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– Creo que estás jodido, Case. Aparezco y directamente me encajas en tu imagen de la realidad.

– Entonces, ¿qué quiere usted, señora? -Se apoyó en la compuerta.

– A ti. Un cuerpo vivo, sesos aún relativamente intactos. Molly, Case. Me llamo Molly. Te he venido a buscar de parte del hombre para quien trabajo. Sólo quiere hablar, eso es todo. Nadie quiere hacerte daño.

– Qué bien.

– Sólo que a veces hago daño a la gente, Case. Supongo que tiene algo que ver con mis circuitos. -llevaba unos pantalones ceñidos de cabritilla negra y una chaqueta negra y abultada, hecha de alguna tela opaca que parecía absorber la luz. – ¿Te portarás bien si guardo esta pistola de dardos, Case? Parece que te gusta correr riesgos estúpidos.

– Eh, yo siempre me porto bien. Soy dócil; conmigo no hay problemas.

– Formidable, así se habla, hombre. -La pistola desapareció dentro de la chaqueta negra. – Porque si te pasas de listo y tratas de engañarme, correrás uno de los riesgos más estúpidos de tu vida.

Extendió las manos, las palmas hacia arriba, los pálidos dedos ligeramente separados, y con un sonido metálico apenas perceptible, diez cuchillas de bisturí de doble filo y de cuatro centímetros de largo salieron de sus compartimientos bajo las uñas rojas.

Sonrió. Las cuchillas se retiraron lentamente.

2

TRAS UN AÑO DE ATAÚDES, la habitación de la vigesimoquinta planta del Chiba Hilton parecía enorme. Era de diez metros por ocho; la mitad de una suite. Una cafetera Braun blanca despedía vapor en una mesa baja, junto a los paneles de vidrio corredizos que se abrían a un angosto balcón.

– Sírvete un café. Parece que lo necesitas. -Ella se quitó la chaqueta negra; la pistola le colgaba bajo el brazo en una funda de nailon negro. Llevaba un jersey gris sin mangas con cremalleras de metal sobre cada hombro. Antibalas, advirtió Case, vertiendo café en una jarra roja y brillante. Sentía como si tuviera las piernas y brazos hechos de madera.

– Case. -Alzó los ojos y vio al hombre por primera vez. Me llamo Armitage. -La bata oscura estaba abierta hasta la cintura; el amplio pecho era lampiño y musculoso; el estómago, plano y duro. Los ojos azules eran tan claros que hicieron que Case pensara en lejía.- Ha salido el Sol, Case. Éste es tu día de suerte, chico.

Case echó el brazo a un lado, y el hombre esquivó con facilidad el café hirviente. Una mancha marrón resbaló por la imitación de papel de arroz que cubría la pared. Vio el aro angular de oro que le atravesaba el lóbulo izquierdo. Fuerzas Especiales. El hombre sonrió.

– Toma tu café, Case -dijo Molly-. Estás bien, pero no irás a ningún lado hasta que Armitage diga lo que ha venido a decirte. -Se sentó con las piernas cruzadas en un cojín de seda, y comenzó a desmontar la pistola sin molestarse en mirarla. Dos espejos gemelos rastrearon los movimientos de Case, que volvía a la mesa a llenar su taza.

– Eres demasiado joven para recordar la guerra, ¿no es cierto, Case? -Armitage se pasó una mano grande por el corto pelo castaño. Un pesado brazalete de oro le brillaba en la muñeca.- Leningrado, Kiev, Siberia. Te inventamos en Siberia, Case.

– ¿Y eso que quiere decir?

– Puño Estridente. Ya has oído el nombre.

– Una especie de operación, ¿verdad? Para tratar de romper el nexo ruso con los programas virales. Sí, oí hablar de eso. Y nadie escapó.

Sintió una tensión abrupta. Armitage caminó hacia la ventana y contempló la bahía de Tokio. -No es verdad. Una unidad consiguió volver a Helsinki, Case.

Case se encogió de hombros y sorbió café.

– Eres un vaquero de consola. Los prototipos de los programas que usas para entrar en bancos industriales fueron desarrollados para Puño Estridente. Para asaltar el nexo informático de Kirensk. El módulo básico era un microligero Alas Nocturnas, un piloto, un panel matriz, un operador. Estábamos programando un virus llamado Topo. La serie Topo fue la primera generación de verdaderos programas de intrusión.

– Rompehielos -dijo Case, por encima del borde de la jarra roja.

– Hielo, de ICE, intrusion countermeasures electronics; electrónica de las contramedidas de intrusión.

– El problema es, señor, que ya no soy operador, así que lo mejor será que me vaya…

– Yo estaba allí, Case; yo estaba allí cuando ellos inventaron tu especie.

– No tienes nada que ver conmigo ni con mi especie, colega. Eres lo bastante rico para contratar a una mujer-navaja que me remolque hasta aquí; eso es todo. Nunca volveré a teclear una consola, ni para ti ni para nadie. -Se acercó a la ventana y miró hacia abajo.- Ahí es donde vivo ahora.

– Nuestro perfil dice que estás tratando de engañar a los de la calle hasta que te maten cuando estés desprevenido.

– ¿Perfil?

– Hemos construido un modelo detallado. Compramos un paquete de datos para cada uno de tus alias y los pusimos a prueba con programas militares. Eres un suicida, Case. El modelo te da a lo sumo un mes. Y nuestra proyección médica dice que necesitarás un nuevo páncreas dentro de un año.

– «Nuestra». -Se encontró con los desteñidos ojos azules.- «Nuestra», ¿de quiénes?

– ¿Qué dirías si te aseguro que podemos corregir tu desperfecto neuronal, Case? -Armitage miró súbitamente a Case como si estuviese esculpido en un bloque de metal; inerte, enormemente pesado. Una estatua. Case sabía ahora que estaba soñando y que no tardaría en despertar. Armitage no habló de nuevo. Los sueños de Case terminaban siempre en esos cuadros estáticos, y ahora, aquél había terminado.

– ¿Qué dirías, Case?

Case miró hacia la bahía y se estremeció. -Diría que estás lleno de mierda.

Armitage asintió.

– Luego te preguntaría cuáles son tus condiciones.

– No muy distintas de las que tienes por costumbre, Case.

– Déjalo dormir un poco, Armitage -dijo Molly desde su cojín; las piezas de la pistola estaban dispersas sobre la seda como un costoso rompecabezas-. Se está cayendo a pedazos.

– Las condiciones -dijo Case-, y ahora. Ahora mismo.

Seguía temblando. No podía dejar de temblar.

La clínica no tenía nombre; estaba costosamente equipada; era una sucesión de pabellones elegantes separados por pequeños jardines formales. Recordaba el lugar por la ronda que había hecho el primer mes en Chiba.

– Asustado, Case. Estás realmente asustado.

– Era un domingo por la tarde y estaba con Molly en una especie de patio. Rocas blancas, un seto de bambú verde, gravilla negra rastrillada en ondas tersas. Un jardinero, algo parecido a un gran cangrejo de metal, estaba podando el bambú.

– Funcionará, Case. No tienes idea del equipo que tiene Armitage. Va a pagar a estos neurocirujanos para que te arreglen con el programa que les ha proporcionado. Los va a poner tres años por delante de la competencia. ¿Tienes idea de lo que cuesta eso? -Engarzó los pulgares en las trabillas de los pantalones de cuero y se balanceó sobre los tacones saqueados de las botas de vaquero color rojo cereza. Tenía los delgados dedos de los pies enfundados en brillante plata mejicana. Los lentes eran azogue vacío; lo contemplaban con una calma de insecto.

– Eres un samurai callejero -dijo Case-. ¿Desde cuándo trabajas para él?

– Un par de meses.

– ¿Y antes de eso?

– Para otra persona. Una chica trabajadora, ¿sabes?

Él asintió.

– Es gracioso, Case.

– ¿Qué es gracioso?

– Es como si te conociera. El perfil que él tiene. Sé cómo estás construido.

– No me conoces, hermana.

– Tú estás bien, Case. Lo que te ha pasado no es más que mala suerte.

– ¿Y él? ¿Qué tal es él, Molly? -El cangrejo robot se movió hacia ellos, abriéndose paso sobre las ondas de gravilla. La coraza de bronce podía tener miles de años. Cuando estuvo a un metro de las botas, disparó un rayo de luz y se detuvo en seco un instante para analizar la información.

– En lo primero que pienso siempre, Case, es en mi propio y dulce pellejo. -El cangrejo alteró el curso para esquivarla, pero ella lo pateó con delicada precisión; la punta de plata de la bota resonó en el armatoste, que cayó de espaldas, pero las extremidades de bronce no tardaron en enderezarlo.

Case se sentó en una de las rocas, rozando la simetría de la gravilla con las punteras de los zapatos. Se registró la ropa en busca de cigarrillos. -En tu camisa -dijo ella.

– ¿Quieres contestar a mi pregunta? -Case extrajo del paquete un arrugado Yeheyuan que ella encendió con una lámina de acero alemán que parecía provenir de una mesa de operaciones.

– Bueno, te diré: es seguro que el hombre está detrás de algo. Ahora tiene muchísimo dinero, y nunca lo había tenido antes, y cada vez tiene más. -Case advirtió una cierta tensión en la boca de ella.- O tal vez algo está detrás de él… -Se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé exactamente. En verdad, no sé para qué o quién estamos trabajando.

Él contempló los espejos gemelos. Tras dejar el Hilton el sábado por la mañana, había regresado al Hotel Barato y había dormido diez horas. Luego dio un largo e inútil paseo por el perímetro de seguridad del puerto, observando a las gaviotas que volaban en círculo más allá de la cerca metálica. Si ella lo había seguido, lo había hecho muy bien. Evitó Night City. Esperó en el ataúd la llamada de Armitage. Y ahora aquel patio silencioso, domingo por la tarde, aquella chica con cuerpo de gimnasta y manos de conjuradora.

– Tenga la bondad de seguirme, señor, el anestesista lo está esperando. -El técnico hizo una reverencia, dio media vuelta y volvió a entrar en la clínica sin mirar si Case lo seguía.