, y negado incluso el privilegio de saber, antes de que llegara el momento, qué era lo que esperaban exactamente que hiciera. A menudo, cuando la rabia y la miseria derrotaban a la paciencia que luchaba por engendrar en su interior, Índigo decidía decir a los het, cuando condescendieran a verla de nuevo, que su plan era una auténtica locura y que no quería tomar parte en él. Pero aquel impulso se desvanecía siempre en cuanto recordaba, como había indicado Shen-Liv sin la menor sutileza, que no tenía otra elección.