– Escuche -dijo Case-, es una IA, ¿sabe? Inteligencia artificial. La música que ustedes oyeron probablemente se metió en los bancos de aquí y cocinó lo que pensaba que les gustaría…
– Babilonia -intervino el otro Fundador- es la madre de muchos demonios, yo y yo lo sabemos. ¡Hordas multitudinarias!
– ¿Cómo fue que me llamaste, viejo? -preguntó Molly.
– Navaja Andante. Y tú traes una peste a Babilonia, hermana, a su más oscuro corazón…
– ¿Qué tipo de mensaje transmitió la voz? -preguntó Case.
– Nos pidió que os ayudáramos -dijo el otro-, que tal vez sirváis como instrumento de los últimos Días. -El rostro cubierto de arrugas parecía perturbado. – Se nos pidió que enviásemos a Maelcum con vosotros, a bordo del remolque Garvey, al puerto babilónico de Freeside. Y eso haremos.
– Maelcum es un muchacho rudo -dijo el otro-, y un excelente piloto de remolque.
– Pero hemos decidido que Aerol vaya también, en el Babylon Rocker, para vigilar el Garvey.
Un incómodo silencio llenó la cúpula.
– ¿Y eso es todo? -preguntó Case-. ¿Ustedes trabajan para Armitage o qué?
– Nosotros les alquilamos espacio -dijo el Fundador de Los Ángeles-. Tenemos cierta relación con diversos tráficos, aquí, y ningún respeto por la ley de Babilonia. Nuestra ley es la palabra de Jah. Pero es posible que esta vez hayamos cometido un error.
– Mide dos veces, corta una -dijo el otro, con voz suave.
– Vamos, Case -dijo Molly-. Regresemos antes de que el hombre piense que no estamos.
– Maelcum os llevará. El amor de Jah, hermana.
9
EL REMOLQUE MARCUS GARVEY, una cáscara de acero de nueve metros de longitud y dos de diámetro, crujía y se estremecía mientras Maelcum tecleaba el rumbo de navegación. Estirado en su red elástica de gravedad, Case contemplaba la musculosa espalda del sionita a través de una bruma de escopolamina. Había tomado la droga para evitar la náusea del mareo, pero los estimulantes que el fabricante incluía para contrarrestar el fármaco no actuaban sobre su alterado sistema.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar a Freeside? -preguntó Molly desde su red, junto al módulo de pilotaje de Maelcum.
– Ya falta poco, creo.
– ¿Nunca pensáis en horas?
– Hermana, el tiempo es tiempo, ¿sabes? Da miedo -y sacudió sus rizos- en los controles, y yo y yo llegaremos a Freeside cuando yo y yo lleguemos…
– Case -dijo ella-, ¿habrás hecho algo para entrar en contacto con nuestro amigo de Berna? Lo digo por todo el tiempo que pasaste en Sión, enchufado y moviendo los labios.
– Con el amigo -dijo Case-, ya. No. No lo hice. Pero tengo un cuento parecido, que pasó en Estambul. -Le contó lo de los teléfonos en el Hilton.
– Jesús -dijo ella-. Se nos fue una oportunidad. ¿Por qué colgaste?
– Podría haber sido cualquiera -mintió él-. Sólo un chip… No sé… -Se encogió de hombros.
– No sólo porque tuvieras miedo, ¿eh?
Case volvió a encogerse de hombros.
– Hazlo ahora.
– ¿Qué?
– Ahora. De todos modos, coméntalo con el Flatline.
– Estoy dopado -protestó, pero extendió la mano hacia los trodos. La consola y el Hosaka habían sido instalados detrás del módulo de Maelcum, junto a un monitor Cray de muy alta resolución.
Ajustó los trodos. El Marcus Garvey había sido armado alrededor de un antiguo y enorme limpiador de aire ruso, un aparato rectangular pintado con símbolos rastafaris, Leones de Sión y Cruceros de la Estrella Negra, los rojos y los verdes cubriendo elocuentes autoadhesivos en cirílico. Alguien había pintado el equipo de pilotaje de Maelcum con un aerosol rosado, caliente y tropical, y había raspado el exceso de pintura de las pantallas y los monitores con una navaja. Las juntas que sellaban la esclusa de aire estaban adornadas con burbujas semirrígidas y con cintas de arcilla traslucida, como hebras de algas artificiales. Case miró por encima del hombro de Maelcum hacia la pantalla central y vio la imagen del acoplamiento: la trayectoria del remolque era una línea de puntos rojos, y Freeside un círculo verde y segmentado. Observó cómo la línea se extendía y generaba un nuevo punto.
Conectó.
– ¿Dixie?
– Sí.
– ¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?
– Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.
– ¿A qué se parecía la imagen?
– A un cubo blanco.
– ¿Cómo sabías que era una IA?
– ¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.
– ¿Y?
– Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.
Case se mordió el labio y miró hacia afuera, por encima de las plataformas del Centro de Fisión de la Costa Este, hacia el infinito vacío neuroelectrónico de la matriz.
– ¿Tessier-Ashpool, Dixie?
– Sí, Tessier.
– ¿Y regresaste?
– Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda, ese hielo.
– ¿Y tu electroencefalograma quedó plano?
– Bueno,' así es como nacen las leyendas, ¿verdad?
Case desconectó. -Mierda -dijo-. ¿Cómo crees que Dixie quedó anulado, eh? Tratando de meterse en una IA. Estupendo…
– Sigue -dijo Molly-. Se supone que juntos sois dinamita, ¿verdad?
– Dix -dijo Case-, quiero echarle un vistazo a una IA en Berna. ¿Se te ocurre alguna razón para no hacerlo?
– A menos que tengas un miedo morboso a la muerte, no, ninguna.
Case tecleó las coordenadas del sector bancario suizo, sintiendo una ola de euforia a medida que el ciberespacio temblaba, se desdibujaba, se solidificaba. El Centro de Fisión de la Costa Este desapareció para dejar paso a la fría y geométrica complejidad del sistema bancario comercial de Zurich. Volvió a teclear, buscando Berna.
– Sube -dijo la estructura-. Tiene que estar más arriba.
Ascendieron por reticulados de luz en un parpadeo de niveles. Un destello azul.
Tiene que ser eso, pensó Case.
Wintermute era un sencillo cubo de luz blanca; sencillez que sugería una complejidad extrema.
– No parece gran cosa, ¿verdad? -dijo el Flatline-. Pero intenta tocarla.
– Voy a intentar meterme, Dixie.
– Adelante.
Case tecleó hasta que estuvo a cuatro puntos de retícula del cubo. La ciega fachada, ahora enorme frente a él, comenzó a moverse con tenues sombras interiores, como si mil bailarines giraran detrás de una vasta lámina de vidrio escarchado.
– Sabe que estamos aquí -apuntó el Flatline.
Case volvió a teclear, una vez: saltaron un punto reticular hacia adelante.
Un círculo gris y punteado apareció sobre la cara del cubo.
– Dixie…
– Vuelve, rápido.
El área gris se hinchó suavemente, se convirtió en una esfera y se separó del cubo.
Case sintió como un pinchazo en la palma de la mano cuando pulsó con violencia RETROCESO MÁXIMO. La matriz se alejó borroneándose: cayeron por un pozo crepuscular de bancos suizos. Ahora la esfera era más oscura, acercándose o bajando.
– Desconecta -dijo el Flatline.
La oscuridad cayó como un martillo.
Hielo y un olor a acero frío le acariciaron la espina dorsal.
Y caras que se asomaban desde una jungla de neón, marineros y buscavidas y putas, bajo un envenenado cielo de plata…
– Oye, Case, dime qué mierda te está pasando; ¿te has vuelto loco, o qué?
Un pulso regular de dolor le bajaba ahora por la espina dorsal.
La lluvia lo despertó, una llovizna lenta; tenía los pies enredados en espirales de fibra óptica desechada. El mar de sonido de la vídeo galería caía sobre él, retrocedía, regresaba. Rodando hacia un lado se incorporó y se sostuvo la cabeza.
Una luz que salía de una compuerta de servicio en la trastienda de la vídeo galería revelaba trozos rotos de madera húmeda y la carcasa goteante de una abandonada consola de juegos. Unos estilizados caracteres en japonés cubrían el costado de la consola en descoloridos rosas y amarillos.
Miró hacia arriba y vio una tiznada ventana de plástico, un débil resplandor fluorescente.
Le dolía la espalda, la columna.
Se puso de pie; se quitó el pelo mojado de los ojos.
Algo había ocurrido…
Se revisó los bolsillos en busca de dinero, no encontró nada, y tembló. ¿Dónde estaba su chaqueta? Miró detrás de la consola, pero en seguida renunció a encontrarla.
En Ninsei, midió las dimensiones de la muchedumbre. Viernes. Tenía que ser un viernes. Tal vez Linda estuviese en la vídeo galería. Tal vez tuviese dinero, o al menos cigarrillos… Tosiendo, chorreando lluvia de la pechera de la camisa, se abrió paso entre la multitud hacia la entrada.
Los hologramas se retorcían y temblaban con el rugir de los juegos; fantasmas solapados en la abigarrada bruma del local, olor a sudor y tensión aburrida. Un marinero de camiseta blanca destruyó Bonn en una consola de Guerra de Tanques: un destello azul.
Ella estaba jugando al Castillo Embrujado, abstraída, los ojos grises delineados con lápiz negro corrido.
Levantó la mirada cuando él le puso un brazo sobre los hombros. -Vaya, ¿cómo estás? Te ves mojado.
La besó.
– Me has hecho perder el juego -dijo ella-. Mira eso, imbécil. En la Mazmorra del séptimo nivel y los vampiros me atrapan. -Le pasó un cigarrillo.- Te ves muy tenso. ¿Dónde has estado?