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– No exactamente miedo. Más bien estaba como… encerrada en sí misma. Algunas veces parecía enfadada, otras desanimada. Pero he visto a Annie muerta de miedo. No es que tenga nada que ver con esto, pero acabo de acordarme -se olvidó de sus reparos y empezó a hablar-. Sus padres y su hermana fueron a Trondheim, donde vive una tía de las chicas. Annie y yo estábamos solos en su casa. Yo iba a quedarme a dormir allí. Era en la primavera del año pasado. Primero fuimos a dar un paseo en bici, y luego nos quedamos despiertos casi toda la noche escuchando discos. Hacía bueno y decidimos dormir en el jardín, en una tienda de campaña. Preparamos todo, y luego entramos en casa a cepillarnos los dientes. Yo me acosté primero. Annie llegó después, se agachó y abrió su saco de dormir. Dentro había una víbora, una víbora enorme y negra enrollándose. Salimos corriendo de la tienda, y fui a buscar al vecino de enfrente. Él pensó que se había metido dentro del saco para calentarse, y por fin logró matarla. Annie estaba tan aterrorizada que vomitó. Y desde entonces, yo siempre tenía que sacudir su saco de dormir cuando íbamos de acampada.

– ¿Una víbora en el saco de dormir? -Sejer se estremeció y recordó sus propias acampadas en su lejana juventud.

– Hay montones de víboras en la colina de Fagerlund, es todo piedra. Pusimos mantequilla y así nos libramos de bastantes.

– ¿Mantequilla? ¿Para qué?

– Se la comen y se quedan medio atontadas. Entonces es muy fácil acabar con ellas.

– Y además tenéis un monstruo marino en el fondo del fiordo -exclamó Sejer sonriendo.

– Exactamente -afirmó Halvor-. Yo lo he visto. Aparece sólo en raras ocasiones, bajo unas condiciones de tiempo muy especiales. En realidad es un escollo muy profundo que hay en el fiordo, que cuando el viento cambia, ruge con fuerza unas tres o cuatro veces. Luego vuelve a quedarse tranquilo. En realidad es curioso. Todo el mundo sabe de qué se trata, pero si lo miras, no dudas un momento de que algo está emergiendo del fondo. La primera vez me puse a remar como un loco y no me volví ni en una sola ocasión.

– ¿No se te ocurre nadie próximo a Annie que pudiera desear hacerle daño?

– Absolutamente nadie -contestó Halvor con determinación-. No paro de pensar en lo sucedido, y no puedo entenderlo. Tiene que haber sido un loco.

Pues sí, pensó Sejer, puede haber sido un loco, y se dispuso a llevar a Halvor a casa.

– Supongo que tienes que madrugar -dijo amablemente-. Se ha hecho tarde.

– No suelo tener problemas.

A Halvor ese hombre le gustaba y no le gustaba. Todo resultaba muy complicado.

Salió del coche de un salto, y cerró la puerta con cuidado, deseando que su abuela estuviese dormida. Para asegurarse, abrió un poco la puerta y la oyó roncar. Luego se sentó delante de la pantalla y continuó donde lo había dejado. Cada vez se iba acordando de más cosas; de pronto recordó que hacía algún tiempo Annie había tenido un gato, uno que encontraron en un montón de nieve, aplastado como una pizza. Tecleó el nombre Baghera pero no ocurrió nada. Tampoco lo había esperado. Consideraba el proyecto como algo a muy largo plazo, y además, había otros métodos. En alguna parte de su cabeza iba madurando la idea de solucionar el problema de un modo más sencillo, pero aún no se había dado por vencido. Además, sería como hacer trampa. Tenía la sensación de que si lograba descubrir la clave por su cuenta, el delito sería menor. Se rascó la nuca y escribió Top Secret en el espacio negro por si acaso. Luego escribió Annie Holland hacia delante y hacia atrás, porque de repente se le ocurrió que no había probado la posibilidad más sencilla, la más cercana, que por supuesto ella no había elegido, pero que podría haberlo hecho. «Access denied.»

Se alejó un poco de la mesa, se estiró y volvió a rascarse la nuca. Le picaba como si hubiera algo allí que lo irritara. No había nada, pero la sensación no desaparecía. Extrañado, se volvió y miró por la ventana. Un impulso le hizo levantarse y echar la cortina. Tuvo la sensación de que alguien lo estaba mirando fijamente, y se le pusieron los pelos de punta. Se apresuró a apagar la luz. Oyó pasos que se alejaban fuera, como si alguien corriera en el silencio. Miró por una rendija de la cortina, pero no vio nada, y sin embargo sabía que alguien había estado allí, lo percibía a través de todos los sentidos con una certidumbre incuestionable, casi física. Apagó el ordenador, se quitó la ropa y se metió debajo del edredón. Allí permaneció inmóvil escuchando. Todo estaba muy silencioso, ni siquiera se oía el susurro de los árboles. Pero al cabo de unos minutos oyó arrancar un coche.

Knut Jensvoll no oyó el coche porque estaba utilizando un taladro eléctrico para colocar un estante donde poner a secar las zapatillas de deporte mojadas al volver del entrenamiento. Al hacer una pausa oyó el timbre de la puerta. Echó un rápido vistazo por la ventana y vio a Sejer en el escalón de arriba. Había pensado en la posibilidad de que se presentaran. Estuvo un rato recapacitando, mientras se ordenaba el pelo y la ropa. Había estado repasando mentalmente una serie de preguntas. Se sentía preparado.

Una única cosa daba vueltas en su cabeza: ¿habrían descubierto lo de la violación? Seguramente estarían allí por eso. Si has sido un canalla una vez, lo serás para siempre. Ya lo sabía. Compuso una máscara rígida, pero pensó que podría despertar sospechas, así que se esforzó e intentó sonreír. Pero entonces recordó que Annie había muerto y volvió a ponerse la máscara.

– Somos de la policía. ¿Podemos entrar?

Jensvoll asintió con la cabeza.

– Voy a cerrar la puerta del cuarto de la lavadora -explicó, haciéndoles una seña para que entraran, luego desapareció un momento y volvió enseguida. Miró preocupado a Skarre, que sacó su bloc de notas del bolsillo. Jensvoll era mayor de lo que habían pensado, estaría cerca de los cincuenta. Un tipo corpulento, pero con los kilos bien repartidos; su cuerpo era duro y firme. Parecía sano y bien nutrido, lucía un buen color de cara, un abundante pelo rojo, y un elegante y bien cuidado bigote.

– Supongo que se trata de Annie -dijo.

Sejer asintió.

– ¡Qué horror, he recibido el golpe más duro de mi vida! Porque la conocía bien, creo que tengo razones para afirmar que la conocía muy bien, aunque dejara el club hace ya algún tiempo. Por cierto, aquello fue una tragedia, nadie pudo sustituirla. Ahora tenemos en la portería a una gorda que se agacha cada vez que le llega el balón. Pero bueno, al menos llena la mitad de la portería.

Detuvo la verborrea y se sonrojó ligeramente.

– Pues sí, aquello debió de ser una gran tragedia -replicó Sejer con un poco más de acritud de la que había pensado mostrar-. ¿Hacía mucho que no la veía?

– Como le acabo de decir, dejó el club. Fue en el otoño pasado, en el mes de noviembre, creo -contestó, mirando fijamente a Sejer.

– Perdone, pero me resulta un poco extraño -replicó Sejer-. Vivía en esta misma cuesta, a unos doscientos metros de aquí.

– Bueno, sí, supongo que de vez en cuando me habré cruzado con ella en el coche. Creía que me preguntaba cuándo estuve con ella la última vez de verdad, en el entrenamiento, quiero decir. Claro que la he visto, claro que sí, en el centro, en la tienda…

– Entonces le haré la pregunta de otra manera: ¿cuándo vio a Annie por última vez?

Jensvoll tuvo que pensárselo.

– No me acuerdo. Hace algún tiempo.

– No tenemos prisa.

– Un par… de semanas, quizá. En la oficina de Correos, creo.

– ¿Hablaron?

– Sólo nos saludamos. Ella no hablaba mucho.

– ¿Por qué dejó Annie la portería?

– Ojalá alguien pudiera explicármelo -contestó encogiéndose de hombros-. Me temo que le di mucho la lata para hacerle cambiar de idea, pero de nada sirvió. Estaba harta. Bueno, eso fue lo que dijo, pero yo nunca la creí. Quería correr en lugar de jugar al balonmano. Y creo que eso hizo, corría a todas horas. A toda mecha, piernas largas, zapatillas caras. Holland no escatimaba nada tratándose de la chica.