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– En principio diría que se trata de un líquido de los pulmones, un líquido que contiene proteínas.

– ¿Lo cual significa?

– Ahogamiento. Pero también puede significar otras cosas.

Tomó una muestra de esa espuma raspando. Al cabo de un rato volvió a salirle más.

– Le fallaron los pulmones -explicó el forense.

Sejer apretó la boca mientras contemplaba el fenómeno.

El fotógrafo sacó más fotos de la mujer, esta vez sin el anorak.

– Ya podemos moverla -dijo Snorrason tumbándola cuidadosamente boca abajo-. Un incipiente y ligero rigor, sobre todo en la nuca. Una mujer grande, bien hecha y en buen estado. Hombros anchos. Buena musculatura en brazos, muslos y pantorrillas. Tal vez deportista.

– ¿Ves alguna señal de violencia?

El médico examinó de cerca la espalda y la parte posterior de las piernas.

– Excepto el rubor de la nuca, no. Alguien puede haberla agarrado fuertemente por la nuca y empujado de bruces al agua. Obviamente cuando aún estaba vestida. Y luego la han sacado del agua, la han desnudado escrupulosamente, la han tumbado y la han tapado con el anorak.

– ¿Alguna señal de abusos sexuales?

– Aún no lo sé.

Se puso a tomarle la temperatura, imperturbable en medio de todo el mundo, y luego contempló pensativo el resultado.

– Treinta grados. Teniendo en cuenta las escasas livideces cadavéricas, y sólo un ligero rigor de nuca, fijaría el momento de la muerte dentro de un límite de unas diez o doce horas.

– No -replicó Sejer-. No si éste es el lugar donde murió.

– ¿Vas a ocuparte de mi trabajo?

Sejer negó con la cabeza.

– Se ha llevado a cabo una operación de búsqueda por aquí esta mañana. Un grupo de hombres con perro ha estado buscando junto a esta laguna a una niña que había desaparecido. Tuvieron que pasar por aquí entre las doce y las dos. No estaba entonces. La habrían visto. Por cierto -añadió-, la niña ha aparecido.

Miró a su alrededor, contemplando con los ojos entornados el fango. Un pequeño puntito luminoso captó su atención. Lo cogió cuidadosamente.

– ¿Qué es esto? -dijo.

Snorrason miró lo que Sejer tenía en la mano.

– Una pastilla o pildora de alguna clase.

– Tal vez encuentres el resto en su estómago.

– Es muy posible. Pero por aquí no veo ningún frasco.

– Quizá la llevara suelta en el bolsillo.

– En ese caso encontraremos polvo en sus vaqueros. Métela en la bolsa.

– ¿Puedes reconocerla así sin más?

– Podría ser cualquier cosa. Pero las pastillas más pequeñas son a menudo las más fuertes. Lo averiguarán en el laboratorio.

Sejer hizo una seña a los hombres de la camilla y se quedó mirándolos con los brazos cruzados. Por primera vez en mucho rato levantó la vista y miró hacia arriba. El cielo estaba pálido y los puntiagudos abetos rodeaban la laguna como espadas levantadas. Claro que lo averiguarían. Se lo prometió a sí mismo. Averiguarían todo lo sucedido.

Jacob Skarre, nacido y criado en Sogne, esa risueña región del sur, acababa de cumplir los veinticinco años. Había visto a muchas mujeres desnudas, pero nunca a ninguna tan desnuda como a esa chica junto a la laguna. Se le ocurrió en ese momento, sentado en el coche al lado de Sejer, que esa muerte le había impresionado más que ninguna de las que había visto hasta entonces. Tal vez porque yacía como si quisiera ocultar su propia desnudez, de espaldas al sendero, con la cabeza agachada y las rodillas encogidas. Pero la habían encontrado a pesar de todo, y vieron su desnudez. Le dieron la vuelta una y otra vez, le levantaron los labios y le examinaron los dientes, miraron sus párpados por dentro. Le tomaron la temperatura mientras se encontraba boca abajo con las piernas separadas. Como a una yegua en una subasta.

– Seguramente era bastante guapa, ¿verdad? -exclamó Skarre estremecido.

Sejer no contestó. Pero se alegró de la observación. Había encontrado a otras jóvenes y había oído otros comentarios. Siguieron un rato en silencio con las miradas clavadas en la carretera, pero en un punto más allá veían siempre ese cuerpo desnudo. La columna vertebral pronunciada, las plantas de los pies con la piel ligeramente enrojecida, las piernas con pelos rubios, la veían flotando por encima del asfalto como un espejismo. Sejer tuvo una extraña sensación. Eso no se parecía a nada de lo que había visto antes.

– ¿Estás de guardia esta noche?

Skarre carraspeó.

– Sólo hasta las doce. Le hago un par de horas a Ringstad. Por cierto, me dijeron que estabas pensando en tomarte una semana de vacaciones. Ahora te las fastidiarán, ¿no?

– Así parece.

En realidad, se había olvidado de ello.

En la mesa, delante de él, tenía la lista de personas desaparecidas.

Contenía sólo cuatro nombres, dos de los cuales eran de hombres, y las dos mujeres habían nacido antes de 1960, por lo que no podía tratarse de la mujer hallada junto a la laguna de la Serpiente. Una había desaparecido del Hospital Central, sección de psiquiatría; la otra de una residencia de ancianos del municipio vecino. «Altura: 1,55 centímetros, peso: 45 kilos. Pelo blanco.»

Eran las seis de la tarde, y aún podrían pasar un par de horas antes de que alguna alma preocupada diera el paso de notificar la desaparición a la policía. Habría que esperar a las fotos y al informe de la autopsia, de manera que él no podía hacer gran cosa. Al menos hasta que conocieran la identidad de la mujer. Cogió la chaqueta de cuero del respaldo de la silla y bajó en el ascensor a la planta baja. Hizo una elegante inclinación ante la señora Brenningen en la recepción, y recordó en ese instante que ella, de hecho, era viuda, y que tal vez llevara una vida parecida a la suya. Era guapa, rubia como Elise, pero más rellenita. Se dirigió al aparcamiento en busca de su coche particular, un viejo Peugeot 604, color azul hielo. En su interior veía la cara de la muerta, sana y redonda, sin maquillaje. La ropa era buena y sólida. El pelo rubio y liso, bien cuidado, las zapatillas de deporte caras. En la muñeca llevaba un valioso reloj Seiko. Se trataba de una mujer de vida decente, que procedía de un hogar ordenado y estructurado. Había encontrado a otras mujeres cuyos rostros revelaban claramente otro estilo de vida. Y sin embargo, se había llevado alguna que otra sorpresa. Aún no se sabía si esa joven estaba llena de alcohol o droga, o de alguna otra miseria. Todo era posible, las cosas no eran siempre lo que aparentaban ser. Cruzó lentamente la ciudad, pasando por la plaza y por el parque de bomberos. Skarre había prometido llamarle en cuanto alguien notificara la desaparición de la joven. En el medallón llevaba grabadas las letras H.M. Helene, pensó, o tal vez Hilde. No pasaría mucho tiempo antes de que alguien llamara. Esa chica había sido de las que acudían puntualmente, de las que llevaban una vida ordenada.

Al meter la llave en la cerradura oyó el golpe seco del perro que bajó de un salto del sillón prohibido. Sejer vivía en un bloque, el único de la ciudad que tenía trece plantas, razón por la cual resultaba bastante ridículo en el paisaje. Como un monolito conmemorativo que había crecido demasiado, se erguía hacía el cielo entre las demás edificaciones. Si a pesar de ello se había mudado allí veinte años antes con su mujer, Elise, era porque el piso tenía una distribución excelente y unas vistas vertiginosas. Se veía toda, absolutamente toda la ciudad desde allí, y cuando pensaba en las alternativas, todo lo demás le parecía claustrofóbico. Una vez dentro, uno se olvidaba del aspecto externo del bloque; el interior del piso era acogedor y cálido, con las paredes revestidas de madera. Los muebles habían sido de sus padres, viejos y sólidos, de roble pulido con arena. Las paredes estaban en su mayor parte cubiertas de libros, y en el poco espacio que quedaba colgaban algunas fotografías escogidas. Una de Elise, varias de su nieto y de su hija Ingrid, un dibujo a carbón de Käthe Kollwitz, recortado de un catálogo de arte y puesto en un marco de charol negro: «La Muerte con muchacha entre los brazos», una foto de él mismo lanzándose al vacío sobre el aeródromo, y otra de sus padres, posando solemnemente con traje de domingo. Cada vez que miraba a su padre, su propia vejez se le hacía incómodamente próxima. Así se le hundirían las mejillas, y las orejas y las cejas le seguirían creciendo, proporcionándole su mismo aspecto.