El ascensor, con la caja de herramientas de Molly sujeta al tablero de control, permanecía donde ella lo había dejado. El vigilante yacía aún aovillado en el suelo. Case advirtió el dermo que tenía en el cuello por primera vez. Algo de Molly, para mantenerlo sometido. Ella pasó por encima del vigilante y quitó la caja de herramientas antes de oprimir el botón de VESTÍBULO.
Cuando la puerta del ascensor se abrió, con un sonido sibilante, una mujer que estaba entre la multitud se abalanzó de espaldas hacia el ascensor y golpeó de cabeza contra la pared de atrás. Molly la ignoró, inclinándose para quitar el dermo del cuello del vigilante. Luego, de un puntapié arrojó los pantalones blancos y el impermeable rosado fuera del ascensor; tiró también las gafas oscuras y se arregló la capucha sobre la frente. La estructura, metida en el bolsillo canguro, le punzaba el esternón. Salió del ascensor.
Case había presenciado el pánico anteriormente, pero nunca en un recinto cerrado.
Los empleados de la Senso /Red, después de salir en tropel de los ascensores, habían arremetido contra la salida, sólo para encontrarse con las barricadas de espuma de los Tácticos y los rifles de arena de los Rápidos del EMBA. Los dos grupos, convencidos de que mantenían a raya una horda de asesinos potenciales, se ayudaban mutuamente con una eficiencia poco característica. Más allá de los restos de las puertas principales, había cuerpos apilados en medio de las barricadas. Los latidos huecos de las pistolas antimotín servían de fondo al ruido que hacía la muchedumbre mientras iba y venía atropelladamente sobre el pavimento de mármol del vestíbulo. Case nunca había escuchado un ruido semejante.
Tampoco Molly, aparentemente. -Jesús -dijo. Y vaciló. Era como un lamento in crescendo hacia un ululante aullido de terror crudo y absoluto. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de cadáveres, de ropas de sangre, y de largas y pisoteadas tiras de papel amarillo.
– Vamos, hermana. Nos toca salir. -Los ojos de los Modemos miraban fijamente desde la enloquecida agitación del policarbono; sus trajes no se adecuaban a la vorágine de formas y colores que se movía detrás de ellos.- ¿Estás herida? Vamos, Tommy te ayudará. -Tommy le dio algo al que hablaba: una cámara de vídeo envuelta en policarbono.
– Chicago -dijo ella-. Estoy en camino. -Y entonces comenzó a caer, no sobre el suelo de mármol, pringado de sangre y vómito, sino a un pozo tibio como la sangre, al silencio y la oscuridad.
El líder de los Panteras Modernos, quien se presentó como Lupus Yonderboy, llevaba un traje de policarbono con un dispositivo de grabación que le permitía reproducir sonidos de fondo a voluntad. Posado sobre la mesa de trabajo de Case, como una especie de gárgola de arte de vanguardia, miraba a Case y a Armitage con ojos entornados. Sonreía. Tenía el pelo rosado. Una selva multicolor de microsofts se erizaba detrás de su oreja izquierda, que era puntiaguda y estaba coronada por más pelos rosados. Le habían modificado las pupilas para que captaran la luz como las de un gato. Case le miró el traje, sobre el que se movían colores y texturas.
– No supisteis controlar la situación -dijo Armitage. Estaba de pie como una estatua, en medio de la buhardilla, envuelto en los oscuros y brillantes pliegues de una gabardina 'de aspecto costoso.
– El caos, señor Alguien -dijo Lupus Yonderboy-, es nuestro estilo y nuestro modo. Nuestro plato fuerte. Ella lo sabe. Es ella con quien tratamos. No con usted, señor Quién. -En su traje se había formado ahora un extraño diseño angular de tonos crema y pálido verde aguacate. Necesitaba un equipo médico. Ella está ahí. Nos ocuparemos. Todo está bien. -Volvió a sonreír.
– Páguele -dijo Case.
Armitage lo miró con enfado. -No tenemos dinero.
– Ella sí tiene -dijo Yonderboy.
– Páguele.
Armitage cruzó la habitación en silencio hasta la mesa y sacó tres gruesos fajos de nuevos yens de los bolsillos de su gabardina. -¿Quiere contarlo? -preguntó a Yonderboy.
– No -dijo el Pantera Moderno-. Usted pagará. Usted es un señor Alguien. Usted paga por seguir siéndolo. No un señor Quién.
– Espero que no se trate de una amenaza -le dijo Armitage.
– Se trata de un negocio -dijo Yonderboy, metiendo el dinero en el bolsillo delantero del traje.
Sonó el teléfono. Case contestó.
– Molly -le dijo a Armitage, pasándole el auricular.
Las formas geodésicas del Ensanche se aclaraban al gris del alba cuando Case salió del edificio. Sentía las extremidades frías e inconexas. No podía dormir. Estaba hastiado de la buhardilla. Lupus se había marchado, luego Armitage, y a Molly la estaban operando en algún sitio. El suelo vibró bajo sus pies cuando un tren pasó sibilante. A lo lejos se oía un ulular de sirenas.
Dobló esquinas al azar; llevaba el cuello levantado, e iba encogido en una chaqueta nueva de cuero. Arrojó a la alcantarilla el primero de una cadena de Yeheyuan luego de haber encendido el siguiente. Intentó imaginar los saquitos de toxina de Armitage disolviéndosela en el torrente sanguíneo, las microscópicas membranas adelgazándose cada vez más a medida que caminaba. No parecía real. Tampoco lo parecían la agonía y el temor que había visto a través de los ojos de Molly en el vestíbulo de la Senso /Red. Se encontró intentando recordar los rostros de los tres que había matado en Chiba. Los dos hombres eran lagunas; la mujer le recordaba a Linda Lee. Un castigado camión de tres ruedas con ventanas de espejos pasó a saltos junto a él; cilindros de plástico vacíos rebotaban en la caja.
– Case.
Se sobresaltó haciéndose a un lado, buscando instintivamente una pared.
– Un mensaje para ti, Case. -En el traje de Lupus Yonderboy aparecían cíclicamente colores primarios puros.- Perdón. No quise asustarte.
Case se enderezó, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Le llevaba una cabeza al Moderno. -Tendrías que tener más cuidado, Yonderboy.
– Éste es el mensaje, Wintermute. -Lo deletreó.
– ¿Lo envías tú? -Case dio un paso adelante.
– No -dijo Yonderboy-. Te lo envían.
– ¿Quién?
– Wintermute -repitió Yonderboy, moviendo la cabeza y bamboleando el copete de pelo rosado. El traje se le puso negro mate, una sombra de carbonilla contra el viejo cemento. Ejecutó brevemente unos extraños pasos de danza, agitando los brazos delgados y negros, y desapareció. No. Allí. Una capucha que escondía el rosado, el traje del exacto color gris, salpicado y manchado como la acera que pisaba. Los ojos reflejaron el rojo de un semáforo. Y luego desapareció de verdad.
Case cerró los ojos y se los frotó con dedos entumecidos, apoyado en la ruinosa pared de ladrillos.
Ninsei había sido mucho más simple.
5
EL EQUIPO MÉDICO de Molly ocupaba dos plantas de un anónimo bloque de viviendas próximo al centro viejo de Baltimore. Era un edificio modular, como el Hotel Barato en versión gigante: cada nicho medía cuarenta metros de largo. Case encontró a Molly cuando ésta salía de un nicho, que ostentaba el minuciosamente elaborado logo de un tal GERALD CHIN, DENTISTA. Estaba cojeando.
– Dice que si pateo lo que sea, se me caerá.
– Me he encontrado con uno de tus amigotes -dijo él-, un Moderno.
– ¿Sí? ¿Cuál?
– Lupus Yonderboy. Tenía un mensaje. -Le pasó una servilleta de papel que decía WINTERMUTE en pulcras y meticulosas mayúsculas escritas con rotulador rojo.- Dijo que… -Pero la mano de Molly se alzó indicando silencio.
– Vayamos a comer cangrejo -dijo.
Después de la comida en Baltimore, habiendo Molly diseccionado su cangrejo con alarmante facilidad, viajaron en metro a Nueva York. Case había aprendido a no hacer preguntas: sólo provocaban la señal de silencio. Parecía que la pierna la molestaba bastante, y rara vez abría la boca.
Una niña negra y delgada, con cuentas de madera y antiguas resistencias eléctricas apretadamente hilvanadas en el pelo, abrió la puerta del finlandés y los condujo por el túnel de desperdicios. Case sintió que, de algún modo, las cosas habían crecido durante su ausencia. En todo caso parecían cambiar sutilmente: se cocían bajo la presión del tiempo; copos silenciosos e invisibles que se asentaban para formar una charca, una cristalina esencia de tecnología desechada que florecía en secreto en los basurales del Ensanche.
Detrás de la manta militar, el finlandés esperaba sentado a la mesa blanca.
Molly comenzó a firmar apresuradamente; sacó una hoja de papel, escribió algo en ella y se la pasó al finlandés. El finlandés la sujetó entre los dedos pulgar e índice manteniéndola apartada del cuerpo como si pudiese estallar. Hizo un gesto que Case no conocía, una mezcla de impaciencia y pesarosa resignación. Se puso de pie, sacudiéndose las migas de la maltrecha chaqueta de paño. Sobre la mesa había un frasco de arenques encurtidos junto a un desgarrado paquete plástico de galletas y un cenicero de lata repleto de colillas de Partagás.
– Espera -dijo el finlandés, y salió de la habitación.
Molly ocupó su lugar, y con la cuchilla del dedo índice pinchó una grisácea lonja de arenque. Case erraba por la habitación, tanteando al pasar el equipo de exploración empotrado en las columnas.
A los diez minutos el finlandés regresó presuroso, mostrando los dientes en una amplia y amarilla sonrisa. Asintió con la cabeza, saludó a Molly mostrándole el pulgar, e hizo una seña a Case para que lo ayudase con la puerta del panel. Mientras Case ajustaba el borde autoadhesivo, el finlandés sacó del bolsillo una consola pequeña y plana y tecleó una complicada secuencia.
– Cariño -dijo a Molly, guardando la consola-, lo has conseguido. De verdad, lo huelo. ¿Me dirás dónde lo con seguiste?
– Yonderboy -dijo Molly, apartando el arenque y las galletas con un movimiento de la mano-. Hice un negocio con Larry, bajo cuerda.