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– Quiero irme a casa -contestó la niña, esta vez un poco insegura.

El hombre cambió de marcha y paró.

– Sólo una vueltecita -rogó.

Hablaba en voz muy baja. A Ragnhild le parecía muy triste y no estaba acostumbrada a ir en contra de los deseos de los adultos. Se levantó, se acercó al asiento y se inclinó hacia él.

– Una vuelta muy corta -dijo-. Hasta lo alto y luego volvemos a casa enseguida.

El hombre dio marcha atrás por Feltspatveien y volvió a bajar la cuesta.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Ragnhild Elise.

El hombre se movió en el asiento, carraspeó y dijo en tono pedante:

– Ragnhild Elise, no puedes ir de compras tan temprano. Sólo son las ocho y cuarto de la mañana. La tienda está cerrada.

La niña no contestó. Sacó a Elise del cochecito, se la puso sobre las rodillas y le colocó el vestido. Luego le quitó el chupete. La muñeca empezó a llorar, un llanto agudo y metálico de bebé.

– ¿Qué es eso?

El hombre frenó en seco y miró por el espejo retrovisor.

– Es Elise. Llora cuando le quito el chupete.

– ¡No me gusta! ¡Pónselo otra vez!

El hombre conducía intranquilo, y el coche iba dando tumbos hacia los lados.

– Mi papa conduce mejor que tú -dijo la niña.

– He tenido que aprender yo solo -exclamó el hombre malhumorado-. Nadie quiso enseñarme.

– ¿Por qué no?

El hombre no contestó, se limitó a hacer un movimiento con la cabeza. El coche ya estaba en la carretera nacional, fue en segunda hasta la rotonda y cruzó la carretera con un rugido oxidado.

– Estamos llegando a Horgen -dijo la niña contenta.

El hombre seguía sin contestar. Diez minutos más tarde giró a la izquierda y comenzó a subir por la ladera. Pasaron por un par de granjas con los graneros pintados de rojo y algún que otro tractor aparcado. El camino era cada vez más estrecho y con más baches. A Ragnhild se le estaban cansando los brazos de ir agarrando el cochecito. Por fin dejó la muñeca en el suelo y puso un pie entre las ruedas para que hiciera de freno.

– Aquí vivo yo -dijo de repente el hombre deteniéndose.

– ¿Con tu mujer?

– No, con mi padre. Pero está en la cama.

– ¿No se ha levantado aún?

– Siempre está en la cama.

La niña miró por la ventanilla y vio una casa muy curiosa. Había sido originalmente una pequeña cabaña a la que alguien había añadido un trozo y luego otro. Ninguna de las partes tenía el mismo color. Junto a la casa había un garaje de hojalata. El patio delantero estaba cubierto de plantas y arbustos sin podar. Un viejo arado oxidado estaba siendo progresivamente tragado por ortigas y dientes de león. Pero a Ragnhild no le interesaba la casa, había divisado otra cosa.

– ¡Conejos! -exclamó impresionada.

– Sí -dijo el hombre contento-, ¿Quieres verlos?

Salió del coche de un salto, abrió la puerta trasera y bajó a la niña. Andaba de un modo muy extraño, contoneándose. Era patizambo, tenía las piernas tan cortas que parecían anormales y los pies muy pequeños: Desde su ancha nariz, de la que colgaba una grande y transparente gota, hasta el labio inferior, un poco prominente, había muy poca distancia. Ragnhild pensó que no era muy viejo, aunque se movía como un anciano. Resultaba muy curioso. La cara de un chico sobre el cuerpo de un viejo. Raymond fue hasta la jaula y la abrió. Ragnhild estaba como petrificada.

– ¿Puedo coger uno?

– Sí, puedes elegir.

– El pequeño marrón -contestó fascinada.

– Ese es Påsan. El más majo de todos.

Abrió la jaula y sacó al animalito. Era un gordito wedder de color café con leche, con las orejas caídas. Agitaba enérgicamente las patas, pero al instalarse en los brazos de Ragnhild se tranquilizó. Por un instante la niña permaneció muda. Notaba en sus manos los latidos del corazón del animal y le tocó cuidadosamente una oreja. Era como tener un trozo de terciopelo entre los dedos. El hocico, negro y húmedo, brillaba como un caramelo de regaliz. Raymond estaba a su lado mirándola. Tenía a una chica para él solo, y nadie los había visto.

– La foto -indicó Sejer-, con la descripción personal, se enviará a los periódicos. Si no hay contraorden se imprimirán esta noche.

Irene Album se desplomó sobre la mesa sollozando. Los demás se miraban las manos en silencio a la vez que observaban su temblorosa espalda. La mujer policía estaba alerta con un pañuelo preparado. Karlsen movió su silla y miro el reloj.

– ¿Ragnhild tiene miedo a los perros? -quiso saber Sejer.

– ¿Por qué lo pregunta? -sollozó la mujer.

– Porque a veces, buscando a niños con patrullas de perros, nos ha ocurrido que se esconden al oír a nuestros pastores alemanes.

– No tiene miedo a los perros.

Sejer repetía esas palabras en su cabeza: «No tiene miedo».

– ¿Y no ha logrado usted dar con su marido?

– Está en Narvik de maniobras -susurró-. En algún lugar de la planicie.

– ¿No utilizan el teléfono móvil?

– Están fuera de cobertura.

– ¿Y quiénes son los que han salido a buscarla?

– Chicos del vecindario. Los que están en casa durante el día. Uno de ellos tiene teléfono móvil.

– ¿Cuánto tiempo llevan fuera?

La mujer miró el reloj de la pared.

– Más de dos horas.

Ya no le temblaba la voz, ahora sonaba como drogada, casi apática, como si hablara medio dormida. Él se inclinó hacia delante y le habló tan lentamente y con tanta claridad como pudo.

– Aquello que teme más que nada, seguramente no ha sucedido. ¿Lo entiende? Lo normal es que los niños desaparezcan por tonterías. Es más, continuamente desaparecen niños precisamente porque son niños. No tienen sentido del tiempo ni de la responsabilidad, y son tan condenadamente curiosos que persiguen cualquier capricho que se les mete en la cabeza. Así son los niños, y por eso desaparecen. Pero lo más normal es que vuelvan a aparecer tan de repente como se fueron. A menudo sin ninguna explicación de dónde han estado y qué han hecho. Pero por regla general -Sejer respiró- vuelven sanos y salvos.

– ¡Sí! -dijo la mujer mirándolo fijamente-. ¡Pero ella nunca había desaparecido antes!

– Está creciendo y haciéndose mayor -insistió Sejer-. Cada vez se atreve a más cosas.

Dios me ampare, pensó inmediatamente, tengo respuesta para todo. Se levantó de nuevo y marcó otro número. Refrenó un impulso de volver a mirar el reloj, no sería más que otra advertencia de que el tiempo pasaba, y advertencias así no les hacían ninguna falta. Habló con la policía, les hizo un resumen de la situación, les pidió que hablaran con la organización Ayuda Popular Noruega, les dio las señas de la madre y les facilitó una rápida descripción de la niña: vestida de rojo, pelo casi blanco, cochecito rosa de muñecas. Preguntó si se había recibido alguna información. No habían recibido nada. Volvió a sentarse.

– ¿Ha mencionado o hablado Ragnhild últimamente de algún desconocido?

– No.

– ¿Llevaba dinero? ¿Puede haber ido a buscar una tienda de chucherías?

– No, no llevaba dinero.

– Este es un pueblo pequeño -prosiguió Sejer-. ¿Alguna vez, mientras paseaba, su hija se ha subido en el coche de algún vecino?

– Sí, alguna vez. Hay unas cien casas en esta ladera, y ella conoce a casi todos. También conoce sus coches. A veces, Marthe y ella han bajado a la iglesia con sus cochecitos de muñecas y luego han subido en el coche de algún vecino.

– ¿Van a la iglesia por alguna razón especial?

– Hay un niño enterrado en el cementerio, un niño a quien las dos conocían. Cogen flores para llevarlas a su tumba, y luego vuelven a subir a casa. Creo que les resulta muy emocionante.

– ¿Ha buscado usted alrededor de la iglesia?