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– Supongo que la llevas a casa, ¿no? -se interesó Halvor.

– Desde luego. Tengo una furgoneta. Pero estaba pensando más bien en el mantenimiento y esas cosas. Hacen falta varios hombres sólo para sacudirla.

– Quiero ésta.

– ¿Cómo?

Johnas dio un paso más mirándolo inseguro. Ese chico era muy extraño.

– Es de lo más caro que tengo. Setenta mil coronas -dijo espetando a Halvor con la mirada.

El muchacho ni se inmutó.

– Seguro que las vale.

Johnas se sentía incómodo. Una insidiosa sospecha le subía por la espalda como una víbora fría. No entendía lo que quería el chico ni por qué se comportaba así. No tenía tanto dinero, y si lo hubiera tenido, no lo habría gastado en una alfombra.

– Envuélvamela, por favor -le pidió Halvor cruzándose de brazos y apoyándose en una mesa de alas de caoba, que chirrió asustada bajo su peso.

– ¿Envolverla? -en los labios de Johnas se dibujó una leve sonrisa-. Las enrollo y luego las cubro con plástico fijado con celo.

– ¡Qué bien!

Halvor esperó.

– Cuesta un poco bajarla. Sugiero llevártela esta noche. Así también podré ayudarte a colocarla.

– No, no -insistió Halvor-, la quiero ahora.

Johnas vaciló.

– ¿La quieres ahora? Y… perdona mi falta de cortesía, ¿cómo vas a pagarla?

– Al contado, si te parece bien.

Se palpó el bolsillo trasero del pantalón. Llevaba unos vaqueros descoloridos y deshilacliados. Johnas seguía delante de él, dudando.

– ¿Pasa algo? -preguntó Halvor.

– No sé. Quizá.

– ¿Y qué podría ser?

– Sé quién eres -dijo de repente Johnas. Era un alivio romper el hielo.

– ¿Nos conocemos?

Johnas asintió con la cabeza mientras se balanceaba con los brazos apoyados en la cadera.

– Sí, sí, Halvor, claro que nos conocemos. Me pregunto si no deberías irte ya.

– ¿Por qué? ¿Pasa algo?

– ¡Dejemos ya esta farsa! -espetó Johnas.

– Totalmente de acuerdo -contestó Halvor en el mismo tono-. ¡Baja ya de una vez esa alfombra, y que sea rápido!

– Pensándolo bien creo que no quiero venderla. Me estoy mudando y la quiero para mi propia casa. Además, es demasiado cara para ti. Sé sincero, los dos sabemos que no puedes pagarla.

– ¿De modo que la quieres para tu propia casa? -gritó Halvor volviéndose de pronto-. Eso puedo entenderlo. En ese caso tendré que elegir otra -miró la pared de nuevo y señaló inmediatamente otra alfombra, en tonos rosas y verdes-. Entonces me llevaré ésa -dijo-. Por favor, bájamela. Y hazme una factura.

– Cuesta cuarenta y cuatro mil.

– Vale.

– ¿Vale?

Seguía esperando con los brazos cruzados y las pupilas duras como perdigones.

– ¿Me paso de la raya si te pido que me enseñes el dinero?

Halvor hizo un gesto con la cabeza.

– Claro que no. Hoy en día no se puede saber a simple vista sí la gente tiene dinero o no.

Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una vieja cartera de cuadros de nailon con cerradura de velcro, plana como una tortita. Metió los dedos dentro e hizo ruido con las monedas. Sacó algunas y las dejó sobre la mesa de alas. Johnas lo miraba boquiabierto conforme iba formando un montoncito de monedas de cinco, diez y una corona.

– Ya está bien -exclamó enfadado-. Ya has estado aquí el tiempo suficiente. ¡Sal inmediatamente!

Halvor se detuvo y lo miró ofendido.

– No he acabado. Tengo más -dijo, y continuó hurgando en la cartera.

– ¡No tienes más! ¡Vives en una chabola con tu abuela y te dedicas a transportar helados! Son cuarenta y cuatro mil. ¡Sácalas ya de una vez!

– ¿De modo que sabes dónde vivo? -preguntó Halvor mirándole de reojo. El ambiente se estaba caldeando, pero no tenía miedo, por alguna razón no tenía nada de miedo.

– Tengo esto -dijo de repente sacando algo del billetero.

Johnas miró desconfiado al chico y a lo que tenía entre dos dedos.

– Es un disquete -explicó Halvor.

– No quiero ningún disquete, quiero cuarenta y cuatro mil -ladró Johnas, a la vez que notaba el miedo como un pinchazo en el pecho.

– El diario de Annie -dijo Halvor tranquilamente, agitando el disquete-. Empezó a escribirlo hace algún tiempo. En el mes de noviembre, para ser más exacto. Lo hemos estado buscando varias personas. Ya sabes cómo son las chicas. Siempre tienen que confesarse.

Johnas respiró con dificultad. Su mirada alcanzó a Halvor como una pistola de grapar.

– Lo he leído -continuó Halvor-. Trata de ti.

– ¡Dámelo!

– ¡No hasta que se congele el infierno!

Johnas se sobresaltó. La voz de Halvor cambió de tono, volviéndose mucho más grave. Era como si un espíritu malo hablara por boca de un niño.

– También he hecho copias -continuó-, de modo que podré comprar tantas alfombras como quiera. Cada vez que desee una nueva alfombra haré una nueva copia. ¿Comprendes?

– ¡Eres un niñato histérico de mierda! ¿De qué institución te has fugado en realidad?

Johnas tomó impulso, y Halvor vio cómo se hinchó el torso del hombre en una fracción de segundo, mientras se concentraba para saltar. Pesaría veinte kilos más que él y estaba furioso. Halvor se echó hacia un lado y vio cómo el otro fallaba el golpe y se estrellaba contra el suelo, golpeándose estrepitosamente la cabeza contra la mesa de alas. Las monedas se dispersaron por todas partes y cayeron al suelo. Al caer soltó la peor maldición que Halvor jamás había oído, incluido el vocabulario ilimitado de su padre. En dos segundos el hombre se había levantado de nuevo. Con una sola mirada a esa cara oscura, Halvor entendió que la batalla estaba perdida. El hombre era mucho más grande que él. Se apresuró hacia la escalera, pero Johnas volvió a tomar impulso, dio tres o cuatros pasos largos y se lanzó hacia delante. Alcanzó a Halvor en la parte de los hombros. Instintivamente, mantuvo la cabeza levantada pero su cuerpo dio con enorme fuerza contra el suelo de piedra.

– ¡No me toques, cabrón!

Johnas le dio media vuelta. Halvor notó la respiración del otro en la cara, y los puños alrededor del cuello.

– ¡Estás loco! -gritó con dificultad-. ¡Estás acabado! ¡Me importa un bledo lo que hagas conmigo, pero estás acabado!

Johnas estaba ciego y sordo. Levantó el puño y apuntó hacia la cara estrecha del chico. No era la primera paliza que recibía, y sabía lo que le esperaba. Los nudillos le alcanzaron bajo la barbilla, y su frágil mandíbula se rompió como un palo seco. Los dientes de abajo chocaron con una enorme fuerza contra los de arriba, y minúsculos trozos de porcelana se mezclaron con la sangre que salía a chorros de su boca. Johnas continuó golpeando, ya no apuntaba, sino que pegaba al azar según por donde se movía Halvor. Por fin dio con los nudillos en el suelo de piedra y gritó. Se levantó a duras penas y se miró la mano, jadeando ligeramente por el esfuerzo. Había bastante sangre. Miró el bulto que yacía en el suelo, y respiró profundamente. Al cabo de un par de minutos su corazón casi había recuperado su ritmo normal y los pensamientos se le iban aclarando.

– No está aquí -dijo perpleja la abuela a Sejer y a Skarre cuando llegaron a preguntar por Halvor-. Creo que ha ido a ver a alguien, a un tal Johnas. Estaba muy alterado, y no había comido nada. Ya no sé qué hacer con él, y además soy demasiado vieja para ocuparme de todo.

Sejer dio dos golpes en el marco de la puerta al oír eso.

– ¿Alguien lo llamó?

– Aquí no llama nadie. Sólo Annie llamaba de vez en cuando. Halvor ha estado toda la tarde en su cuarto jugando con esa máquina. De repente salió corriendo y desapareció.

– Lo encontraremos. Discúlpenos, pero tenemos mucha prisa.

– De todas las cosas posibles, ésta es la peor que se le podía haber ocurrido -dijo Sejer a Skarre al cerrar la puerta del coche.