La loba bajó la cabeza de nuevo, y su nariz se puso a temblar, mientras olfateaba con avidez. De pronto dio un paso hacia adelante y se dejó resbalar, con gran cuidado, un corto trecho ladera abajo en dirección a la superficie del lago.
—¿Grimya? —Índigo salió de su ensueño, y su voz sonó aguda—. ¿Qué haces? ¡Ten cuidado!
Grimya vaciló sin dejar de olfatear. Luego dio la vuelta y regresó junto a la muchacha. La excitación brillaba en sus ojos, y dijo:
«¡No es agua!»
Índigo arrugó la frente, perpleja.
—¿Qué quieres decir?
«¡Exactamente lo que digo! No huelo agua. Humedad, sí, pero no agua. Hay una diferencia. Y ninguna agua que yo haya visto es blanca y nebulosa como ésta. ¿Esto no es un lago?" Ácido, pensó Índigo. Había visto los líquidos opacos y mortíferos que utilizaban a veces los boticarios de la corte de su padre, y se estremeció interiormente ante la idea de lo que un lago de tal materia podría hacer a la carne y los huesos. ¿Pero seguramente el agudo sentido del olfato de Grimya podría percibir un cóctel tan letal? Humedad, había dicho. Sólo humedad...
«Mira la forma en que se mueve», dijo Grimya. «No como el agua. Más bien como la niebla.»
¡Niebla! Una esperanza irracional brotó en Índigo cuando recordó la forma en que las nieblas otoñales se reunían en el fondo de los valles de las Islas Meridionales, tomando todo el aspecto de enormes y tranquilas extensiones de agua. Dirigió una rápida mirada a Grimya.
—Sólo existe una forma de asegurarse.
«Si.»
Grimya empezaba ya a bajar de nuevo por la ladera, moviéndose muy despacio a la manera de un cangrejo, e Índigo la siguió. La pendiente era lo bastante accidentada como para evitar resbalones, y había muy pocas piedrecillas sueltas que hicieran peligrosa la bajada; a unos pocos centímetros de la inmóvil y blanca superficie se detuvieron, y Grimya se inclinó hacia adelante para probar el lago con el hocico.
—Espera —le avisó Índigo—. Déjame. Si es algo mortífero, mi bota me facilitará algo de protección.
Estiró un pie. La bota se perdió en la blancura, que onduló y se agitó perezosa. No se produjo ningún chapoteo, sólo el silencioso movimiento de la masa brumosa.
—Niebla. —Intentó reprimir la excitación de su voz—. No es un líquido; niebla. Si es aire respirable, y no alguna especie de veneno...
Grimya se inclinó y olfateó.
«Podemos respirarlo. Es seguro.» Levantó la vista. «Pero ¿a qué distancia está el fondo?»
—Tendremos que averiguarlo. —Índigo tanteó con su pie, dejándose resbalar un poco más por la ladera—. Todavía noto roca sólida. Si vamos con cuidado, no creo que nos hagamos daño.
Con gran cautela, se introdujeron en la densa niebla.
Resultó una experiencia muy particular, como hundirse despacio en un mar en calma; a medida que descendían, la bruma se elevó y chocó suavemente contra sus piernas, sus cuerpos, sus barbillas, hasta que por último quedaron sumergidos en un extraño y embozado mundo blanco. Gotitas de humedad se pegaron a sus cabellos y a las ropas de Índigo; en cuestión de segundos las ropas de la muchacha quedaron heladas y pegadas a su piel, pero después de la aridez del cañón agradeció aquella sensación. Grimya se dedicó a lamer la niebla encantada, calmando de esta manera su garganta reseca; el animal tenía un aspecto formidable medio difuminado por las oscilantes capas de niebla, con el pelaje pegado, y la lengua dando continuos lametazos en el aire.
La inclinación de la ladera empezó a decrecer, y de repente Índigo sintió algo debajo de sus dedos que no era piedra. Miró al suelo, y distinguió una espesa almohada de lo que parecía hierba bajo sus manos; cerró una de ellas y arrancó unas pocas briznas que examinó más de cerca. Hierba, sí; o algo parecido a la hierba: pero azul. Sus ojos contemplaron la borrosa figura de Grimya por entre la niebla.
—Creo que estamos cerca del fondo.
Su voz sonó extrañamente uniforme; la niebla no devolvía ningún eco. Ahora podía ponerse en pie, ya, sin temor a caer. Tres pasos más, y la ladera se allanó hasta convertirse en terreno liso cubierto por aquella misma extraña hierba azul.
Grimya se dejó resbalar por el resto de la pendiente para reunirse con ella, y juntas examinaron lo que las rodeaba. La neblina se trasladaba en un lento desfile de zarcillos pálidos y retorcidos, creando sombras y fantasmas; si en el interior del valle existían estructuras sólidas, éstas quedaban ocultas.
«¿Adonde ahora?», preguntó Grimya.
No parecía importar demasiado; lo más probable era que, cualquiera que fuese la dirección que tomaran, su ruta serpenteara. Y eso en sí mismo podría ser un peligro, ya que si perdían el contacto con las laderas del valle podían encontrarse vagando para siempre en este mundo blanco sin encontrar la salida jamás.
Índigo se volvió hacia la izquierda, y señaló al interior de la niebla.
—Iremos por aquí —dijo—, pero nos mantendremos en la zona en la que el terreno empieza a alzarse, de modo que si queremos trepar para salir de aquí encontremos la ladera con facilidad.
La cola de Grimya se balanceó en señal de aprobación.
«Eso es sensato. ¿Qué crees que podemos encontrar aquí?»
—¿Quién sabe? —Índigo sonrió con tristeza—. Hemos de esperar y ver.
Índigo empezó pronto a preguntarse si no estaría dormida y soñando, en lugar de despierta. El tiempo y las dimensiones no tenían un significado distinguible en aquel fantasmal mundo de oscilante blancura; parecía como si llevaran una eternidad por entre inmutables velos de húmeda nada, avanzando como nadadores a la deriva, por una corriente perezosa e interminable. La niebla creaba extraños fantasmas, formas que se estremecían en los límites de lo visible para luego disolverse de nuevo en la nada; imágenes que se alzaban informes, luego se desvanecían y se fundían en aquella incómoda penumbra. Sólo la sensación de la omnipresente humedad sobre su piel y las suaves pisadas de las patas de Grimya a su espalda mantenían la mente de Índigo en contacto con una cierta apariencia de realidad. No sabía cuánto habían andado, o lo lejos que debían ir hasta circunnavegar todo el valle.
Y entonces, entre las alucinaciones y los espectros nebulosos, hizo su aparición una forma que no volvió a fundirse en la niebla y a desaparecer. Una mancha de una solidez más opaca en medio de la niebla, inmóvil ante ellas —pero ¿a qué distancia?, no podía decirlo— y, le pareció a su desorientado cerebro, esperándolas.
—Grimya... —susurró el aviso, y el sonido quedó absorbido por la niebla.
Grimya no contestó.
—¿Grimya?
Índigo se volvió y miró atrás. No había ninguna forma oscura que se moviese detrás de ella, ningún sonido de pasos. Grimya no estaba allí.
Su corazón empezó a latir de forma irregular. ¿Dónde estaba Grimya? Un momento antes — ¿hacía sólo un momento, o su trastornado sentido del tiempo la había engañado?— la loba estaba justo detrás de ella. Ahora, había desaparecido, como si la niebla la hubiera rodeado y disuelto como a uno de sus propios fantasmas.
—Grimya...