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Olor a acero frío. El hielo le acarició la columna.

Perdido, tan pequeño en medio de aquella oscuridad, la imagen del cuerpo se le desvanecía en pasadizos de cielo de televisor.

Voces.

Luego el fuego negro encontró las ramificaciones tributarias de los nervios; un dolor que superaba cualquier cosa que llamaran dolor…

Quédate quieto. No te muevas.

Y Ratz estaba allí, y Linda Lee, Wage y Lonny Zone, cien rostros del bosque de neón, navegantes y buscavidas y putas, donde el cielo es plata envenenada, más allá de la cerca metálica y la prisión del cráneo.

Maldita sea, no te muevas.

Donde la sibilante estática del cielo se transformaba en una matriz acromática, y vio los shurikens, sus estrellas.

– ¡Basta, Case, tengo que encontrarte la vena!

Ella estaba sentada a horcajadas sobre su pecho; tenía una jeringa de plástico azul en la mano. -Si no te quedas quieto, te, atravesaré la maldita garganta. Estás lleno de inhibidores de endorfina.

Despertó y la encontró estirada junto a él en la oscuridad.

Tenía el cuello frágil, como un haz de ramas pequeñas. Sentía un continuo latido de dolor en la mitad inferior de la columna. Imágenes se formaban y reformaban: un intermitente montaje de las torres del Ensanche y de unas ruinosas cúpulas de Fuller, tenues figuras que se acercaban en la sombra bajo el puente o una pasarela…

– Case. Es miércoles, Case. -Ella se dio la vuelta y se le acercó. Un seno rozó el brazo de Case. Oyó que ella rasgaba el sello laminado de una botella de agua y que bebía. – Toma. -Le puso la botella en la mano. – Puedo ver en la oscuridad, Case. Tengo microcanales de imágenesamperios en los lentes.

– Me duele la espalda.

– Es ahí donde te cambiaron el fluido. También te cambiaron la sangre, pues incluyeron un páncreas en el paquete. Y un poco de tejido nuevo en el hígado. Lo de los nervios no lo sé. Muchas inyecciones. No tuvieron que abrir nada para el plato fuerte. -Se sentó junto a él. – Son las 2:43:12 AM, Case. Tengo un microsensor en el nervio óptico.

Él se incorporó e intentó beber de la botella. Se atragantó, tosió; le cayó agua tibia en el pecho y los muslos.

– Tengo que encontrar un teclado -se oyó decir. Buscaba su ropa-. Tengo que saber…

Ella se echó a reír. Unas manos fuertes y pequeñas le sujetaron los brazos. -Lo siento, estrella. Ocho días más. Si conectaras ahora, el sistema nervioso se te caería al suelo. Son órdenes del doctor. Además, creen que funcionó. Te revisarán mañana o pasado. -Se volvió a acostar.

– ¿Dónde estamos?

– En casa, Hotel Barato.

– ¿Dónde está Armitage?

– En el Hilton, vendiendo abalorios a los nativos o algo parecido. Pronto estaremos lejos de aquí. Amsterdam, París, y luego al Ensanche otra vez. -Le tocó el hombro.- Date la vuelta. Doy buenos masajes.

Case se tumbó boca abajo con los brazos estirados hacia adelante, tocando con las puntas de los dedos las paredes del nicho. Ella se acomodó de rodillas en el acolchado; los pantalones de cuero fríos sobre la piel de Case. Los dedos le acariciaron el cuello.

– ¿Cómo es que no estás en el Hilton?

Ella le respondió estirando la mano hacia atrás, metiéndosela entre los muslos y sujetándole suavemente el escroto con el pulgar y el índice. Se balanceó allí un minuto en la oscuridad; erguida, con la otra mano en el cuello de Case. El cuero de los pantalones crujía débilmente. Case se movió, sintiendo que se endurecía contra el acolchado de goma espuma.

Le latía la cabeza, pero el cuello le parecía ahora menos frágil. Se incorporó apoyándose en un codo, se dio la vuelta y se hundió de nuevo en la espuma sintética, atrayéndola hacia abajo, lamiéndole los senos; pezones pequeños y duros que se apretaban húmedos contra su mejilla. Encontró la cremallera en los pantalones de cuero y tiró hacia abajo.

– Está bien -dijo ella-, yo puedo ver. -Ruido de los pantalones saliendo. Forcejeó junto a él hasta que consiguió quitárselos. Extendió una pierna y Case le tocó la cara. Dureza inesperada de los lentes implantados. – No toques -dijo ella-; huellas digitales.

Luego montó de nuevo a horcajadas sobre él, le tomó la mano y la cerró sobre ella, el pulgar en la hendidura de las nalgas y los dedos extendidos sobre los labios. Cuando comenzó a bajar, las imágenes llegaron a Case en atropellados latidos: las caras, fragmentos de neón, acercándose y alejándose. Ella descendió deslizándose, envolviéndolo, él arqueó la espalda convulsivamente, y ella se movió sobre él una y otra vez. El orgasmo de él se inflamó de azul en un espacio sin tiempo, la inmensidad de una matriz electrónica, donde los rostros eran destrozados y arrastrados por corredores de huracán, y los muslos de ella eran fuertes y húmedos contra sus caderas.

En Ninsei, una disminuida muchedumbre de día de semana siguió los movimientos de la danza. Olas de sonido rodaban desde las vídeo galerías y los salones pachinko. Case miró hacia el interior del Chat y vio a Zone observando a sus chicas en la cálida penumbra que olía a cerveza. Ratz servía en la barra.

– ¿Has visto a Wage, Ratz?

– Esta noche no. -Ratz arqueó significativamente una ceja mirando a Molly.

– Si lo ves, dile que tengo su dinero.

– ¿Estás cambiando la suerte, amigo artiste?

– Es demasiado pronto para decirlo.

– Bueno, tengo que ver a este tipo -dijo Case, y se observó en los lentes de ella-. Tengo unos asuntos que rematar.

– A Armitage no le va a gustar que yo te pierda de vista. -Ella estaba de pie bajo el reloj derretido de Deane, con las manos en las caderas.

– El tipo no va a hablar contigo delante. Deane me importa un bledo. Sabe cuidarse solo. Pero hay gente que se vendría abajo si me largo de Chiba, así, sin más. Es mi gente, ¿sabes?

Ella no lo miró. Se le endureció la boca. Sacudió la cabeza.

– Tengo gente en Singapur, contactos de Tokio en Shinjuku y en Asakuza, y se vendrían abajo, ¿entiendes? -mintió Case, poniendo la mano en el hombro de la chaqueta negra de la joven-. Cinco. Cinco minutos. Por tu reloj, ¿de acuerdo?

– No me pagan para esto.

– Para lo que te pagan es una cosa. Que yo deje morir a unos buenos amigos porque tú sigues tus instrucciones demasiado al pie de la letra, es otra.

– Tonterías. Buenos amigos un cuerno. Lo que tú vas a hacer ahí dentro es pedirle a tu contrabandista que te diga algo de nosotros. -Puso una bota en la polvorienta mesa Kandinsky.

– Ah, Case, muchacho; parece que tu compañera está a todas luces armada, aparte de tener una considerable cantidad de silicón en la cabeza. ¿De qué se trata, exactamente? -La fantasmal tos de Deane parecía suspendida en el aire entre ellos.

– Espera, Julie. Al fin y al cabo entraré solo.

– Eso tenlo bien por seguro, hijo. No podría ser de otra manera.

– De acuerdo -dijo ella-. Ve, pero cinco minutos. Uno más y entraré a enfriar para siempre a tu buen amigo. Y mientras estés en eso, trata de pensar en algo.

– ¿En qué?

– En por qué te estoy haciendo el favor. -Se dio la vuelta y salió, más allá de los módulos blancos de jengibre en conserva.

– ¿En compañías más extrañas que las de costumbre, Case? -preguntó Julie.

– Julie, ella se ha marchado. ¿Me dejas entrar? Por favor, Julie.

Los pestillos funcionaron.

– Despacio, Case -advirtió la voz.

– Enciende los aparatos, Julie; todo lo que hay en el escritorio -dijo Case, sentándose en la silla giratoria.

– Está encendido todo el tiempo -dijo Deane tibiamente al tiempo que sacaba una pistola de detrás de los expuestos mecanismos de la vieja máquina de escribir y apuntaba cautelosamente a Case. Era un revólver de tambor, un Magnum de cañón recortado. La parte delantera del guardamonte había sido serrada, y el mango estaba envuelto en algo que parecía cinta adhesiva. A Case le pareció que tenía un aspecto muy extraño en las rosadas y manicuradas manos de Deane-. Sólo me cuido, tú entiendes. No es nada personal. Ahora dime lo que quieres.

– Necesito una lección de historia, Julie. Y datos de alguien.

– ¿Qué se está moviendo, hijo? -La camisa de Deane era de algodón a rayas, el cuello blanco y rígido, como porcelana.

– Yo, Julie. Me marcho. Me fui. Pero hazme el favor, ¿de acuerdo?

– ¿Datos de quién, hijo?

– Un gaijin de nombre Armitage, suite en el Hilton.

Deane bajó el revólver. -Siéntate quieto, Case. -Tecleó algo en un terminal periférico.- Yo diría que sabes tanto como mi red, Case. Este caballero parece tener un arreglo temporal con los Yakuza, y los hijos de los crisantemos de neón disponen de medios para que la gente como yo no sepa nada de sus aliados. Yo en su caso haría lo mismo. Ahora, historia. Has dicho historia. -Tomó de nuevo el revólver, pero no apuntó directamente a Case.- ¿Qué clase de historia?

– La guerra. ¿Estuviste en la guerra, Julie?

– ¿La guerra? ¿Qué hay que saber? Duró tres semanas.

– Puño Estridente.

– Famoso. ¿No os enseñan historia hoy en día? Aquello fue un gran y sangriento fútbol político de posguerra. Watergatearon todo y lo mandaron al diablo. Vuestros militares, Case, vuestros militares del Ensanche, en…, ¿dónde era, McLean? En los bunkers, todo aquel… gran escándalo. Despilfarraron una buena porción de carne joven y patriótica para probar alguna nueva tecnología, conocían las defensas de los rusos, como se supo después, conocían los empos, armas de pulso magnético. Enviaron a esos chicos sin importarles nada, sólo para ver. -Deane se encogió de hombros.- Pan comido para Iván.

– ¿Alguno de ellos consiguió salir?

– Cristo -dijo Deane-, han pasado tantos años… Aunque creo que unos pocos lo consiguieron. Uno de los equipos. Se apoderaron de una nave militar soviética. Un helicóptero, ya me entiendes. Volaron de regreso a Finlandia. No tenían códigos de entrada, claro, y descargaron todo sobre las defensas finlandesas. Eran del tipo Fuerzas Especiales. -Deane resopló-. Una verdadera mierda.