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Dos manzanas al oeste del Chat, en un salón de té llamado el Jarre de Thé, Case tomó la primera pastilla de la noche con un espresso doble. Era un octógono rosado y plano, una potente especie de dextroanfetamina brasileña que comprara a una de las chicas de Zone.

El Jarre tenía las paredes cubiertas de espejos, cada panel enmarcado en neón rojo.

Al principio, encontrándose solo en Chiba, con poco dinero y menos esperanzas de curarse, había entrado en una especie de sobremarcha terminal, rebuscando dinero fresco con una intensidad helada que parecía corresponder a otra persona. El primer mes, mató a dos hombres y a una mujer por sumas que un año atrás le habrían parecido ridículas. Ninsei lo desgastó hasta que la calle misma le llegó a parecer la externalización de un deseo de muerte, un veneno secreto que él llevaba consigo.

Night City era como un perturbado experimento de darwinismo social, concebido por un investigador aburrido que mantenía el dedo pulgar sobre el botón de avance rápido. Uno dejaba de rebuscárselas y se hundía sin dejar huella, pero un movimiento en falso bastaba para romper la frágil tensión superficial del mercado negro; en cualquiera de los casos, uno desaparecía dejando apenas un vago recuerdo en la mente de un ejemplar como Ratz; aunque corazón, pulmones o riñones pudieran sobrevivir al servicio de un extraño que tuviese nuevos yens para los tanques de las clínicas.

Los negocios eran allí un rumor subliminal constante, y la muerte, el aceptado castigo por pereza, negligencia, falta de gracia o de atención a las exigencias de un intrincado protocolo.

Solo, en una mesa del Jarre de Thé, con el octógono subiendo, con gotas de sudor que le afloraban en las palmas de las manos, de pronto consciente de todos y cada uno de los cosquilleantes pelos en los brazos y en el pecho, Case supo que en algún punto había comenzado a jugar un juego consigo mismo, uno muy antiguo que no tiene nombre: un solitario final. Ya no llevaba armas, ni tomaba ya las precauciones básicas. Se encargaba de los negocios más rápidos y dudosos de la calle, y se decía que era capaz de conseguir lo que uno quisiera. Una parte de él sabía que el arco de esta autodestrucción era notoriamente obvio para sus clientes, cada vez más escasos; pero esa misma parte se tranquilizaba diciéndose que era sólo una cuestión de tiempo. Y era esa parte, que esperaba complacida la muerte, la que más odiaba la idea de Linda Lee.

La encontró una noche lluviosa en una vídeo galería.

Bajo fantasmas brillantes que ardían tras una bruma celeste de humo de cigarrillos, hologramas del Castillo Embrujado y de Guerra de Tanques en Europa, la silueta de Nueva York… Y ahora la recordaba así, el rostro envuelto en una inquieta luz de láser, los rasgos reducidos a un código: un fulgor escarlata en los pómulos mientras el Castillo Embrujado ardía, la frente empapada de azul cuando Münich caía ante la Guerra de Tanques, la boca manchada de oro caliente mientras un cursor deslizante sacaba chispas a las paredes de un desfiladero de rascacielos. Él estaba volando alto aquella noche, con un ladrillo de Ketamina de Wage en camino a Yokohama y el dinero ya en el bolsillo. Entró desde la cálida lluvia que chisporroteaba en el pavimento de Ninsei, y por algún motivo, la distinguió en seguida: una cara entre las docenas de caras alineadas frente a las consolas, perdida en el juego. Tenía entonces la expresión que le vería, horas más tarde, en el rostro dormido en un nicho de un hotel del puerto; el labio superior como las líneas con que los niños dibujan un pájaro volando.

Cuando atravesaba la galería para ponerse junto a la joven, embriagado aún por el negocio que acababa de cerrar, vio que ella levantaba sus ojos. Ojos grises delineados con lápiz negro. Ojos de animal encandilado por las luces altas de un vehículo que se aproxima.

La noche se alargó en una mañana, en boletos en el puerto y en un primer paseo por la bahía. La lluvia siguió cayendo sobre Harajuku, goteando sobre la chaqueta de plástico de Linda, y los niños de Tokio pasaron en tropel frente a las famosas boutiques, en chinelas blancas y con capuchas adhesivas, hasta que ella se quedó con él en el bullicio de medianoche de un salón pachinko y le tomó la mano como si fuera un niño.

Pasó un mes antes de que la gestalt de drogas y tensión en la que él se movía convirtiera aquellos ojos perpetuamente asustados en pozos de reflexiva necesidad. Vio cómo ella se fragmentaba, se quebraba como un iceberg, y cómo los trozos se alejaban a la deriva, y por último vio la necesidad cruda, la hambrienta armadura de la adicción. Vio cómo inhalaba la siguiente línea con una concentración que le recordó las mantis que vendían en los quioscos de Shiga, junto a peceras de carpas mutantes y grillos en jaulas de bambú.

Miró fijamente el negro anillo de borra en la taza vacía. La taza vibraba por el estimulante que había tomado. Sobre el laminado marrón que cubría la mesa había una pátina de arañazos diminutos. La dextroanfetamina le subió por la columna, y vio los innumerables impactos aleatorios que habían creado esa superficie. El Jarre estaba decorado en un estilo anticuado y anónimo del siglo anterior, una incómoda mezcla de japonés tradicional y pálidos plásticos milaneses, pero todo parecía cubierto por una película sutil, como si el mal humor de un millón de clientes hubiese atacado de algún modo los espejos y los plásticos otrora lustrosos, dejando cada superficie empañada con algo que nunca se podría limpiar.

– Ey, Case, buen amigo…

Levantó la mirada; encontró unos ojos grises delineados con lápiz. Ella llevaba unos desteñidos pantalones militares franceses y zapatillas deportivas blancas.

– Te he estado buscando. -Se sentó frente a él. Las mangas de la camisa azul de cremallera habían sido arrancadas desde los hombros; él le examinó los brazos involuntariamente, buscando señales de dermos o de pinchazos.- ¿Quieres un cigarrillo?

Sacó un arrugado paquete de Yeheyuan de un bolsillo tobillero y le ofreció uno. Él lo tomó, dejó que ella lo encendiera con un tubo de plástico rojo. -¿Duermes bien, Case? Pareces cansado. -El acento era del sur del Ensanche, cerca de Atlanta. La piel bajo los ojos parecía pálida y enfermiza, pero la carne era aún lisa y firme. Tenía veinte años. Unas líneas nuevas de dolor comenzaban a grabársele en las comisuras de la boca. Llevaba el pelo negro estirado hacia atrás, sujeto con una cinta de seda estampada. El diseño podía representar un microcircuito, o el plano de una ciudad.

– No, si recuerdo tomar mis pastillas -dijo él, mientras lo golpeaba una tangible ola de nostalgia, deseo y soledad, cabalgando en la longitud de onda de la anfetamina. Recordó el olor de la piel de Linda en la oscuridad sobrecalentada de un nicho cercano al puerto, los dedos de ella entrelazados sobre su espalda.

Toda la carne, pensó, y todo lo que la carne quiere.

– Wage -dijo ella, entornando los ojos-. Quiere verte con un agujero en la cara. -Encendió el cigarrillo.

– ¿Quién lo dice? ¿Ratz lo dice? ¿Has estado hablando con Ratz?

– No. Mona. Su nuevo macarra es uno de los chicos de Wage.

– No le debo tanto. Él a mí sí; pero de todos modos no tiene dinero. -Se encogió de hombros.