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– Tu nuevo páncreas, Case, y esos enchufes en el hígado. Armitage hizo que los preparasen para que no filtraran esa mierda. -Tocó el octágono con una uña roja. Eres bioquímicamente incapaz de despegar con anfetaminas o cocaína.

– Mierda -dijo él. Miró el octágono, y luego a Molly.

– Cómetela. Cómete una docena. No pasará nada.

Así lo hizo. Así fue.

Tres cervezas después, ella le preguntaba a Ratz acerca de las peleas.

– Sammi's -dijo Ratz.

– Yo paso -dijo Case-. Me dicen que allá se matan unos a otros.

Una hora después, ella estaba comprando boletos a un flaco tailandés que llevaba una camiseta blanca y unos abolsados pantalones cortos de rugby.

El Sammi's era una cúpula inflada, detrás de un depósito portuario; tela gris estirada y reforzada con una retícula de finos cables de acero. El corredor, con una puerta en cada extremo, hacía de rudimentaria cámara de aire y mantenía la diferencia de presiones que sustentaba la cúpula. A intervalos, sujetos al techo de madera enchapada, había anillos fluorescentes, pero casi todos estaban rotos. El aire húmedo y pesado olía a sudor y cemento.

Nada de aquello lo preparó para el ring, la multitud, el tenso silencio, las imponentes marionetas de luz bajo la cúpula. El cemento se abría en terrazas hacia una especie de escenario central, un círculo elevado y con un fulgurante seto de equipos de proyección alrededor. No había más luz que la de los hologramas que se desplazaban y titilaban por encima del escenario, reproduciendo los movimientos de los dos hombres de debajo. Estratos de humo de cigarrillo se elevaban desde las terrazas, errando hasta chocar con las corrientes de aire de los ventiladores que sostenían la cúpula. No había más sonido que el sordo ronroneo de los ventiladores y la respiración amplificada de los luchadores.

Colores reflejados fluían sobre los lentes de Molly a medida que los hombres giraban. Los hologramas tenían diez niveles de aumento; en el décimo, los cuchillos medían casi un metro de largo. El luchador de cuchillos empuña el arma como el espadachín, recordó Case, los dedos cerrados, el pulgar en línea con la hoja. Los cuchillos parecían moverse solos, planeando con ritual parsimonia por entre los arcos y pasos de la danza, punta frente a punta, mientras los hombres esperaban una oportunidad. El rostro de Molly, suave y sereno, estaba vuelto hacia arriba, observando.

– Iré a buscar algo de comer -dijo Case. Ella asintió, perdida en la contemplación de la danza.

A él no le gustaba aquel lugar.

Dio media vuelta y regresó a las sombras. Demasiado oscuro, demasiado silencioso.

El público, advirtió, era en su mayoría japonés. No era el verdadero público de Night City. Técnicos de las arcologías. Podía suponerse que el circo contaba con la aprobación del comité de recreo de alguna empresa. Por un instante se preguntó cómo sería trabajar toda la vida para un solo zaibatsu. Vivienda de la empresa, himno de la empresa, entierro de la empresa.

Recorrió casi todo el circuito de la cúpula antes de encontrar los puestos de comida. Compró unos pinchos de yakitori y dos cervezas en grandes vasos de cartón parafinado. Levantó la vista hacia los hologramas y vio sangre en el pecho de una de las figuras. De los pinchos goteaba una espesa salsa marrón que le caía en los nudillos.

Siete días más y podría entrar. Si ahora cerrara los ojos, podría ver la matriz.

Las sombras se retorcían acompañando la danza de los hologramas.

Sintió un nudo de miedo entre los hombros. Un frío hilo de sudor le recorrió la espalda y las costillas. La operación no había servido. Él todavía estaba allí, todavía de carne, sin Molly esperándolo, los ojos fijos en los cuchillos danzantes, sin Armitage esperándolo en el Hilton con pasajes y un pasaporte nuevo y dinero. Todo era un sueño, una patética fantasía… Unas lágrimas calientes le nublaron los ojos.

Un chorro de sangre brotó de una yugular en un rojo estallido de luz. Y la multitud gritaba, se levantaba, gritaba… mientras una figura se desplomaba. Y el holograma se desvanecía en destellos intermitentes…

Una cruda sensación de vómito en la garganta. Case cerró los ojos, tomó aliento, los abrió otra vez y vio pasar a Linda Lee, los ojos grises ciegos de miedo. Llevaba los mismos pantalones de fajina franceses.

Y desapareció entre las sombras.

Un reflejo puramente irracional; arrojó la cerveza y el pollo y corrió tras ella. Podría haberla llamado, pero nunca hubiera estado seguro.

Imagen residual de un hilo único de luz roja. Cemento abierto bajo las delgadas suelas de los zapatos.

Las zapatillas blancas destellaban ahora cerca de la pared curva, y una vez más la línea fantasma del láser subía y bajaba delante de él mientras corría.

Alguien lo hizo tropezar. El cemento le desgarró las palmas de las manos.

Se revolcó en el suelo y pateó el aire. Un muchacho delgado, de pelo rubio y erizado, iluminado a contraluz, se inclinaba sobre él. Por encima del escenario una figura se volvió, cuchillo en alto hacia la multitud que lo vitoreaba. El muchacho sonrió y extrajo algo de la manga. Una navaja, dibujada en rojo en el momento en que un tercer rayo destellaba junto a ellos y se hundía en la oscuridad. Case vio la navaja que le buscaba la garganta como la varilla de un zahorí.

El rostro del muchacho se borró en una zumbante nube de explosiones microscópicas. Los dardos de Molly a veinte cargas por segundo. El muchacho tosió una vez, convulsivamente, y se desplomó sobre las piernas de Case.

Case caminó hacia los palcos, adentrándose en las sombras. Miró hacia abajo, esperando ver aquella aguja de rubí en su propio pecho. Nada. Encontró a Linda caída al pie de una columna de cemento, los ojos cerrados. Había un olor a carne cocida. La multitud gritaba el nombre del ganador. Un vendedor de cerveza limpiaba los grifos con un trapo oscuro. Junto a la cabeza de Linda había una zapatilla blanca; se le había salido quién sabe cómo.

Sigue la pared. Curva de cemento. Manos en los bolsillos. Continúa caminando. Junto a rostros que no lo veían, todos los ojos levantados hacia la imagen del vencedor por encima del ring. En un momento, un fruncido rostro europeo danzó al resplandor de una cerilla, sosteniendo entre los labios una corta pipa de metal. Relente de hachís. Case siguió caminado, sin sentir nada.

– Case. -Los espejos surgieron de una sombra más profunda.- ¿Estás bien?

Algo gimoteó y borboteó en la oscuridad detrás de ella.

Negó con la cabeza.

– La pelea ha terminado, Case. Es hora de volver a casa.

Case intentó pasar junto a ella, regresar a la oscuridad, donde algo estaba muriendo. Ella lo detuvo poniéndole una mano en el pecho. -Amigos de tus buenos amigos. Mataron a tu chica. No te ha ido muy bien con los amigos en esta ciudad, ¿no es cierto? Obtuvimos un perfil parcial de ese hijo de puta cuando te preparamos. Se cargaría a cualquiera por unos cuantos nuevos. La morena dijo que la pillaron cuando intentaba vender tu RAM. Les resultó más barato matarla y quedarse con él. Un pequeño ahorro… Hice que el del láser me lo contara todo. Fue una coincidencia que estuviésemos aquí, pero tenía que asegurarme. -Endureció la boca; los labios se apretaron en una línea delgada.

Case sintió que le habían embotado el cerebro. -¿Quién? -dijo-. ¿Quién los envió?

Molly le alcanzó una ensangrentada bolsa de jengibre en conserva. Case vio que ella tenía las manos sucias de sangre. En las sombras de detrás, alguien emitió unos ruidos húmedos y murió.

Después del examen posoperatorio en la clínica, Molly lo llevó hasta el puerto. Armitage estaba esperando. Había contratado un aerodeslizador. Lo último que Case vio de Chiba fueron los oscuros ángulos de las arcologías. Luego, una niebla se cerró sobre las aguas negras y los flotantes cardúmenes de basura.

II La excursión de compras

3

EN CASA.

La casa era EMBA, el Ensanche, el Eje Metropolitano Boston-Atlanta.

Programa un mapa que muestre la frecuencia de intercambio de información, cada mil megabytes un único pixel en una gran pantalla, Manhattan y Atlanta arden en sólido blanco. Luego empiezan a palpitar; el índice de tráfico amenaza con una sobrecarga. Tu mapa está a punto de convertirse en una nova. Enfríalo. Aumenta la escala. Cada pixel un millón de megabytes. A cien millones de megabytes por segundo comienzas a distinguir ciertos bloques del área central de Manhattan, contornos de centenarios parques industriales en el centro antiguo de Atlanta…