Molly arrancó de un mordisco medio pastel.
– Es mi show, Jack -dijo con la boca llena. Masticó, tragó y se relamió-. He oído hablar de ti. Soplón de los militares, ¿verdad? -Metió perezosamente la mano en la chaqueta y sacó la pistola de dardos. Case no sabía que la tuviera.
– Con calma, por favor -dijo Terzibashjian, el dedal de porcelana blanca congelado a escasos centímetros de sus labios.
Molly extendió el arma. -Quizá te toquen los explosivos, muchos de ellos, o quizás te toque un cáncer. Un dardo especial, cara de culo. Pasarán meses antes de que lo sientas.
– Por favor. A esto vosotros lo llamáis apretarme las tuercas.
– Yo lo llamo una mala mañana. Ahora cuéntanos acerca de tu hombre y sal de aquí. -Volvió a guardar la pistola.
– Está viviendo en Fener, en el 14 de la Küchük Gülhane Djaddesi. Tengo su ruta de túnel; todas las noches hasta el bazar. Actúa más recientemente en el Yenishehir Palas Oteli, un sitio moderno y de estilo turistik, pero se las ha arreglado para que la policía muestre un cierto interés por el espectáculo. La administración del Yenishehir se ha puesto nerviosa. -Sonrió. Olía a alguna colonia metálica.
– Quiero saber acerca de los implantes -dijo ella, masajeándose el muslo-. Quiero saber exactamente qué es capaz de hacer.
Terzibashjian asintió con la cabeza. -Lo peor es, como se dice en vuestro idioma, lo subliminal. -Pronunció con cuidado cada una de las cuatro sílabas.
– A nuestra izquierda -dijo el Mercedes cuando se internaba en un laberinto de calles lluviosas- está el Kapali Carsi, el Gran Bazar.
Sentado junto a Case, el finlandés emitió un gruñido de aprobación, pero estaba mirando en la dirección equivocada. El lado derecho de la calle estaba bordeado de depósitos de chatarra. Case vio una locomotora desechada encima de unos pedazos de mármol veteado y manchado de herrumbre. Había también estatuas de mármol descabezadas, apiladas como leños.
– ¿Tienes nostalgia? -preguntó Case.
– Esto es una mierda -dijo el finlandés. Su corbata de seda negra empezaba a parecerse a una gastada cinta de máquina de escribir. Tenía manchas de salsa de kebab y huevo frito en las solapas del traje nuevo.
– Eh, Yerse -dijo Case al armenio, que estaba sentado detrás de ellos-. ¿Dónde fue que este tipo se hizo instalar el chisme?
– En Chiba City. No tiene pulmón izquierdo. El otro se lo han reforzado, ¿se dice así? Cualquiera puede comprar esos implantes, pero éste es más ingenioso. -El Mercedes hizo una maniobra abrupta al esquivar un carro de ruedas neumáticas cargado de cuero.- Lo he seguido en la calle y en un solo día he visto una docena de bicicletas caer cerca de él. Encuentras al ciclista en el hospital, siempre es la misma historia. Un escorpión en la palanca del freno…
– «Lo que ves es lo que obtienes», claro -dijo el finlandés-. He visto el esquema del silicio del tipo. Muy ostentoso. Como él se lo imagina, ¿entiendes? Supongo que podría reducirlo a una pulsación y quemar una retina fácilmente.
– ¿Se lo habéis contado a vuestra amiga? -Terzibashjian se inclinó hacia adelante entre las butacas de ultragamuza.- En Turquía las mujeres siguen siendo mujeres…
El finlandés bufó. -Ella te pondría las bolas de corbata si la mirases bizqueando.
– No entiendo esa expresión.
– No importa -dijo Case-. Significa cierra el pico.
El armenio volvió a acomodarse, dejando un metálico relente de colonia. Se puso a susurrar algo a un trans/receptor Sanyo en una extraña ensalada de griego, francés, turco y fragmentos aislados de inglés. El trans/receptor respondió en francés. El Mercedes dobló con suavidad en una esquina. -El bazar de las especias, a veces llamado el bazar egipcio -dijo el automóvil-, fue edificado sobre el emplazamiento de un bazar anterior construido por el sultán Hatice en 1660. Es el mercado principal de la ciudad para todo lo que sea especias, software, perfumes, drogas…
– Drogas -dijo Case, mirando el ir y venir de los limpiaparabrisas sobre el Lexan a prueba de balas-. ¿Qué fue lo que dijiste antes, Yersi, de que Riviera estaba enganchado?
– Sí, una mezcla de cocaína y meperidina. -El armenio volvió a su conversación con el Sanyo.
– Demerol, lo llamaban antes -dijo el finlandés-. Un maestro del pico. Con bonitos elementos te estás mezclando, Case.
– No importa -dijo Case subiéndose el cuello de la chaqueta-. Ya le conseguiremos un páncreas nuevo o algo al pobre diablo.
El humor del finlandés mejoró sensiblemente en cuanto entraron en el bazar, como si la densidad de la muchedumbre y la sensación de encierro lo reconfortaran. Caminaron junto al armenio a lo largo de un pasaje ancho, bajo láminas plásticas manchadas de hollín y una reja de hierro pintada de verde de la edad del vapor. Mil anuncios colgaban en el aire, retorciéndose y destellando.
– Jesús -dijo el finlandés, y apretó el brazo de Case-. Mira eso. -Señaló. – Es un caballo, hermano. ¿Has visto alguna vez un caballo?
Case miró el animal embalsamado y sacudió la cabeza.
Estaba expuesto sobre una especie de pedestal, cerca de la entrada de una tienda donde se vendían aves y monos. Décadas de manoseo habían ennegrecido y pulido las patas del animal. -Una vez vi uno en Maryland -dijo el finlandés-, y ya habían pasado tres años largos de la pandemia. Hay árabes que siguen tratando de recodificarlos a partir del ADN, pero siempre se les mueren.
Los castaños ojos de vidrio del animal parecían seguirlos mientras pasaban. Terzibashjian los condujo a un café cerca del corazón del mercado, una habitación de techo bajo que parecía estar allí desde hacía siglos. Escuálidos muchachos en manchadas chaquetas blancas se abrían paso entre las mesas abarrotadas, haciendo equilibrios con bandejas de metal cargadas de botellas de Turk-Tuborg y pequeños vasos de té.
Case compró un paquete de Yeheyuans a un vendedor ambulante que estaba junto a la puerta. El armenio seguía susurrándole al Sanyo. -Adelante -dijo-. Se está marchando. Cada noche va por el túnel hasta el bazar, para comprarle la mezcla a Alí. Vuestra mujer está cerca. Adelante.
El callejón era un sitio antiguo, demasiado antiguo; las paredes eran bloques de piedra oscura. El pavimento irregular olía a un siglo de goteras de gasolina absorbida por piedra caliza. -No veo un carajo -susurró Case.
– Eso al bombón le conviene -dijo el finlandés.
– Silencio -dijo Terzibashjian, demasiado alto.
Un chirriar de madera sobre piedra o cemento. Diez metros más allá, una cuña de luz amarilla cayó sobre adoquines mojados, y se ensanchó. Una figura apareció un momento y la puerta volvió a cerrarse, dejando el estrecho lugar a oscuras. Case se estremeció.
– Ahora -dijo Terzibashjian, y un haz brillante de luz blanca, emitido desde la azotea del edificio frente al mercado, dibujó un círculo perfecto en tomo a la delgada figura, junto a la centenaria puerta de madera. Ojos luminosos miraron a derecha e izquierda, y el hombre se desplomó. Case creyó que le habían disparado; yacía boca abajo, el pelo rubio sobre la piedra antigua, las manos yertas, blancas y patéticas.
El foco no se movía.
La espalda de la chaqueta del hombre abatido se hinchó y estalló, salpicando de sangre las paredes y el portal. Unos brazos de longitud inverosímil, de color rosado grisáceo y de tendones como cuerdas se doblaron en el resplandor. Pareció que la forma salía del pavimento, a través de la ruina inerte y sanguinolento que había sido Riviera. Medía dos metros, se apoyaba en dos piernas, y parecía no tener cabeza. Giró lentamente para encararlos, y Case vio que tenía cabeza pero no cuello. No tenía ojos; la piel resplandecía con un húmedo color rosado intestinal. La boca, si podía llamársela una boca, era circular, cónica, breve, y bordeada de un enmarañado cultivo de pelos o cerdas que brillaban como cromo negro. Apartó de un puntapié los restos de tripa y carne y dio un paso; la boca se movía como un radar que estuviese rastreándolos.
Terzibashjian dijo algo en griego o turco y arremetió contra la criatura, los brazos abiertos como si fuera a arrojarse por una ventana. La atravesó. Fue a dar contra el cañón de una pistola que destelló en la oscuridad, más allá del círculo de luz. Fragmentos de roca zumbaron junto a la cabeza de Case; el finlandés lo echó a tierra de un empujón.
La luz de la terraza desapareció, Case vio imágenes inconexas del destello del arma, el monstruo y la luz blanca. Le zumbaban los oídos.
Entonces la luz volvió, ahora en movimiento, buscando en las sombras. Terzibashjian estaba apoyado en una puerta de acero, el rostro lívido. Se sostenía la muñeca izquierda y contemplaba las gotas de sangre que le caían de la mano izquierda. El hombre rubio, entero otra vez, limpio de sangre, yacía a sus pies.
Molly salió de entre las sombras, toda de negro, empuñando la pistola.
– Usa la radio -dijo el armenio entre dientes-. llama a Mahmut. Tenemos que sacarlo de aquí. Éste no es un buen lugar.
– Casi lo consigue el imbécil -dijo el finlandés, limpiándose sin éxito los pantalones. Las rótulas le crujieron al incorporarse-. Estabas mirando el espectáculo de horror, ¿verdad? No la hamburguesa que quitaron de en medio. Una monada. Bueno, ayúdales a sacarlo de aquí. Tengo que revisar todo ese equipo antes de que despierte, asegurarme de que el dinero de Armitage esté bien invertido.
Molly se inclinó y recogió algo. Una pistola. -Una Nambu -dijo-. Bonita arma.
Terzibashjian gimió. Case vio que le faltaba casi todo el dedo medio.
La ciudad estaba empapada en azul prealba. Molly le dijo al Mercedes que los llevase a Topkapi. El finlandés y un turco gigantesco llamado Mahmut habían sacado a Riviera del callejón. Minutos después un Citroën polvoriento había llegado para llevarse al armenio, que parecía al borde del desmayo.
– Eres un idiota -le dijo Molly al abrirle la puerta del coche-. Tendrías que haber esperado. Estuve apuntándole desde el momento en que salió. -Terzibashjian la miró con resentimiento. – Así que contigo ya no tenemos nada que ver. -Lo empujó hacia adentro y cerró de un portazo.- Como vuelva a tropezar contigo te mato -dijo al rostro lívido que la miraba detrás de la ventanilla de color. El Citroën salió del callejón trabajosamente y dobló con torpeza al llegar a la calle.