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– Quédate ahí -dijo en voz baja.

Skarre obedeció. Sejer llegó hasta la laguna. Puso el pie sobre una piedra dentro del agua con el fin de ver a la mujer de frente. No quería tocar nada, aún no. La mujer tenía los ojos algo hundidos, medio abiertos y fijos en un punto dentro de la laguna. La retina había perdido el brillo y estaba arrugada, y las pupilas agrandadas y ya no del todo redondas. Tenía la boca abierta y sobre la nariz había una especie de espuma blanquecina, como si la mujer hubiera arrojado algo del estómago. Sejer se agachó y sopló la espuma, pero no se movía. El rostro de la muerta estaba a sólo unos centímetros del agua. Puso dos dedos sobre la arteria del cuello de la mujer. Había perdido toda su elasticidad, pero no estaba tan fría como él se había imaginado.

– Se ha ido -dijo.

En los lóbulos de las orejas y por el cuello descubrió unas tenues manchas de color morado. La piel de las piernas era áspera pero sin defectos. Sejer volvió por el mismo sitio. Skarre estaba esperándole algo desconcertado, con las manos en los bolsillos. Tenía muchísimo miedo a cometer algún error.

– Completamente desnuda debajo del anorak. Ninguna lesión externa visible. Dieciocho, tal vez veinte años.

Luego llamó por teléfono para pedir una ambulancia, un médico forense, fotógrafo y personal técnico. Les explicó el camino, el que subía por la parte de atrás de la colina y por el que se podía ir en coche. Les pidió que se detuvieran a cierta distancia con el fin de no estropear posibles huellas de algún vehículo. Miró a su alrededor en busca de un sitio para sentarse y eligió la piedra más plana. Skarre se dejó caer a su lado. Miraron en silencio las piernas blancas de la mujer, su media melena rubia y lisa. Estaba de lado, casi en postura fetal, con los brazos sobre el pecho y las rodillas encogidas. El anorak yacía suelto sobre el torso, y le llegaba hasta la mitad de los muslos. Estaba limpio y seco. El resto de la ropa, mojada y sucia, estaba en un montón a su espalda: Unos vaqueros con cinturón, camisa de cuadros azules y blancos, sujetador, sudadera azul marino y zapatillas marca Reebok.

– ¿Qué es eso que tiene en la boca? -murmuró Skarre!

– Espuma.

– ¿Espuma? ¿Pero cómo? ¿De qué?

– Espero averiguarlo todo poco a poco.

Skarre movió la cabeza de un lado para otro.

– Da la impresión de que se hubiera echado a dormir dando la espalda al mundo.

– Pero uno no se desnuda para suicidarse, ¿no?

Sejer no contestó. Volvió a mirarla: un cuerpo blanco junto a la laguna negra, rodeada de oscuros abetos. La escena no ofrecía nada de violento, más bien resultaba pacífica. Esperaron.

Seis hombres salieron andando del bosque. El ruido de sus voces se extinguió con un par de toses débiles al percatarse de la presencia de los dos hombres sentados junto al agua. Al instante vieron a la mujer muerta. Sejer se levantó y los saludó con la mano.

– Manteneos en la orilla -les gritó.

Obedecieron. Todo el mundo conocía el flequillo canoso de Sejer. Uno de ellos midió el terreno con mirada experimentada y pisó con fuerza el suelo, que era relativamente firme donde se encontraba, murmurando algo de escasas lluvias. El fotógrafo iba delante. No se quedó mirando a la muerta, sino que echó un vistazo al cielo, como queriendo comprobar las condiciones de luz del lugar.

– Saca fotos de ambos lados -le dijo Sejer-, y procura que se vea la vegetación. Me temo que luego tendrás que meterte en el agua, quiero que le saques fotos de frente sin moverla. Cuando hayas hecho la mitad del carrete, le quitaremos el anorak.

– Estas lagunas no suelen tener fondo -dijo el fotógrafo con escepticismo.

– Sabrás nadar, ¿no?

Hubo un silencio.

– Hay una barca allí. Podemos cogerla.

– ¿Ese cacharro de fondo plano? Tiene pinta de estar completamente podrido.

– Ya veremos -contestó Sejer,

Mientras el fotógrafo trabajaba, los demás esperaban quietos, pero uno de los técnicos se mantenía a cierta distancia examinando el terreno, que resultó estar totalmente limpio de basura. Era un lugar muy idílico, y esos sitios solían estar rebosantes de corchos, colillas y papel de tabletas de chocolate. No encontraron absolutamente nada.

– Increíble -dijo-. Ni una cerilla quemada.

– El tío habrá limpiado antes de marcharse -dijo Sejer.

– Tiene más bien pinta de un suicidio, ¿no te parece?

– Está completamente desnuda -replicó.

– Sí, pero de eso se ha ocupado ella, creo yo. Esa ropa no le ha sido arrancada violentamente, eso es seguro.

– Está llena de barro.

– Tal vez por eso se la quitó -sonrió el otro-. Además, ha vomitado. Comería algo que no le sentaría bien.

Sejer se tragó una incipiente respuesta y miró a la mujer. Comprendió la lógica del otro, a pesar de todo. Realmente parecía que se hubiera tumbado por voluntad propia, y la ropa estaba colocada ordenadamente, no tirada de cualquier manera. Las prendas tenían barro, pero parecían enteras. Sólo el anorak que le cubría la parte superior del cuerpo estaba limpio y seco. Clavó la mirada en el fango y descubrió algo que parecía las huellas de un zapato.

– Mira esto -dijo al técnico.

El hombre con el mono se puso en cuclillas y midió varias veces las huellas.

– Es imposible. Están llenas de agua.

– ¿No te sirven para nada?

– Seguramente no.

Miraron con los ojos entornados las formas ovaladas llenas de agua.

– Hazles fotos de todos modos. Parecen pequeñas. Tal vez se trate de una persona con el pie pequeño.

– Unos treinta y siete centímetros. No exactamente un pie de gigante. Podría ser el de ella.

El fotógrafo hizo varias fotos de las huellas. Luego se quedó meciéndose en la vieja barca. No habían encontrado los remos, y por eso tenía que remar constantemente con la mano para mantenerse en buena posición. Cada vez que la barca se movía se inclinaba peligrosamente.

– ¡Está entrando agua! -gritó preocupado.

– ¡Tranquilo! ¡Aquí tienes un cuerpo entero de salvamento! -contestó Sejer.

Cuando por fin el fotógrafo hubo terminado, había hecho más de cincuenta fotos. Sejer bajó de la barca, dejó los zapatos y los calcetines sobre una piedra, se remangó los pantalones y se metió en el agua. Se encontraba a un metro de la cabeza de la mujer y vio que llevaba un colgante alrededor del cuello. Lo levantó cuidadosamente con una pluma que llevaba en el bolsillo.

– Un medallón -dijo en voz baja-. Seguramente es de plata. Pone algo. Una H y una M. Prepárame una bolsa.

Se inclinó y desengachó la cadena, luego quitó el anorak.

– Tiene la nuca roja -dijo-. Una piel inusualmente blanca, pero con la nuca muy roja. Una mancha fea, del tamaño de una mano.

El médico forense, Snorrason, llevaba botas de goma. Se metió en el agua y examinó uno por uno los globos oculares, los dientes, las uñas. Tomó nota de la piel perfecta y las manchas ligeramente rojas; había varias, como casualmente dispersas por el cuello y por el pecho. Captó cada detalle, las piernas largas, la ausencia de lunares, algo más bien raro, y no encontró más que una pequeña petequia en el hombro derecho. Tocó cuidadosamente con una espátula de madera la espuma que había junto a la boca de la mujer. Era compacta y firme.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sejer señalando la boca de la joven.