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En el número 92 no había más que un ordenador Hitachi de bolsillo y una pequeña caja refrigerada de poliestireno blanco. La caja contenía los restos de tres bloques de hielo seco de diez kilos cada uno, cuidadosamente envueltos en papel para retardar la evaporación, y un frasco de laboratorio de aluminio centrifugado. Agazapado en el acolchado de espuma templada que era al mismo tiempo cama y suelo, Case sacó de su bolsillo la 22 de Shin y la puso encima del refrigerador. Luego se quitó la chaqueta. La terminal del nicho estaba empotrada en una pared cóncava, frente a un tablero que especificaba las reglas de la casa en siete idiomas. Sacó de la pared el teléfono rosado y marcó de memoria un número de Hong Kong. Lo dejó sonar cinco veces y luego colgó. El comprador de los tres megabits de RAM caliente de Hitachi no recibía llamadas.

Marcó un número de Tokio, en Shinjuku.

Una mujer contestó; algo en japonés.

– ¿Está el Víbora?

– Me alegra oírte -dijo el Víbora, entrando por una extensión-. He estado esperando tu llamada.

– Tengo la música que querías. -Mirando hacia el refrigerador.

– Me alegra escuchar eso. Tenemos problemas de caja. ¿Puedes aguantar?

– Hombre, es que necesito el dinero con urgencia…

El Víbora colgó.

– Hijo de puta -dijo Case al zumbido del auricular. Contempló la pistolita barata. – Problemático -añadió-, esta noche todo parece problemático.

Case entró en el Chat una hora antes del amanecer, ambas manos en los bolsillos de la chaqueta; una sostenía la pistola alquilada, la otra el frasco de aluminio.

Ratz estaba en una de las mesas del fondo, bebiendo agua Apollonaris de una jarra de cerveza; sus ciento veinte kilos de carne fláccida se apoyaban en la pared, sobre una silla quejumbrosa. Un muchacho brasileño llamado Kurt estaba en la barra, sirviendo a un pequeño grupo de borrachos en su mayoría silenciosos. El brazo plástico de Ratz zumbó al levantar la jarra. Tenía el cráneo tonsurado cubierto por una película de sudor. -Te ves mal, amigo artiste -dijo, exhibiendo la húmeda carcoma de sus dientes.

– Me va bien -dijo Case, y sonrió como una calavera-. Súper bien. -Se dejó caer en la silla opuesta a la de Ratz, con las manos aún en los bolsillos.

– Y vas de un lado a otro en ese refugio portátil hecho de copas y anfetas, claro. A prueba de emociones fuertes, ¿no?

– ¿Por qué no me dejas en paz, Ratz? ¿Has visto a Wage?

– A prueba del miedo y de la soledad -continuó el barman-. Presta atención al miedo. Quizá sea tu amigo.

– ¿Has oído algo de una pelea en la vídeo galería esta noche, Ratz? ¿Algún herido?

– Un loco se cargó a un guardia de seguridad. -Se encogió de hombros.- Una chica, dicen.

– Tengo que hablar con Wage, Ratz, yo…

– Ah. -Ratz apretó los labios; redujo la boca a una sola línea. Miraba más allá de Case, hacia la entrada.- Creo que estás a punto de hacerlo.

La imagen de los shurikens en la vitrina centelleó de súbito. La droga le chilló en la cabeza. La pistola le resbalaba en la mano sudorosa.

– Herr Wage -dijo Ratz, extendiendo con lentitud su prótesis rosada, como si esperara recibir un apretón de manos-. Qué gran placer. Pocas veces nos honras.

Case se volvió y miró el rostro de Wage, una máscara bronceada y olvidable. Los ojos eran trasplantes cultivados Nikon, color verde mar. Llevaba un traje de seda de color metálico, y un sencillo brazalete de platino en cada muñeca. Estaba flanqueado por sus matones, jóvenes casi idénticos, con músculos inyectados que les abultaban los brazos y los hombros.

– ¿Cómo te va, Case?

– Caballeros -dijo Ratz, levantando de la mesa el atiborrado cenicero con el rosado garfio de plástico-, no quiero problemas. -El cenicero era de plástico grueso y a prueba de golpes, y anunciaba cerveza Tsingtao. Ratz lo estrujó lentamente; las colillas y las astillas de plástico verde cayeron sobre la mesa.

– ¿Entendido?

– Eh, cariño -dijo uno de los matones-, ¿quieres probar esa cosa conmigo?

– No te molestes en apuntarle a las piernas, Kurt -dijo Ratz con voz tranquila. Case miró al otro de la sala y vio al brasileño, de pie en la barra, apuntando al trío con una Smith amp; Wesson antimotines. El cañón, de aleación de acero, delgado como papel, envuelto en un kilómetro de filamento de vidrio, era más ancho que un puño. El cargador dejaba a la vista cinco cartuchos gruesos y anaranjados; balas subsónicas ultradensas.

– Técnicamente no letales -dijo Ratz.

– Eh, Ratz -dijo Case-, te debo una.

El barman se encogió de hombros. -Tú no me debes nada. Éstos -y miró coléricamente a Wage y a los matones- tendrían que saberlo. En el Chatsubo no se carga a nadie.

Wage tosió. -¿Y quién está hablando de cargarse a alguien? Sólo queremos hablar de negocios. Case y yo; trabajamos juntos.

Case sacó la 22 del bolsillo y la levantó hasta la entrepierna de Wage. -He oído que me quieres quemar. -El rosado garfio de Ratz se cerró sobre la pistola, y Case bajó el brazo.

– Oye, Case, ¿qué diablos te pasa?, ¿estás loco o qué? ¿Qué mierda es ésa de que yo te quiero matar? -Wage se volvió hacia el muchacho de la izquierda.- Vosotros dos regresáis, al Namban. Esperadme allí.

Case los miró atravesar el bar, ahora desierto por completo, salvo Kurt y un marinero borracho vestido de caqui que estaba dormido al pie de un taburete. El cañón de la Smith amp; Wesson rastreó a los dos hasta la puerta, y luego regresó para cubrir a Wage. El cargador de la pistola de Case cayó ruidosamente sobre la mesa. Ratz sostuvo el arma con el garfio y sacó el proyectil de la recámara.

– ¿Quién te dijo que yo iba a despacharte, Case? -preguntó Wage.

Linda.

– ¿Quién te lo dijo, hombre? ¿Alguien trata de asustarte?

El marinero gimió y vomitó explosivamente.

– Sácalo de aquí -gritó Ratz a Kurt, que ahora estaba sentado en el borde de la barra, con la Smith amp; Wesson cruzada en el regazo, encendiendo un cigarrillo.

Case sintió el peso de la noche que bajaba sobre él como una bolsa de arena mojada detrás de sus ojos. Sacó el frasco del bolsillo y se lo dio a Wage. -Es todo lo que tengo. Pituitarias. Te consigo quinientas si lo mueves rápido. Tenía el resto en un RAM, pero lo he perdido.

– ¿Estás bien, Case? -El frasco ya había desaparecido tras una solapa plomiza. – Quiero decir, perfecto; con esto quedamos en paz, pero se te ve mal. Como mierda aplastada. Será mejor que vayas a algún sitio y duermas.

– Sí. -Case se puso de pie y sintió que el Chat giraba y oscilaba. – Bueno, tenía cincuenta, pero se los di a alguien. -Rió nerviosamente. Recogió el cargador de la 22 y el cartucho, los dejó caer en un bolsillo, y metió la pistola en el otro.- Tengo que ir a ver a Shin para recuperar mi depósito.

– Vete a casa -dijo Ratz, balanceándose en la silla chirriante, con algo parecido a vergüenza-. Artiste. Vete a casa.

Sintió que lo observaban mientras cruzaba la sala, y se abrió paso hasta más allá de las puertas de plástico.

– Perra -dijo al fondo rosado que cubría a Shiga. Allá, en Ninsei, los hologramas se desvanecían como fantasmas, y la mayoría de los neones estaban ya fríos y muertos. Tomó a sorbos el café cargado de una tacita plástica que había comprado a un vendedor callejero, y contempló la salida del sol-. Vuela de aquí, cariño. Las ciudades como ésta son para gente a quienes les gusta el camino de descenso. -Pero no era eso, de verdad; y encontraba cada vez más difícil recordar lo que significaba la palabra traición. Ella sólo quería un billete de regreso a casa, y el RAM del Hitachi se lo compraría, si él lograba encontrar el contacto adecuado. Y el asunto aquel de los cincuenta; ella casi los había rechazado, sabiendo que estaba a punto de robarle el resto.