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¿Podemos ir a algún sitio y hablar un poco, Annie? Aquí dentro, en el coche resulta muy difícil. Sólo unos minutos y luego te llevo a donde tú quieras.

Mi voz era como un hilo fino, suplicante, y pude ver que la había conmovido. Asintió lentamente con la cabeza y se relajó un poco, reclinándose en el asiento y mirando por la ventanilla. Al cabo de un rato pasamos por delante de la tienda de Horgen y allí vi una moto aparcada. El motorista estaba inclinado sobre algo que tenía sobre el manillar, tal vez un mapa. Subí lenta y cuidadosamente por la mala carretera que llevaba hasta la Colina y aparqué donde se puede dar la vuelta. De repente Annie parecía preocupada, la mochila se quedó en el suelo del coche, intento recordar qué pensé en ese momento, pero no soy capaz, sólo sé que fuimos andando lentamente por el sendero blando. Annie caminaba erguida a mi lado, joven y terca, pero no inamovible. Me acompañó hasta el agua y se sentó vacilante sobre una piedra. Se tocaba los dedos. Recuerdo sus uñas cortas y la pequeña sortija en la mano izquierda.

Te vi, dijo en voz baja. Te vi por la ventana en el momento de inclinarte sobre la mesa y me fui corriendo. Luego papá me contó que Eskil había muerto.

Sabía, contesté, sabía por tu forma de comportarte que me acusabas. Cada vez que nos.encontrábamos en el camino, en los buzones o en el garaje me acusabas.

Rompía llorar. Me incliné hacia delante sollozando, mientras Annie seguía sentada muy quieta a mi lado. No decía nada, pero cuando por fin me hube desahogado, levanté la vista y descubrí que ella también estaba llorando. Me sentí mejor que en mucho tiempo, de verdad que sí. El viento era suave y me acariciaba la espalda; aún había esperanzas.

¿Qué tengo que hacer? susurré, ¿qué tengo que hacer para dejar esto atrás?

Me miró con sus grandes ojos grises, como sorprendida. Entregarte a la policía, claro. Decir lo que pasó. ¡Si no, jamás volverás a tener paz!

En ese instante me miró. El corazón me pesaba en el pecho. Metí las manos en los bolsillos e intenté mantenerlas allí.

¿Se lo has contado a alguien?, pregunté.

No, dijo en voz baja. Todavía no.

¡Debes tener cuidado, Annie! grité desesperado.

De repente sentí como si emergiera desde el fondo, desde la oscuridad, para entrar en la claridad. Un sólo pensamiento paralizador me vino de pronto a la mente. Que sólo Annie y nadie más en el mundo lo sabía. Fue como si el viento cambiara de rumbo, sentí un gran zumbido en los oídos. Todo estaba perdido. En su rostro se dibujó la misma expresión de asombro que en el de Eskil. Luego atravesé el bosque rápidamente. No me volví ni una vez para mirarla.

Johnas estudiaba las cortinas, y el tubo fluorescente del techo mientras sus labios formulaban sin parar palabras que nunca salían. Sejer lo miró.

– Hemos registrado su casa y tenemos pruebas técnicas. Será usted acusado de homicidio por imprudencia en la persona de su hijo, Eskil Johnas, y de homicidio intencionado en la persona de Annie Sofie Holland. ¿Entiende lo que le digo?

– ¡Se equivoca!

La voz era un débil chirrido. Varios vasos sanguíneos rotos conferían un color rojizo a sus ojos.

– No soy yo el que va a juzgar su culpabilidad.

Johnas se metió una mano en el bolsillo de la camisa. Temblaba con tanta vehemencia que parecía un anciano. Por fin volvió a sacar la mano con una pequeña caja plana de metal.

– Tengo la boca muy seca -murmuró.

Sejer miró la cajita.

– Pero no habría hecho falta que la matara, ¿sabe?

– ¿De qué está hablando? -dijo con un hilo de voz.

Dio la vuelta a la caja y dejó caer en su mano una pequeña pastilla blanca para la garganta.

– No necesitaba matar a Annie. Habría muerto de todos modos, si hubiera esperado un poco.

– ¿Está bromeando?

– No -contestó Sejer-. Nunca bromearé con el cáncer de hígado.

– Ahí se equivoca. Annie tenía una salud de hierro. Estaba de pie junto a la laguna cuando me marché, y lo último que oí fue el ruido de una piedra que tiró al agua. No me atreví a decírselo la primera vez, que vino conmigo hasta la laguna, quiero decir. ¡Pero así fue! No quiso bajar conmigo en el coche. Prefería andar. ¿No comprende que alguien llegó mientras ella estaba junto al agua? Una chica joven, sola en el bosque. Hay montones de turistas en la colina. ¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que se está equivocando?

– Se me ocurre muy rara vez. Pero la batalla está perdida, ¿sabe? Hemos encontrado a Halvor.

Johnas hizo de repente una mueca, como si alguien le pinchara con una aguja en el oído.

– ¿Resulta amargo, verdad?

Sejer estaba sentado muy quieto, con las manos sobre las rodillas. Se sorprendió a sí mismo dando vueltas a su alianza. No había mucho más que hacer. Además, la pequeña habitación estaba silenciosa y casi en penumbra. De vez en cuando miraba la cara destrozada de Halvor, una cara lavada y aseada, pero totalmente irreconocible, con la boca medio abierta y varios dientes hechos añicos. La vieja cicatriz de la comisura de los labios ya no era visible. Su rostro había reventado como una fruta madura. Pero la frente estaba entera, y alguien le había peinado el pelo hacia atrás dejando visible la piel lisa, como una pequeña indicación de lo guapo que había sido. Sejer agachó la cabeza y puso las manos sobre la sábana. Se veían con más nitidez en el círculo de luz que emitía la lámpara de la mesilla. No oía nada más que su propia respiración y un ascensor que sonaba débilmente muy a lo lejos. Un repentino movimiento bajo sus manos le hizo sobresaltarse. Halvor abrió un ojo y le miró. El otro estaba cubierto de una bola gelatinosa de esparadrapo flotante, parecido a una medusa. Quiso decir algo, pero Sejer se puso un dedo sobre los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Me encanta ver esa mueca malhumorada, pero no debes hablar. Pueden saltar los puntos.

– Gacias -masculló Halvor.

Permanecieron un instante mirándose el uno al otro. Sejer movió la cabeza un par de veces, Halvor pestañeó una y otra vez con el ojo verde.

– Ese disquete -dijo Sejer-, que encontramos en el piso de Johnas. ¿Es una copia exacta del de Annie?

– Mm.

– ¿No se ha borrado nada?

Halvor negó con la cabeza.

– ¿Nada ha sido cambiado o corregido?

Más movimientos negativos.

– Entonces lo dejamos así -dijo Sejer lentamente.

– Gacias.

Los ojos de Halvor se llenaron de agua y empezó a moquear.

– ¡No llores! -exclamó Sejer-. Los puntos se te pueden saltar. Tienes mocos, iré a buscar papel.

Se levantó, cogió papel del lavabo, e intentó limpiar a Halvor los mocos y la sangre que le salían de la nariz.

– Annie te parecería algo difícil de vez en cuando. Pero ahora ya entiendes que tenía sus motivos. Todos solemos tenerlos -añadió-. Para Annie era demasiado cargar con todo ella sola. Sé que lo que voy a decir es una tontería -prosiguió, tal vez en un intento de consolar a ese muchacho que yacía con la cara destrozada y que le inspiraba tanta compasión-, pero tú aún eres joven. Acabas de perder mucho. En este momento sientes que Annie era la única persona con la que querías estar. Pero el tiempo pasa, y las cosas cambian. Algún día pensarás de otra manera.

Demonios, qué afirmación, pensó de repente.

Halvor no contestó. Miró las manos de Sejer sobre el edredón, la ancha alianza de oro en su mano derecha. Su mirada era acusadora.