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– Va a pasar por su piso. Esperemos a ver. En cuanto él esté dentro, tú te acercas al coche. Quiero que eches un vistazo por la ventanilla de atrás.

– ¿Qué crees que lleva?

– No quiero ni pensarlo. Corre. ¡Venga Skarre!

Skarre salió sigilosamente del coche y corrió encorvado como un viejo por la acera, oculto en parte por la fila de coches aparcados. Se agachó detrás del coche e hizo sombra poniendo una mano a cada lado de la cara para ver mejor. Al cabo de tres segundos volvió a toda prisa. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta.

– Un montón de alfombras. Y la Suzuki de Halvor. Está en la parte de atrás con el casco encima. ¿Subimos?

– Nada de eso. Quédate aquí tranquilo. Si no me equivoco, el tío no estará ahí dentro mucho tiempo.

– ¿Y luego lo volvemos a seguir?

– Depende.

– ¿Se ve alguna luz encendida?

– No veo nada. ¡Ahí viene!

Se agacharon y vieron a Johnas, que se había detenido en la acera. Miró hacia ambos lados de la calle y vio que no había nadie en la larga fila de coches aparcados en el lado izquierdo. Fue hasta la furgoneta, se metió, arrancó y empezó a dar marcha atrás. Skarre asomó con cautela la cabeza por encima del salpicadero.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Sejer.

– Está dando marcha atrás. Ahora otra vez hacia delante. Cruza la calle marcha atrás y aparca delante del portal. Sale del coche. Corre hasta la puerta de atrás. La abre. Saca una alfombra enrollada. Se pone en cuclillas y se la carga sobre el hombro. Se tambalea un poco. ¡Esa alfombra parece pesar una barbaridad!

– ¡Dios mío, está a punto de caerse!

Johnas se tambaleaba bajo el peso de la alfombra. Las rodillas estaban a punto de fallarle. Sejer puso la mano sobre el tirador de la puerta.

– Ha vuelto a entrar. Intentará meter la alfombra en el ascensor. ¡No podrá subirla por la escalera! Mira la fachada, Skarre, a ver si enciende alguna luz.

Kollberg empezó a ladrar de repente.

– ¡Cállate hombre! -Sejer se giró y le dio una palmadita. Esperaron y miraron la fachada y todas las ventanas oscuras.

– Se ha encendido una luz en el cuarto, justo encima del mirador, ¿la ves?

Sejer miró hacia arriba. La ventana no tenía cortinas.

– ¿Subimos?

– No hay que apresurarse, Johnas es listo. Tenemos que esperar un poco.

– ¿Esperar a qué?

– Ha apagado la luz. Tal vez vuelva a salir. ¡Agáchate de nuevo, Skarre!

Volvieron a agacharse. Kollberg seguía ladrando.

– ¡Si no te callas estarás una semana sin comer! -le susurró Sejer.

Johnas volvió a salir. Tenía aspecto de estar agotado. Esta vez no miró ni a la izquierda ni a la derecha al meterse en el coche. Cerró la puerta y arrancó.

Sejer entreabrió la puerta.

– Tú sigúelo, yo subiré al piso a echar un vistazo.

– ¿Cómo vas a entrar?

– He hecho un cursillo de cómo abrir las puertas con ganzúa. ¿Tú no?

– Claro que sí.

– ¡No lo pierdas! Quédate aquí hasta que veas que llega a la curva, y luego lo sigues. Estará esperando la oscuridad. Cuando veas que de verdad se dirige a casa ve a la comisaría a por más gente. Arréstalo en su domicilio. ¡No le des la oportunidad de cambiarse de ropa, ni de dejar nada, y no se te ocurra mencionar este piso! Si se para en el camino para deshacerse de la moto no lo arrestes. ¿Me oyes?

– ¿Por qué no? -preguntó Skarre confuso.

– ¡Porque es el doble de grande que tú!

Sejer bajó del coche, agarró la cadena de Kollberg y se lo llevó. Se agachó detrás del coche en el momento en que el vehículo de Johnas empezó a moverse. Skarre esperó unos segundos, luego fue tras él. En ese momento no tenía mucha fe.

Al instante, Sejer vio desaparecer los dos coches por la derecha. Cruzó la calle, llamó a un timbre cualquiera y gruñó «Policía» en el altavoz. La puerta se abrió y él entró, dejó estar el ascensor y subió corriendo hasta el cuarto piso. Sólo había dos puertas, pero como habían visto encenderse y apagarse una luz, optó por la puerta que presumiblemente daba a la calle. No tenía ningún letrero. Echó un vistazo a la cerradura, era una muy simple de resorte. Abrió la cartera y buscó una tarjeta plastificada. No tenía muchas ganas de usar la de crédito, pero encontró una de la biblioteca municipal con su nombre y número y el texto «El libro abre todas las puertas» al dorso. Metió la tarjeta en la ranura y la puerta se abrió. La cerradura quedó inservible, pero tal vez alguien la cambiaría en algún momento. El piso estaba casi vacío y no contenía nada de valor. Encendió la luz. Descubrió la caja de herramientas en medio del suelo y dos banquetas junto a la ventana. Debajo del fregadero de la cocina había una pequeña pirámide de botes de pintura y una botella de cinco litros de aguarrás. Johnas estaba pintando la casa. Era un piso luminoso y espacioso con grandes ventanas en forma de arco, y bastante buena vista a la calle, un poco retirado del peor tráfico. El inmueble era un viejo edificio de principios de siglo, con una hermosa fachada y rosetas de escayola en el techo. Vislumbró la fábrica de cervezas, que se reflejaba en el río algo más abajo. Fue de habitación en habitación mirando. Aún no había teléfono instalado, y tampoco muebles, pero pudo ver alguna que otra caja de cartón marcada con rotulador. Dormitorio. Cocina. Salón. Entrada. Un par de cuadros. Una botella medio llena de Cardenal sobre la encimera de la cocina. Varias alfombras enrolladas debajo de la ventana del salón. Kollberg husmeó el aire. Olía a pintura, cola de empapelar y aguarrás. Sejer dio una vuelta más, se detuvo junto a la ventana y miró hacia fuera. Kollberg, inquieto, estaba dando una vueltecita por su cuenta. Sejer lo siguió y abrió alguno de los armarios. No veía esa enorme alfombra por ninguna parte. El perro comenzó a gruñir y desapareció hacia el interior. Sejer lo siguió.

Finalmente Kollberg se detuvo delante de una puerta. El pelo se le erizó.

– ¿Qué hay ahí?

Kollberg husmeó enérgicamente la rendija de la puerta y arañó la puerta con las uñas. Sejer miró hacia atrás por encima del hombro. No sabía por qué, pero de repente una extraña sensación le sobrecogió. Había alguien muy cerca. Puso la mano en el tirador de la puerta y tiró de él. La puerta se abrió. Algo negro le alcanzó en el pecho con una fuerza tremenda. Al instante siguiente todo se convirtió en un shock de sonido y dolor, gruñidos y ladridos en el momento en que el enorme animal le puso las garras encima. Kollberg tomó impulso y mordió en el instante en que Sejer reconoció al dobermann de Johnas. Cayó al suelo con los dos perros encima. Instintivamente se alejó rodando y acabó boca abajo y con las manos protegiéndose la cabeza. Los animales luchaban y Sejer buscó con la vista algo con qué golpearles, pero no encontró nada. Fue hasta el cuarto de baño, vio una escoba, la cogió y salió en busca de los perros. Estaban quietos, a unos dos metros de distancia el uno del otro, gruñendo en voz baja y enseñando los dientes.

– ¡Kollberg! -gritó-. ¡Pero si es una perra, coño!

Los ojos de Hera lucían como dos farolas amarillas en la cabeza negra. Kollberg agudizó las orejas, la perra vigilaba como una pantera negra, lista para el ataque. Sejer levantó la escoba y dio unos pasos notando el sudor y la sangre que le chorreaban bajo la camisa. Kollberg lo vio, se detuvo y se olvidó durante un segundo de vigilar al enemigo, que salió disparado como un proyectil con la boca abierta. Sejer cerró los ojos y pegó. La alcanzó en la nuca, y cerró los ojos de tristeza al ver a la perra desplomarse y quedarse en el suelo chillando. Al instante se lanzó sobre ella, la agarró de la correa y la arrastró hasta el dormitorio. Le dio un tremendo empujón y cerró la puerta de un un estallido. Entonces se cayó hacia la pared, deslizándose hasta el suelo. Miró fijamente a Kollberg, que continuaba a la defensiva.