Hizo planear al Kuang sobre la playa y movió el programa en un círculo amplio, mientras veía por los ojos de ella, el objeto negro que parecía un tiburón, un fantasma silencioso y hambriento que arremetía contra los bancos de nubes descendentes. Ella retrocedió, dejó caer el madero y echó a correr. Conoció la frecuencia de su pulso, la longitud de sus pasos en magnitudes que hubieran satisfecho los criterios más exigentes de la geofísica.
– Pero no conoces sus pensamientos -dijo el chiquillo, ahora junto a él en el corazón del objeto que era un tiburón-. Yo no conozco sus pensamientos. Estabas equivocado, Case. Vivir aquí es vivir. No hay diferencia.
Linda atemorizada, zambulléndose a ciegas en las olas de la rompiente.
– Deténla -dijo Case-. Se hará daño.
– No puedo detenerla -dijo el niño, los ojos grises, apacibles y hermosos.
– Tienes los ojos de Riviera -dijo Case.
Un destello de dientes blancos, de encías largas y rosadas. -Pero no estoy loco. Porque son hermosos para mí. -Se encogió de hombros. – No necesito una máscara para hablar contigo. No como mi hermano. Yo invento mi propia personalidad. La personalidad es mi medio.
Case los llevó hacia arriba por un camino empinado, lejos de la playa y de la muchacha asustada. -¿Por qué hiciste que apareciera en mi camino, hijo de puta? Una vez y otra, y obligándome a retroceder. Tú la mataste, ¿eh? En Chiba.
– No -dijo el niño.
– ¿Wintermute?
– No. Yo vi que iba a morir pronto. En las figuras que a veces creíste detectar en la danza de la calle. Esas figuras son reales. Soy bastante complejo, dentro de mis límites, como para entender el sentido de esas danzas. Mucho mejor que Wintermute. Vi que iba a morir en cómo te necesitaba, en el código magnético del cerrojo de tu nicho en el Hotel Barato, en la cuenta que tenía Julie Deane con un fabricante de camisas de Hong Kong. Tan evidente para mí como la sombra de un tumor para un cirujano que está estudiando el cuadro de un paciente. Cuando ella le llevó tu Hitachi al chico, para tratar de examinarlo -no tenía idea de lo que contenía, y menos aún de cómo lo podía vender, y cuando lo que más deseaba era que tú la siguieras y la castigaras-, yo intervine. Mis métodos son mucho más sutiles que los de Wintermute. Yo la traje aquí. A mis entrañas.
– ¿Por qué?
– Porque esperaba que así podría traerte a ti también, mantenerte aquí. Pero fracasé.
– ¿Y ahora qué? -Los llevó de regreso al banco de nubes.- ¿Qué pasará ahora?
– No lo sé, Case. La matriz en persona se hará esa pregunta esta noche. Porque tú has ganado. Ya has ganado, ¿no lo ves? Ganaste cuando te alejaste de ella en la playa. Ella era mi última línea de defensa. Yo no tardo en morir, en cierto sentido. Como Wintermute. Tan inevitablemente como Riviera, en este momento, tendido en el suelo, paralizado junto a los restos de una pared en los apartamentos de mi señora 3Jane Marie-France. El sistema nigro-estrial ya no puede producir los receptores de dopamina que lo hubieran salvado de la flecha de Hideo. Pero Riviera sobrevivirá sólo en estos ojos, si se me permite conservarlos.
– Está la palabra, ¿no? El código. ¿Cómo que he ganado? No he ganado una mierda.
– Vuelve, ahora.
– ¿Dónde está Dixie? ¿Qué has hecho con el Flatline?
– McCoy Pauley consiguió lo que quería -dijo el niño, y sonrió-. Lo que quería y más. Te tecleó hasta aquí contra mi voluntad, dejó atrás defensas tan buenas como las mejores de la matriz. Ahora vuelve.
Y Case se quedó solo en el negro aguijón del Kuang, perdido entre las nubes.
Volvió.
A la tensión de Molly, la espalda como piedra, las manos alrededor de la garganta de 3Jane. -Es curioso -dijo-. Sé exactamente qué aspecto tendrías. Lo vi cuando Ashpool le hizo lo mismo a tu hermana clono. -Las manos de Molly eran dulces, casi una caricia. 3Jane tenía los ojos desorbitados de terror y de lujuria; se estremecía de miedo y de deseo. Tras la enmarañada cascada del pelo de 3Jane, Case vio su propio rostro blanco y estragado; a Maelcum detrás de él, las manos morenas sobre los hombros de la chaqueta de cuero, sosteniéndolo sobre el estampado de circuitos entretejidos de la alfombra.
– ¿Lo harías? -preguntó 3Jane, con voz de niña-. Creo que sí.
– El código -dijo Molly-. Dile el código a la cabeza.
Desconexión.
– ¡Se lo está buscando! -gritó Case-. ¡La muy puta se lo está buscando!
Abrió los ojos a la fría mirada de rubí de la terminal, una cara de platino incrustada de perlas y lapislázuli. Más allá, Molly y 3Jane se retorcían en un abrazo en cámara lenta.
– Danos el maldito código -dijo-. Si no lo haces, ¿qué cambiará? ¿Qué mierda cambiará para ti? Terminarás como el viejo. ¡Lo echarás todo abajo para construir de nuevo! Volverás a levantar los muros, cada vez más cerrados… No tengo la menor idea de lo que pasaría si Wintermute llegase a ganar, ¡pero eso cambiaría algo! -Estaba temblando; le castañeteaban los dientes.
3Jane dejó de resistirse; las manos de Molly seguían apretadas alrededor del cuello estilizado; el pelo oscuro flotaba en una maraña: una capucha blanda de color castaño.
– El Palacio Ducal de Mantua -dijo ella- contiene una larga serie de habitaciones cada vez más pequeñas. Serpentean alrededor de los apartamentos principales, y tienen puertas de marcos maravillosamente tallados que obligan a inclinarse para entrar. Albergaban a los enanos de la corte. -Sonrió lánguidamente. – Tal vez aspire a eso, supongo, pero en cierto sentido mi familia ha puesto en marcha una versión más grandiosa del mismo plan… -Tenía ahora una mirada serena, lejana. En seguida bajó los ojos hacia Case.- Toma tu palabra, ladrón. -Case conectó.
El Kuang se deslizó fuera de las nubes. Debajo, la ciudad de neón. Detrás, una esfera de oscuridad se consumía lentamente.
– ¿Dixie? ¿Me oyes? ¿Dixie?
Estaba solo.
– El hijo de puta te atrapó -dijo.
Un impulso ciego mientras se precipitaba a través del paisaje informático.
– Tienes que odiar a alguien antes de que esto termine -dijo la voz del finlandés-. A ellos, a mí, no importa a quién.
– ¿Dónde está Dixie?
– Eso es difícil de explicar, Case.
Sintió alrededor la presencia del finlandés: olor a cigarrillos cubanos, humo encerrado en un traje de paño mohoso, viejas máquinas rendidas al rito mineral de la herrumbre.
– El odio te hará llegar al final -dijo la voz-. Tantos pequeños detonadores en el cerebro, y tú no haces más que dispararlos. Ahora te toca odiar. La cerradura que oculta todo el mecanismo está bajo esas torres que el Flatline te enseñó, cuando entraste. Él no intentará detenerte.
– El Neuromante -dijo Case.
– El nombre no es algo que yo pueda saber. Pero ahora se ha rendido. De lo que tienes que preocuparse es del hielo de la T-A. No del muro, sino de los sistemas virales internos. El Kuang es vulnerable a algunas de esas cosas que corren sueltas por aquí.
– Odio -dijo Case-. ¿A quién odio yo? Dímelo tú.
– ¿A quién amas? -preguntó la voz del finlandés.
Llevó el programa a un lado y se precipitó hacia las torres azules.
Unos cuerpos se lanzaban desde las ornamentadas y fulgurantes agujas: formas que parecían sanguijuelas centelleantes y que eran planos móviles de luz. Había centenares de ellas, elevándose en un remolino, en un movimiento tan aleatorio como una nube de hojas de papel en las calles, al viento del amanecer.
– Sistemas de seguridad -dijo la voz.
Arremetió hacia arriba, animado por el autoaborrecimiento. Cuando el programa Kuang encontró al primero de los defensores, esparciendo las hojas de luz, sintió que el objeto tiburón era menos sustanciaclass="underline" la trama de información era menos firme.