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– Helga Moen, en el número uno. Una casa gris con perrera.

Hablaba en susurros y anotó las señas con mayúsculas en el bloc que le había alcanzado Sejer.

– Estuvimos primero en la colina, volvimos a bajar, fuimos a la laguna de la Serpiente y echamos un vistazo en los senderos de por allí. También dimos una vuelta por el embalse, la tienda de Horgen y la playa del Cura. Y por la iglesia. Al final visitamos un par de granjas en Bjerkerud y el Centro Hípico. A Ragnhild le gustaban, eh…, quiero decir, le gustan mucho los animales.

El lapsus le hizo sonrojarse. Sejer le dio una ligera palmadita en el hombro.

– Siéntate Thorbjørn -exclamó señalando el sofá, donde había un sitio libre al lado de la señora Album. Ella ya se encontraba en otra fase, trabajaba enérgicamente con la vertiginosa posibilidad de que Ragnhild tal vez no volviera jamás y ella, su madre, se viera obligada a vivir el resto de su vida sin aquella niña de grandes ojos azules. Estos pensamientos le llegaban en pequeños pinchazos que ella saboreaba cuidadosamente. Estaba rígida, como si una viga de acero le atravesara la espalda. La mujer policía, que apenas había abierto la boca en el tiempo que llevaban allí, se incorporó lentamente. Por primera vez se atrevió a hacer una sugerencia.

– Señora Album -dijo en voz baja-. Déjeme preparar un poco de café.

La mujer asintió débilmente con la cabeza. Se levantó y siguió a la policía hasta la cocina. Se abrió el grifo y se oyó el tintineo de tazas. Sejer hizo una seña imperceptible a Karlsen con la cabeza en dirección a la entrada, donde se pusieron a murmurar en voz muy baja. Thorbjørn apenas veía la cabeza de Sejer y la punta negra y resplandeciente del zapato de Karlsen. En la penumbra podían mirar sus relojes sin que nadie los viera. Los miraron y se hicieron señas. La desaparición de Ragnhild ya iba en serio, habría que poner en marcha el gran aparato. Sejer se rascó el codo a través de la tela de la camisa.

– No soporto la idea de encontrarla en una cuneta.

Abrió la puerta con el fin de respirar un poco de aire fresco. Y allí estaba la niña. Con su chandal verde, en el primer escalón y con una manita blanca en la barandilla.

– ¿Ragnhild? -preguntó sorprendido.

Una feliz media hora más tarde, bajando en su coche por Skiferbakken, Sejer se pasó contento los dedos por el pelo. Karlsen pensó que su jefe, con el pelo recién cortado, parecía un cepillo de acero, de esos que se emplean para quitar pintura vieja. Los pronunciados rasgos de su rostro parecían más relajados de lo habitual. Al llegar a la mitad de la cuesta pasaron por la casa gris. Vieron la perrera y una cara en el cristal de la ventana. Si Helga Moen estaba esperando una visita de la policía, iba a llevarse una gran decepción. Ragnhild estaba sentada sobre las rodillas de su madre con un gran bocadillo en la mano.

Ese momento en que la niña había entrado tranquilamente en el cuarto de estar se había quedado grabado en la memoria de los dos hombres. La madre, al oír la fina voz de la pequeña, salió disparada de la cocina y se lanzó encima de su hija, rápida como una fiera que agarra a su presa y no la suelta por nada del mundo. Ragnhild estaba como dentro de una trampa de zorros. Los delgados brazos y piernas y el escaso pelo blanco se veían dispersos entre los sólidos brazos de su madre. Y así se quedaron. De ninguna de ellas salía ni un sonido, ni un sollozo.Thorbjørn seguía jugueteando con el teléfono móvil, la mujer policía hacía ruido con las tazas y Karlsen se retorcía el bigote una y otra vez, mientras una feliz sonrisa se dibujaba en su rostro. La habitación se iluminó, como si el sol penetrara de repente por la ventana. Y luego llegó por fin una mezcla de risas y sollozos:

– ¡eres una niña malísima!

– He estado pensando -dijo Sejer carraspeando-, en tomarme una semana de vacaciones. Todavía me quedan algunos días.

Karlsen se balanceó al pasar por un badén.

– ¿Para qué quieres una semana de vacaciones? ¿Para hacer paracaidismo en Florida?

– Había pensado bajar a la cabaña.

– Está en Brevik, ¿no?

– En la isla de Sand.

Se internaron en la carretera nacional y aceleraron.

– Yo tendré que ir a Legolandia este año -murmuró Karlsen-. Ya no me libro. La niña se está poniendo muy pesada.

– Lo dices como si fuera un castigo -replicó Sejer-. Legolandia es una maravilla. Volverás de allí cargado de cajas de Lego y completamente contagiado por el virus. ¡Anímate! ¡No te arrepentirás!

– ¿Así que has estado allí?

– Sí, con Matteus. ¿Sabes que han hecho una estatua del indio Sitting Bull exclusivamente con piezas de Lego? Un millón cuatrocientas mil piezas de Lego de colores muy especiales. Es increíble.

Se calló, divisó la iglesia a la izquierda, una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, algo separada de la carretera, entre campos amarillos y verdes, rodeados de frondosos árboles. Una hermosa iglesia, pensó; en un cementerio así debería haber enterrado a su mujer aunque hubiera estado más lejos para ir a visitarla. Ya era demasiado tarde, claro. Hacía más de ocho años que había muerto, y estaba enterrada en el cementerio del centro de la ciudad, justo al lado de la calle principal, la más transitada, rodeada de humos y ruido.

– ¿Crees que la niña estaba bien?

– Eso parecía. He dicho a la madre que me llame cuando pase un rato. Supongo que la pequeña empezará a hablar. Seis horas -añadió meditabundo- son muchísimas horas. Ese tío extraño debe de tener mucho encanto.

– Al menos parece que tiene carné de conducir; en ese caso no puede tener la cabeza completamente hueca.

– Eso no lo sabemos, ¿no? Si tiene carné, quiero decir.

– Maldita sea, tienes razón -tuvo que reconocer Karlsen. De repente frenó y se metió en la gasolinera de lo que llamaban el centro, donde había una oficina de correos, banco, peluquería y gasolina. En la tienda Kiwi había un cartel pegado al cristal del escaparate que decía «Venta de medicinas». El peluquero tentaba con una nueva cabina de rayos UVA.

– Tengo que comprarme una tableta de chocolate. ¿Vienes?

Entraron. Sejer compró un periódico y una tableta de chocolate. Miró por la ventana hacia el fiordo.

– Perdone -dijo la chica desde detrás del mostrador-. No le habrá pasado nada a Ragnhild, ¿verdad?

– ¿La conoces? -preguntó Sejer mientras ponía el dinero sobre el mostrador.

– No en persona, pero sé quienes son. Su madre vino buscándola por aquí esta mañana.

– Ragnhild está bien. Ya está en casa.

La chica sonrió aliviada y le puso el cambio en la mano.

– ¿Eres de aquí? -preguntó Sejer-. ¿Conoces a todos los que viven aquí?

– Supongo que sí. No somos muchos.

– Si te pregunto por un hombre un tanto especial, tal vez, que conduce una furgoneta, una furgoneta fea y sucia, ¿te dice algo?

– Suena a Raymond -dijo la chica-. Raymond Låke.

– ¿Qué sabes de él?

– Trabaja en el Centro Laboral. Vive en una cabaña en la parte de atrás de la colina con su padre. Raymond es mongólico. Unos treinta años, muy buena persona. Por cierto, su padre llevaba antes esta gasolinera. Antes de jubilarse.

– ¿Raymond tiene carné?

– No, pero conduce de todos modos. El coche es de su padre, Está en cama, y ya no controla mucho lo que hace Raymond. El comisario lo sabe y lo pilla de vez en cuando, pero no sirve de mucho. Es muy raro, Raymond, sólo conduce en segunda. ¿Se había llevado él a Ragnhild?

– Sí.

– Entonces no habría podido estar mejor cuidada -sonrió la joven-. Raymond se detendría en la carretera para dejar cruzar a una mariquita.

Sus sonrisas se ensancharon aún más y salieron de la gasolinera. Karlsen dio un mordisco a la tableta de chocolate y miró a su alrededor.

– Está bien este sitio -dijo masticando.