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– Johnas -dijo Sejer-. Hábleme de Eskil.

Johnas se despertó y lo miró. Por fin tomó una decisión.

– De acuerdo, como usted quiera. El siete de noviembre. Un día como todos los demás, lo que quiere decir un día indescriptible. Era un torpedo y devastó la familia. Magne sacaba cada vez peores notas, no soportaba estar en casa y se refugiaba por las tardes en casa de amigos. Astrid estaba siempre falta de sueño, yo no podía cumplir con el horario de la tienda. Cada comida era un sufrimiento. Annie -dijo de repente, con una sonrisa triste-, Annie era la única luz en la oscuridad. Venía a recoger a Eskil cuando tenía tiempo. Entonces el silencio se posaba sobre la casa como después de un huracán. Nos caíamos redondos allí donde nos encontráramos, despojados de toda energía. Estábamos agotados y desesperados, y nadie nos prestaba ayuda. Los médicos nos dijeron claramente que el niño no mejoraría con el tiempo. Siempre tendría problemas de concentración y sería hiperactivo para el resto de su vida. Y toda la familia tendría que ajustarse a él durante años, durante muchos años. ¿Se lo imagina?

– ¿Y ese día tuvo una bronca con él?

Johnas soltó una risa lunática.

– Siempre teníamos broncas. Se convirtió en la neurosis de la familia. Seguramente contribuimos a estropearlo, no teníamos la formación necesaria para poder manejarlo. Gritábamos y regañábamos, y toda la vida de Eskil consistía en maldiciones y horror.

– Cuénteme lo que pasó.

– Magne entró un momento en la cocina para decir adiós. Se fue al autocar con la mochila en la espalda. Fuera era de noche. Unté otra rebanada de pan con mantequilla y le puse salchichón encima. La corté incluso en pequeños dados, aunque el niño podía comer la corteza sin ningún problema. Él no paraba de dar golpes en el hule con su jarrita, gritaba y chillaba, ni de pena ni de alegría, no era más que un chorro constante de ruido. De repente descubrió los gofres que estaban sobre la encimera desde el día anterior. Enseguida empezó a pedirlos, y aunque yo sabía que él ganaría, le dije que no. Esa palabra era como agitar un paño rojo delante de sus ojos. No se dio por vencido, siguió dando golpes con la taza y se tambaleaba en la silla, a punto de volcarla. Yo estaba de espaldas y comencé a temblar. Me fui hacia un lado, cogí el plato, quité el plástico que cubría los gofres, y saqué una placa de cinco corazones. Tiré los trozos de salchichón al cubo de basura y le puse delante el plato de los gofres. Arranqué un par de corazones. Sabía que no los iba a comer en paz, que ahí no acabaría la cosa, lo conocía bien. Eskil quería mermelada. Unté a toda velocidad y con manos temblorosas dos corazones con mermelada de frambuesa. En ese momento el niño sonrió. Me acuerdo mucho de su última sonrisa. Estaba contento consigo mismo. Yo no soportaba que él estuviera tan contento cuando yo estaba al borde de un ataque de nervios. Levantó el plato y empezó a dar golpes con él en la mesa. No quiso los gofres, no le importaban los gofres, lo único que quería en este mundo era salirse con la suya. Se deslizaron del plato al suelo, y tuve que ir a buscar un trapo para limpiarlo. No encontré ninguno, de modo que doblé los gofres. Me miró con curiosidad mientras hacía con ellos una bola. Su cara no mostraba ningún temor por lo que se avecinaba. Yo hervía por dentro. Tenía que dejar escapar algo de vapor, no sabía cómo, pero de repente me incliné sobre la mesa y le metí los gofres dentro de la boca, empujándolos lo más adentro posible. Recuerdo todavía sus ojos asombrados y las lágrimas que los bañaron.

»¡Y ahora! -grité loco de ira-. ¡Ahora vas a comerte estos malditos gofres!

Johnas se desdobló como un palo.

– ¡No quería hacerlo!

El cigarrillo se estaba consumiendo en el cenicero. Sejer tragó saliva y dejó vagar su mirada en dirección a la ventana, pero no encontró nada capaz de eliminar de su retina la imagen del niño con la boca llena de gofres y ojos grandes y aterrados. Miró a Johnas.

– Debemos aceptar a los hijos que tenemos, ¿no?

– Eso nos decía todo el mundo. Los que no sabían. Nadie sabía. Ahora me acusarán de malos tratos y muerte accidental. En ese caso llega usted demasiado tarde. Me he acusado y condenado a mí mismo hace ya mucho tiempo. Usted no puede hacer nada para cambiarlo.

Sejer lo miró.

– ¿En qué consiste exactamente esa acusación?

– Fui culpable de la muerte de Eskil. Yo era el responsable de él. Para eso no hay ni disculpas ni explicaciones. Sólo que no quise hacerlo. Fue un accidente.

– Tiene usted que haber sufrido mucho -dijo Sejer en voz baja-. No tenía a nadie con quien hablar de su dolor. Y al mismo tiempo siente que ya ha recibido el castigo por lo que hizo, ¿verdad?

Johnas callaba. Su mirada vagaba por la habitación.

– Primero perdió a su hijo pequeño, luego su mujer lo abandona, llevándose a su hijo mayor. Usted se quedó solo, sin nadie.

Johnas rompió a llorar. Sonaba como si tuviera una papilla en la garganta que quisiera salir.

– Y sin embargo luchó por continuar viviendo. Tiene la compañía de su perro. Ha ampliado la tienda, que marcha cada vez mejor. Hace falta mucho esfuerzo para volver a empezar de la manera en que lo ha hecho usted.

Johnas asintió con la cabeza. Las palabras le llegaban como agua tibia.

Sejer había apuntado; en ese momento disparó de nuevo.

– Y entonces, cuando por fin todo empieza a funcionar de nuevo, aparece Annie.

Johnas se sobresaltó.

– ¿Le lanzaba miradas acusatorias cada vez que se encontraban en la calle? Usted tendrá que haberse preguntado por qué Annie era tan poco amable con usted, de manera que cuando la vio bajar la cuesta corriendo con la mochila en la espalda pensó que tendría que averiguarlo de una vez por todas. ¿No fue así?

Una chica bajaba corriendo la cuesta. Me reconoció enseguida y se detuvo en seco. Su cara se contrajo y me miró como dudando. Todo su ser me rechazaba, era una postura arisca, casi agresiva, que resultaba inquietante.

Empezó a andar de nuevo a paso rápido, sin mirar hacia atrás. La llamé. ¡No quise darme por vencido, tenía que averiguar de qué se trataba! Por fin desistió y subió al coche, abrazando con fuerza la mochila que tenía sobre las rodillas. Yo iba despacio, quise formular una frase, pero no sabía muy bien cómo empezar, tenía miedo de hacer algo que pudiera ser peligroso para los dos. Seguí conduciendo mientras la miraba de reojo, con la sensación de que toda ella era una acusación enorme y vibrante.

Necesito hablar con alguien, empecé vacilante, apretando el volante. Lo estoy pasando mal.

Ya lo sé, contestó, mirando por la ventanilla, pero de repente se volvió y me miró un instante. Lo tomé como una pequeña concesión e intenté relajarme. Aún tenía la posibilidad de retirarme, de dejarlo estar, pero ella estaba sentada allí, a mi lado, escuchándome. Tal vez fuera lo suficientemente adulta como para comprenderlo todo, y tal vez eso fuera todo lo que quería: una especie de confesión, una súplica de perdón. Annie y toda su palabrería sobre la justicia.