– Es un bichito raro, ¿eh? -El finlandés sonrió a Case desde el anticuado Sony.
Case se encogió de hombros. Vio a Maelcum que volvía por el pasillo con la Remington en la mano. El sionita sonreía, moviendo la cabeza al compás de algún ritmo que Case no podía escuchar. Un par de finos cables amarillos iban desde las orejas hasta un bolsillo lateral de la chaqueta sin mangas.
– El sonido dub de allá, hombre -dijo Maelcum.
– Estás loco de remate -le dijo Case.
– Suena bien, hombre. El dub de los justos.
– Eh, vosotros -dijo el finlandés-. A moverse. Aquí llega vuestro transporte. No será un truco tan bueno como el de la imagen que engañó al portero, pero puedo llevaros hasta las habitaciones de 3Jane.
Case estaba desenchufando el adaptador cuando el vehículo de servicio apareció girando, vacío, bajo el poco elegante arco de hormigón que señalaba el otro extremo del pasillo. Tal vez fuera el que había llevado a los africanos, pero los hombres ya no estaban allí. Justo detrás del asiento bajo y acolchado, con los pequeños manipuladores prendidos en el tapiz, el diodo rojo del pequeño Braun guiñaba a intervalos regulares.
– El bus nos espera -dijo Case a Maelcum.
20
HABÍA VUELTO A PERDER la rabia. La echaba de menos.
El pequeño vehículo estaba atestado: Maelcum, la Remington sobre las rodillas, y Case, la consola y la estructura contra el pecho. El carrito se desplazaba a velocidades para las que no había sido diseñado; cargado a tope, amenazaba con volcar en las esquinas. Maelcum se inclinaba en el mismo sentido de las curvas. No era un problema cuando el aparato doblaba a la izquierda, pues Case iba sentado en la derecha, pero al doblar hacia la derecha, el sionita tenía que inclinarse por encima de Case y su equipo, y lo aplastaba contra el asiento.
No tenía idea de dónde estaban. Todo le parecía familiar, pero no estaba seguro de haberlo visto antes.
En un serpenteante vestíbulo forrado de escaparates de madera se exhibían colecciones que jamás había visto: cráneos de grandes aves, monedas, máscaras de plata trabajada. Los seis neumáticos del vehículo de servicio rodaban silenciosos sobre las capas de alfombras. Sólo se oía el gemido del motor eléctrico y un débil y ocasional estallido de música sionita en los auriculares de Maelcum, cuando éste se arrojaba sobre Case para contrarrestar un giro a la derecha demasiado cerrado. La consola y la estructura presionaban constantemente contra la cadera de Case el shuriken que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Tienes hora? -preguntó a Maelcum.
El sionita sacudió sus mechones. -El tiempo es tiempo. -Cristo -dijo Case, y cerró los ojos.
El Braun trotaba sobre el ondulante suelo de alfombras. Tocó con una garra acolchada una desmesurada puerta rectangular de golpeada madera oscura. Tras ellos, el vehículo zumbó un instante y despidió chispas azules por la rejilla de un panel. Las chispas alcanzaron la alfombra que estaba debajo y Case sintió un olor a lana chamuscada.
– ¿Es por aquí, hombre? -Maelcum miró la puerta de soslayo y soltó el seguro del rifle.
– Eh -dijo Case, más para sí que para Maelcum-, ¿te crees que lo sé? -El cuerpo esférico del Braun dio media vuelta y el diodo empezó a titilar.
– Quiere que abras la puerta -dijo Maelcum, asintiendo con la cabeza.
Case dio un paso adelante y tanteó el ornamentado pomo de bronce. Montada en la puerta, a la altura de los Ojos, había una placa de bronce, tan antigua que las letras grabadas en ella eran un código ilegible y enmarañado: el nombre de un funcionario o de una función, desaparecidos hacía tiempo, lustrados hasta el olvido. Se preguntó vagamente si la Tessier-Ashpool había escogido cada parte de Straylight por separado, o si las habían comprado en un único lote a algún vasto equivalente europeo de la Metro-Holografix. Los goznes de la puerta crujieron plañideramente. Maelcum pasó primero, con la Remington apoyada en la cadera y apuntando hacia adelante.
– Libros -dijo Maelcum.
La biblioteca, las blancas estanterías de acero con sus etiquetas.
– Yo sé dónde estamos -dijo Case. Volvió la vista hacia el vehículo de servicio. Un rizo de humo se elevaba desde la alfombra-. Vamos -dijo-. Coche… ¡Coche! -El vehículo permaneció inmóvil. El Braun le pellizcaba los tejanos y le mordisqueaba los tobillos. Case resistió una fuerte tentación de patearlo.- ¿Sí?
El microliviano cruzó la puerta con un ruido mecánico. Case lo siguió.
El monitor que había en la biblioteca era otro Sony, tan antiguo como el primero. El Braun se detuvo debajo y ejecutó una suerte de baile.
– ¿Wintermute?
Los rasgos familiares llenaron la pantalla. El finlandés sonrió.
– Es hora de entrar, Case -dijo el finlandés con los ojos fruncidos por el humo del cigarrillo-. Vamos, conecta.
El Braun se arrojó contra el tobillo de Case y comenzó a subir pierna arriba, mordiéndole la carne con los manipuladores a través de la delgada tela negra. -¡Mierda! -Lo apartó de un manotazo arrojándolo contra la pared. Dos de las extremidades del Braun empezaron a pistonear repetida y fútilmente, bombeando aire.- ¿Qué le pasa al maldito aparato?
– Se quemó -dijo el finlandés-. Olvídalo. No hay problema. Conecta ya.
Había cuatro zócalos bajo la pantalla, pero sólo uno aceptaba el adaptador Hitachi.
Conectó.
Nada. Vacío gris.
Ni matriz, ni rejilla. Ni ciberespacio.
La consola había desaparecido. Los dedos…
Y en el límite extremo de la conciencia, una huidiza, fugaz impresión de algo que se abalanzaba sobre él, a través de leguas de espejo negro.
Quiso gritar.
Parecía que había una ciudad, más allá de la curva de la playa, pero estaba lejos.
Se acuclilló sobre la arena húmeda, abrazado a las rodillas, y tembló.
Permaneció así largo rato, aun después de haber dejado de temblar. La ciudad era baja y gris. Unos bancos de niebla que llegaban rodando sobre las olas la oscurecían por momentos. Le pareció una vez que en realidad no era una ciudad, sino un edificio aislado, tal vez una ruina: no podía saber a qué distancia estaba. La arena era del tono de la plata vieja cuando aún no se ha ennegrecido por completo. La playa era de arena, muy larga; la arena estaba húmeda y le mojaba el ruedo de los tejanos. Se cruzó de brazos y se balanceó, cantando una canción sin palabras ni melodía.
El cielo era de un plateado distinto. Chiba. Como el cielo de Chiba. ¿La bahía de Tokio? Se volvió y se quedó mirando el mar, añorando el logo holográfico de la Fuji Electric, el zumbido de un helicóptero, cualquier cosa.
Detrás de él, chilló una gaviota. Case se estremeció.
Se estaba levantando un viento. La arena le golpeó la cara. La apoyó en las rodillas y lloró; el ruido de sus propios sollozos le pareció tan distante y ajeno como el graznido de la gaviota hambrienta. Empapó los tejanos con orina tibia que goteó sobre la arena y rápidamente se enfrió en el viento de mar. Cuando dejó de llorar, le dolía la garganta.
– Wintermute -balbuceó a sus rodillas-, Wintermute…
Oscurecía, y cada vez que temblaba era por un frió que al fin lo obligó a levantarse.
Le dolían las rodillas y los codos. Le goteaba la nariz. Se la secó con el puño de la chaqueta y se revisó los bolsillos uno tras otro: vacíos. -Jesús… -Le castañeteaban los dientes.
La marea había dejado en la playa dibujos más delicados que los de cualquier jardinero de Tokio. Tras una docena de pasos en dirección a la ciudad, ahora visible, se volvió y miró de nuevo la oscuridad que se apelmazaba. Las huellas de sus pies se extendían hasta el sitio donde había llegado. Ninguna otra marca turbaba la arena ennegrecida.
Calculó que había recorrido al menos un kilómetro cuando vio la luz. Estaba hablando con Ratz y fue Ratz el primero en señalarlo: un resplandor rojo anaranjado, a la derecha, lejos de las olas. Sabía que Ratz no se encontraba allí, que el camarero era un invento de su propia imaginación, no de la cosa en la que estaba atrapado; pero eso no tenía importancia. Había invocado a aquel hombre buscando algún tipo de sosiego, pero Ratz tenía sus propias ideas acerca de Case y sus aprietos.
– ¡Realmente, mi artiste, me asombras! Hasta dónde llegarás para conseguir tu propia destrucción. ¡Y qué redundante! En Night City la tenías, ¡en la palma de la mano! La cocaína, para comerte los sentidos; la bebida, para mantenerlo todo bien fluido; Linda, para endulzar tu dolor, y la calle, para sostener el hacha en alto. Qué lejos has llegado, para hacerlo ahora, y qué utilería tan grotesca… Campos de juego suspendidos en el espacio, castillos herméticamente sellados, las depravaciones más raras de la vieja Europa, muertos sellados en cajas pequeñas, magia de China… -Ratz se echó a reír, avanzando a zancadas junto a él, con el manipulador rosado bailándole con soltura al costado. Pese a la oscuridad, Case podía ver el acero barroco que apretaba los ennegrecidos dientes del camarero.- Pero supongo que es el estilo de un artiste, ¿no? Necesitabas un mundo construido para ti: esta playa, este lugar. Para morir.
Case se detuvo, tambaleante, se volvió hacia el ruido de las olas y el acoso de la arena aventada. -Sí -dijo-. Mierda. Supongo… -Caminó hacia el ruido.
– Artiste -oyó decir a Ratz-. La luz. La viste. Por aquí…
Se detuvo de nuevo, tembló, cayó de rodillas en un charco de helada agua de mar. -¿Ratz? ¿Luz? Ratz…
Pero ahora la oscuridad era total, y sólo se oía el ruido de las olas. Se puso de pie trabajosamente,y trató de regresar.
El tiempo pasaba. Siguió caminando.
Y entonces apareció, un resplandor, más nítido con cada paso. Un rectángulo. Una puerta.
– Allí hay fuego -dijo, con palabras desgarradas por el viento.
Era un búnker, de piedra o de hormigón, enterrado en aluviones de arena negra. La entrada, abierta en una pared de al menos un metro de ancho, era baja, angosta, sin puerta, y profunda.