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– Ahora gira a la derecha en Gneisveien, luego sube por Skiferbakken, y después a la izquierda en Feltspaltveien. Allí, a la derecha, está Granittveien. Es una calle sin salida -añadió Sejer pensativo-. El número cinco debe de ser la tercera casa a mano izquierda.

Estaba tenso, y su voz sonaba aún más grave que de costumbre.

Karlsen maniobraba el coche sobre los badenes del interior de la urbanización. Como en tantos otros lugares, sus habitantes se habían apiñado a cierta distancia de la población local. Aparte de las instrucciones para llegar, no les habían dicho mucho más. Se estaban acercando a la casa, e intentaban armarse de valor pensando que quizá la niña perdida estuviera ya en su hogar. Tal vez estuviera sentada sobre las rodillas de su madre, sorprendida y molesta por tanto alboroto. Era la una, lo que significaba que la niña faltaba de su casa desde hacía cinco horas. Dos hubiera estado dentro de un límite razonable, cinco eran definitivamente demasiado. El malestar iba en aumento, como un punto muerto en el pecho por el que la sangre se negaba a fluir. Los dos tenían hijos, Karlsen una hija de ocho años y Sejer incluso un nieto de cuatro. El silencio que reinaba entre ellos estaba preñado de imágenes que tal vez se convirtieran en realidad. Esta idea se apoderó de Sejer justo en el momento en que se detuvieron. El número 5 era una casa baja pintada de blanco y con los marcos de las ventanas azules. Una típica casa prefabricada, sin personalidad, pero decorada como una casa de muñecas, con postigos ornamentales y un borde de encaje en los travesaños del techo. El jardín estaba bien cuidado. Una terraza con una hermosa baranda rodeaba la vivienda. Se encontraban en lo alto de la ladera, desde donde se veía toda la población, un pequeño pueblo bastante hermoso con granjas y campos cultivados. Junto al buzón había un coche de servicio de la policía que se les había adelantado.

Sejer entró primero, se limpió minuciosamente los zapatos en el felpudo y agachó la cabeza al entrar en el salón. Les costó un segundo captar la situación. La niña seguía perdida, cundía el pánico. La madre, una mujer fuerte con un vestido de cuadros, estaba sentada en el sofá. A su lado, con una mano sobre su brazo, había una mujer policía. Sejer pudo oler el miedo en la habitación. La madre empleaba las pocas fuerzas que le quedaban en contener el llanto o tal vez un terrible grito de terror. En consecuencia, jadeaba al menor esfuerzo, como por ejemplo al levantarse y darle la mano.

– Señora Album -dijo-, han salido a buscar a su hija, ¿no es así?

– Unos vecinos. Se han llevado un perro.

Volvió a hundirse en el sofá.

– Nos ayudaremos mutuamente.

Sejer se sentó en un sillón frente a la mujer y se inclinó hacia delante sin apartar la vista de ella.

– Enviaremos una patrulla con perros. Ahora hábleme de Ragnhild. Cómo es, qué aspecto tiene y cómo va vestida.

La mujer no contestó, se limitó a mover enérgicamente la cabeza. Su boca estaba rígida e inmóvil.

– ¿Ha llamado a todos los sitios imaginables?

– Tampoco hay tantos -susurró la mujer-, y ya he llamado a todos.

– ¿No tienen ustedes familiares en otras partes de la comarca?

– No tenemos a nadie. No somos de aquí.

– ¿Ragnhild va a la guardería?

– No, no conseguimos plaza.

– ¿Tiene hermanos?

– Sólo la tenemos a ella.

Sejer intenta aspirar sin que se notase.

– En primer lugar -dijo-, la ropa que lleva puesta. Con todos los detalles posibles.

– Un chándal rojo -tartamudeó la mujer-, con un león sobre el pecho. Chubasquero verde con capucha. Una zapatilla verde y otra roja.

La mujer hablaba a trompicones, apenas se oía su voz.

– ¿Y Ragnhild? Descríbamela.

– Un metro diez. Dieciocho kilos. Pelo muy rubio. Acaba de pasar el control médico de los seis años.

Se acercó a la pared sobre el televisor, donde había unas fotografías colgadas. La mayor parte de ellas eran de Ragnhild, una con traje regional, y otra con un hombre vestido de uniforme de batalla del ejército, probablemente el marido. La mujer escogió una de la niña y se la alcanzó. El pelo de la hija era casi blanco, el de la madre negro. Pero el padre era rubio, se podía ver un poco de pelo debajo de la gorra del uniforme.

– ¿Cómo es su hija?

– Confiada -sollozó-. Habla con todo el mundo.

Esa confesión hizo temblar a la madre.

– Esos niños son los que mejor se defienden en este mundo -afirmó Sejer con firmeza-. Tendremos que llevarnos la foto.

– Lo comprendo.

– Dígame -dijo Sejer sentándose de nuevo-. ¿Dónde van los niños de este pueblo cuando van de excursión?

– Al fiordo. A la playa del Cura o a Horgen. O a lo alto de la colina. Algunos van al embalse y otros al bosque.

Sejer miró por la ventana y contempló los oscuros abetos.

– ¿Alguien vio a Ragnhild después de que se marchara?

– El vecino de Marthe se encontró con ella junto al garaje cuando iba a trabajar. Lo sé porque llamé a su mujer.

– ¿Y dónde vive Marthe?

– En Krystallen. A sólo unos minutos de aquí.

– ¿Llevaba con ella su cochecito de muñecas?

– Sí. De la marca Brío. Color rosa.

– ¿Cómo se llama ese vecino que la vio junto al garaje?

– Walther -contestó sorprendida-. Walther Isaksen.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Trabaja en la empresa Dyno. En el departamento de personal.

Sejer se levantó y se acercó al teléfono. Llamó a Información, consiguió el número, marcó y esperó.

– Necesito hablar con un empleado suyo cuanto antes. Su nombre es Walther Isaksen.

La señora Album lo miraba preocupada desde el sofá. Karlsen estudiaba las vistas por la ventana, las colinas azules, los campos y el capitel blanco de una iglesia a lo lejos.

– Soy Konrad Sejer, de la policía -dijo-. Estoy en Granittveien 5, puede imaginarse el motivo de mi llamada.

– ¿Sigue sin aparecer Ragnhild?

– Así es. Tengo entendido que usted la vio cuando ella salió de la casa.

– Estaba cerrando la puerta del garaje.

– ¿Miró usted el reloj?

– Eran las ocho y seis minutos, se me había hecho un poco tarde.

– ¿Está usted seguro de que era exactamente esa hora?

– Tengo un reloj digital.

Sejer calló mientras intentaba memorizar el camino que habían recorrido.

– ¿Entonces usted la dejó a las ocho y seis minutos junto al garaje y se fue en su coche directamente al trabajo?

– Sí.

– ¿Bajó por Grenseveien y salió a la nacional?

– Exacto.

– Supongo -dijo Sejer-, que a esa hora casi todo el mundo va hacia la ciudad y hay poco tráfico en sentido contrario.

– Así es. Nadie se dirige a nuestro pueblo. No tenemos puestos de trabajo.

– A pesar de eso, ¿se encontró usted con algún coche en el camino? ¿Alguien que se dirigiera al pueblo?

El hombre se lo pensó mientras Sejer esperaba. La habitación estaba silenciosa como una tumba.

– Pues sí, ahora que lo dice. Me encontré con uno abajo, en la parte llana. Justo antes de la rotonda. Una furgoneta, creo. Llena de manchas y hecha un desastre. Iba muy despacio.

– ¿Quién iba dentro?

– Un hombre -contestó vacilante-. Un hombre solo.

– Me llamo Raymond -dijo sonriendo.

Ragnhild levantó la vista y vio la cara sonriente en el espejo retrovisor. También vio la colina bañada por el sol de la mañana.

– ¿Damos una vuelta en el coche?

– Mi mamá me está esperando -contestó con tono de niña precoz.

– ¿Has estado alguna vez en lo alto de la colina?

– Una vez. Con mi papá. Llevamos bocadillos.

– Se puede subir con coche -explicó él-, desde la parte de atrás, ¿sabes? ¿Quieres que subamos?