El sendero resultaba más fácil aun de lo que parecía. La inclinación de la ladera de la grieta era bastante suave, al menos a esta altura; Índigo imaginó que, algunos centímetros más abajo, debía de caer en picado tanto como la pared opuesta. Pero la mortecina luz y las intensas sombras de la hendidura imposibilitaban que pudiera saber la profundidad del cañón que tenía a los pies; de este modo podía mantener una ilusión de seguridad para evitar el peligro de sentir vértigo.
Se adentró en el sendero con cautela, escuchando las suaves pisadas de Grimya a su espalda. Recorrerlo resultó sencillo, siempre y cuando tuviera una palma de la mano bien apoyada contra la piedra para mantener el equilibrio; en menos de un minuto alcanzó la repisa más ancha desde la que se elevaba el puente para cruzar el cañón, y esperó a que Grimya la alcanzara.
—Vaya, el sendero era bastante real —dijo, acariciando la cabeza de la loba en un esfuerzo por tranquilizarla—. Ahora sólo nos queda probar el puente.
«No me gusta», insistió Grimya apesadumbrada. «No me sentiré segura hasta que estemos al otro lado.»
—No; la verdad es que yo tampoco. Y sugiero que crucemos tan deprisa como nos sea posible. — Sonrió, pero era una sonrisa preocupada—. No confío en nada de lo que hay en este lugar. — Contempló, especulativa, el arco que se extendía delante de ellas; aunque carecía de parapeto, su superficie era amplia y bastante lisa, y la distancia hasta el otro lado parecía...
Índigo se detuvo a mitad de pensamiento mientras su mente y su cuerpo quedaban paralizados.
«¿Indigo?»
La ansiosa pregunta de Grimya pareció llegarle desde miles de kilómetros de distancia; no le pareció que tuviera nada que ver con ella, no pudo contestarla. Un graznido inarticulado sonó en lo más profundo de su garganta, y se quedó mirando, horrorizada, incrédula, aturdida, a la figura encorvada y dolorida que apareció entre las sombras del otro extremo del puente de piedra. Cabellos oscuros, enmarañados y lacios, impregnados de sudor; el cuerpo contorsionado, los ojos medio ciegos y febriles en sus hundidas cuencas. Y sangraba. Todavía sangraba...
Una ilusión, aulló su cerebro; ¡una ilusión! Pero la lógica se desmoronaba ante el ataque de una esperanza salvaje y vehemente, y sintió que perdía el control.
—F... Fen...
«¡Indigo!»
El grito mental de Grimya sonó frenético al darse cuenta la loba del peligro; pero su advertencia no fue escuchada. Índigo jadeó con violencia, y cuando habló su voz era apenas reconocible.
—Fenran...
El hombre del otro lado del puente levantó la cabeza, e incluso aquel pequeño movimiento pareció provocarle un gran dolor. Sus ojos, oscurecidos por cataratas, intentaron enfocar el lugar del que había salido el grito, y Grimya lo vio llevarse una mano al rostro, sobresaltado, y escuchó la voz fantasmal que resonó por todo el cañón.
—¡Anghara!
Índigo lanzó un chillido, y con un sorprendente rasgo premonitorio Grimya encogió los músculos y se lanzó hacia adelante en un intento desesperado de detener a su amiga. Llegó demasiado tarde. Índigo se precipitó sobre el puente, y en el mismo instante en que su pie tocó la primera piedra de la estructura, el puente y Fenran se desvanecieron. Durante un terrible instante, Grimya la vio balancearse sobre la repisa, agitando los brazos violentamente; entonces, con un aullido de terror, Índigo cayó por el borde de la grieta.
CAPÍTULO 15
«¡Índigo!»
El angustioso grito mental de Grimya surgió de ella en forma de agudo y desesperado grañido, y sus patas arañaron las piedras sueltas mientras se arrastraba tan cerca del borde del precipicio como se atrevió.
«¡Índigo!»
Se sintió invadida por la pena; desde luego no podía esperar que su amiga hubiera sobrevivido a una caída semejante...
—Grimya... —La voz le llegó muy débil desde un poco más abajo de la repisa del precipicio, y la loba dio un respingo, mientras todos sus músculos se ponían en tensión—. Estoy aquí, Grimya..., debajo de ti. Ten cuidado; el borde no es firme...
Grimya miró por encima de la repisa, y la vio. Se había deslizado no más de diez metros ladera abajo, y permanecía con el cuerpo pegado a la pared, los pies apuntalados precariamente en un pequeño reborde, mientras que con ambas manos se sujetaba a unos pedazos de roca que sobresalían. Su rostro estaba manchado de polvo y lágrimas, y se mordía con fuerza el labio inferior.
«¡Índigo!»
La sensación de alivio de Grimya duró poco.
«¿Estás herida?»
—No, no... lo creo. Sólo... trastornada. Y apenada, tan apenada...
«No vale la pena lamentarse; lo que está hecho está hecho. ¿Puedes subir?»
—No lo sé..., cae a plomo justo debajo de mí, me parece... ¡No, no intentes mirar! —añadió cuando la loba iba a inclinarse—. Puedes perder el equilibrio. —Aspiró con fuerza dos veces, y se sacó un mechón de pelo de la boca con la lengua—. Creo que puedo subir, pero si por desgracia resbalo, no hay ninguna otra cosa que pueda detener mi caída.
Hizo intención de volver la cabeza para mirar por encima del hombro, pero se lo pensó mejor. Recuerda los acantilados de las Islas Meridionales, se dijo. Esto no es peor; sólo más alto.
Grimya contempló llena de inquietud cómo Índigo se sujetaba con más fuerza a sus asideros y, con mucho cuidado, levantaba un pie hasta que sus dedos rozaron una estrecha grieta. Introdujo la bota en la hendidura y, con los ojos cerrados y los dientes apretados, levantó el otro pie de la repisa, con lo que la grieta tuvo que soportar todo su peso. No cedió; encontró otro punto de apoyo, algo más arriba; hundió su otro pie en él, empujó. Mano sobre mano, con insoportable lentitud, se fue izando ladera arriba, hasta que por fin Grimya pudo inclinarse hacia ella, asir el hombro de su chaqueta entre sus dientes y ayudarla a encaramarse sobre el saliente hasta quedar a salvo.
Índigo se tendió cuan larga era sobre la repisa, con la frente apretada contra el suelo, y los pulmones aspirando con fuerza a causa del esfuerzo y de la sensación de alivio. Grimya se deshizo en atenciones a su alrededor; la lamía y le daba golpecitos con el hocico, hasta que al final la muchacha pudo levantar la cabeza. Tenía las pestañas húmedas de lágrimas recientes, y cuando quiso hablar las palabras se le agolparon en la garganta.
—Grimya... Grimya, lo siento tanto... ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida?
«¡No importa! Ahora estás a salvo; es todo lo que cuenta.»
—Pero cuando lo vi, creí... parecía tan real, tan sólido... —Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de expresar su desdicha—. No me detuve a pensar; pero debería haber sabido que si esa monstruosidad pudo engañarme una vez, podría hacerlo de nuevo.
«Yo lo vi, también», le dijo Grimya. «En tu lugar, hubiera cometido el mismo error. La ilusión resultó muy ingeniosa.»
Índigo se secó las mejillas y miró al otro lado de la negra abertura del abismo. Nada se movía en el otro extremo ahora; pero la imagen de lo que había visto seguía instalada con atroz nitidez en su cerebro. ¿Había sido tan sólo una ilusión? Era muy consciente de la habilidad y astucia de Némesis, y de su propia debilidad. Pero no pudo evitar recordar las palabras del emisario de la Madre Tierra; que Fenran no estaba muerto, sino atrapado en una especie de fantasmagórico crepúsculo entre la vida y la muerte, prisionero en un mundo habitado por demonios.