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Sejer, que había comprado una tableta de chocolate de mazapán, contempló a su vez el paisaje.

– Ese fiordo es profundo, más de trescientos metros. La temperatura del agua no pasa nunca de diecisiete grados.

– ¿Conoces a alguien de aquí?

– Yo no, pero mi hija Ingrid sí. Ha hecho una especie de marcha por aquí. Suelen organizarías en otoño. «Familiarízate con tu pueblo», o algo así. A ella le encantan esas cosas.

Hizo una tira con el papel de plata y se la metió en el bolsillo de la camisa.

– ¿Crees que los mongólicos pueden llegar a ser buenos conductores?

– Ni idea -contestó Karlsen-. En realidad no les pasa nada, excepto que les sobra un cromosoma. Según tengo entendido, su mayor problema es que necesitan más tiempo para aprender las cosas que el resto de las personas. Además, tienen el corazón débil. No llegan a muy mayores. Y también les pasa algo en las manos.

– ¿El qué?

– Creo que les falta un surco en la palma de la mano, o algo parecido.

Sejer lo miró asombrado.

– Lo que está claro es que Ragnhild se ha dejado encantar.

Karlsen sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el chocolate de las comisuras de los labios.

– Me crié con un chico así cuando era pequeño. Lo llamábamos Gunnar el Loco. Pensándolo bien, creíamos que venía de otro mundo. Ha muerto ya. No pasó de los treinta y cinco años.

Se metieron en el coche y prosiguieron su camino. Sejer estaba preparando un pequeño discurso para el jefe de la sección al volver a la comisaría. De pronto tenía mucho interés en conseguir unos días libres para ir a la cabaña. Estaría muy bien, los pronósticos del tiempo eran prometedores, y el regreso a casa de la niña le había puesto de buen humor. Miraba fijamente los campos y los prados cuando de repente se dio cuenta de que iban muy despacio. Descubrió un tractor delante de ellos en la carretera, un John Deere verde con llantas amarillas que iba a paso de tortuga. No podían adelantarlo, porque cada vez que llegaban a un tramo recto resultaba ser demasiado corto. El campesino, que llevaba gorra de jardinero y tapones en los oídos, parecía el tronco de un árbol, que creciera directamente del tractor. Karlsen redujo la velocidad suspirando.

– Lleva coles de Bruselas. ¿Por qué no sacas la mano y robas una caja? Podríamos hacerlas en la cocina de la cantina.

– Ahora vamos más o menos a la velocidad de Raymond -murmuró Sejer-, paseándonos por la vida en segunda. Pues sí, no estaría mal, chico.

Apoyó su cabeza cana en el reposacabezas y cerró los ojos.

Después del silencio del campo, la ciudad parecía un sucio caos y un hervidero de gente y coches. El grueso del tráfico seguía pasando por el centro. Los concejales del Ayuntamiento luchaban tenazmente a favor de ese túnel que estaba listo en la mesa de dibujo, mientras cada vez más grupos se levantaban en contra con argumentos de más o menos peso, como lo feas que resultarían las tuberías extractoras de humos en el paisaje en torno al río, los ruidos y la contaminación durante las obras de construcción, y finalmente, aunque no menos importante, el precio.

Sejer contemplaba la calle desde el despacho del jefe. Acababa de exponerle su petición y esperaba la respuesta. Estaba claro. A Holthemann no se le ocurriría negarle nada a Sejer, pero tenía sus principios.

– ¿Has mirado las listas de guardias? ¿Has hablado con los demás?

Sejer asintió con la cabeza.

– Soot hará dos guardias con Siven. Espero que ella lo trate con mano dura.

– Entonces no veo ninguna razón para no…

Sonó el teléfono. Dos breves pitidos, como de un pájaro hambriento. Sejer no era religioso, pero rezó una oración, seguramente a la Providencia, pidiendo que no se tratara de algo que le robara las vacaciones delante de sus narices.

– ¿Si Konrad está en mi despacho?

Holthemann asintió con la cabeza.

– Pues sí, aquí está. Pásamela.

Tiró del cable y alcanzó el auricular a Sejer. Este lo cogió, pensando que tal vez se tratara de Ingrid que quería decirle algo; no era cuestión de anticiparse a los problemas. Pero era la señora Album.

– ¿Ragnhild sigue bien? -preguntó rápidamente.

– Sí, está bien. Está perfectamente. Pero al quedarnos solas me contó algo muy extraño. He pensado que debía llamar y decírselo. Me sonaba muy raro, y ella no suele inventarse cosas, al menos no ese tipo de cosas, de manera que le llamo por si acaso. Así al menos se lo he dicho a alguien.

– ¿De qué se trata?

– Ese hombre con quien estuvo, ya sabe, la acompañó a casa. Por cierto, se llama Raymond, la niña se acordó del nombre más tarde. Subieron por la parte de atrás de la colina y pasaron por la laguna de la Serpiente, donde se detuvieron un rato.

– ¿Y bien?

– Ragnhild dice que hay una señora tumbada en ese sitio.

Sejer parpadeó sorprendido.

– ¿Qué dice?

– Que hay una mujer en el suelo junto a la laguna de la Serpiente. Inmóvil y desnuda.

La voz sonaba preocupada e incómoda a la vez.

– ¿Y usted la cree?

– Sí, la creo. ¿Se inventaría una niña algo así? Pero no me atrevo a subir hasta allí sola, y tampoco quiero llevarme a Ragnhild.

– Me ocupare de que alguien lo compruebe. No hable a nadie de esto. Ya tendrá noticias nuestras.

Colgó, y volvió a cerrar la cabaña, que ya había abierto en su mente. El olor a mar y a peces recién pescados se desvaneció rápidamente. Sonrió con resignación a Holthemann.

– Oye, hay algo que tengo que arreglar primero.

Karlsen estaba patrullando en el único coche de servicio que tenían a su disposición aquel día, y que debía prestar servicio a toda la ciudad, de manera que en lugar de a Karlsen, Sejer se llevó a Skarre, un sargento joven de pelo rizado, de más o menos la mitad de años que él. Skarre era un tipo alegre, de buen humor y optimista, con restos de un dialecto del sur que se acentuaba conforme se le aceleraban las pulsaciones. Volvieron a aparcar junto al buzón de Granittveien y hablaron un rato con Irene Album. Ragnhild se agarraba a su vestido como una lapa. Era evidente que en su blanca cabecita habían entrado algunas amonestaciones. La madre señalaba y explicaba, dijo que deberían seguir un sendero marcado que subía desde el bosque frente a la casa de la izquierda y pasaba por la colina. Dos hombres ágiles como ellos tardarían unos veinte minutos en subir, calculó.

Los troncos de los abetos estaban señalados con flechas azules. Miraban con escepticismo los excrementos de las ovejas y pisaban de vez en cuando el brezo, pero sin aflojar nunca el paso. El sendero era cada vez más empinado. Skarre jadeaba, Sejer andaba ligero y sin esfuerzo. Se detuvo una vez, se volvió y miró hacia abajo, a la urbanización. Desde allí no veían más que tejados de color rosa, marrón y negro a lo lejos. Continuaron y dejaron de hablar, en parte porque necesitaban la respiración para levantar las piernas y en parte debido a lo que temían encontrar. El bosque era por allí tan tupido que andaban en penumbras. Sejer tenía la mirada fija en el sendero, no por miedo a tropezarse con algo, sino para ir buscando. Si realmente hubiera ocurrido algo allí arriba, sería importante no perderse ni un detalle. Llevaban andando exactamente diecisiete minutos cuando el bosque se abrió delante de ellos, dejando que la luz del día penetrara en él. Ya podían ver la laguna. Una laguna tan quieta que parecía un espejo, no mucho más grande que un charco. Estaba entre los abetos como una cámara secreta. Por un momento dejaron que sus miradas se pasearan velozmente por el paisaje siguiendo la línea amarilla de los juncos, y un poco más a lo lejos divisaron algo parecido a una playa. Continuaron andando a cierta distancia del agua, porque la línea de juncos era bastante ancha, y llevaban zapatos normales. Difícilmente se podría llamar playa a eso. Era más bien una pequeña zona fangosa con cuatro o cinco piedras grandes, lo justo para mantener alejados los juncos. Tal vez fuera el único lugar por donde se podía llegar hasta la misma orilla del agua. En el fango yacía una mujer. Estaba echada de lado y de espaldas a ellos, con el torso cubierto por un oscuro anorak como única prenda. En un montón a su lado había ropa azul y blanca. Sejer se detuvo en seco, y cogió automáticamente el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón. Luego cambió de idea. Salió del sendero y se acercó con cuidado a la mujer, mientras oía cómo gorgoteaban sus zapatos.