Выбрать главу

Las reglas de esa comunidad, en la que las familias vivían apiladas una encima de otra, como en el monolito del escultor Vigeland, eran muy severas. Estaba prohibido sacudir las alfombras desde el balcón, razón por la que él las llevaba al tinte cada primavera. En realidad, ya tocaba. Kollberg, que así se llamaba su perro, dejaba montones de pelos por todas partes. La junta de la comunidad de propietarios le había dedicado una reunión exclusivamente a él, pero lo habían aprobado, tal vez porque su dueño era policía y representaba cierta seguridad tenerlo en la casa. No se sentía encerrado, vivía en la última planta. La vivienda estaba limpia y ordenada, como un reflejo de lo que había en su interior: Orden y visión de conjunto. Sólo el perro tenía un rincón de la cocina donde siempre flotaba el pienso en charquitos de agua; ese rincón era el punto débil de Sejer. Su relación con el perro se caracterizaba mucho más por los sentimientos que por la autoridad. El baño era el único lugar del piso con el que no estaba satisfecho, ya se ocuparía de él. Ahora tenía que centrarse en esa mujer y tal vez en algún loco que andaba suelto. No le gustaba. Era como encontrarse ante una curva oscura sin poder ver lo que hay a la vuelta.

Separó las piernas para recibir el arrollador abrazo del perro. Le dio un rápido paseo por detrás del bloque y agua fresca, y había leído ya medio periódico cuando sonó el teléfono. Bajó el volumen de la minicadena, y sintió una minúscula expectación al descolgar. Alguien podría haber avisado ya a la policía, tal vez tuvieran un nombre.

– ¡Hola, abuelo! -oyó.

– ¿Matteus?

– Voy a acostarme. Es de noche.

– ¿Te has cepillado los dientes? -preguntó, y se sentó en el banco que había junto al teléfono.

Podía ver la carita color moka y los blanquísimos dientes del pequeño.

– Me lo ha hecho mamá.

– ¿Y te has tomado la pastilla de flúor?

– Mm.

– ¿Y has rezado tus oraciones? -bromeó.

– Mamá dice que no tengo que hacerlo.

Charló un largo rato con su nieto, con el auricular muy pegado a la oreja para no perderse ni uno de los pequeños suspiros y susurros en la voz clara. Era dulce y suave, como la flauta de un sauce en primavera. Al final intercambió unas palabras con su hija, oyó el ligero suspiro resignado cuando le contó lo que habían encontrado junto a la laguna, como si le gustara muy poco lo que su padre había elegido para llenar su vida. Suspiraba como lo hacía Elise. No mencionó a su hija su propio trabajo en la Somalia arrasada por la guerra civil. Miró el reloj, y pensó de repente que en algún lugar había otra persona haciendo lo mismo. En algún sitio había alguien esperando, alguien que miraba por la ventana y el teléfono, y que esperaba en vano.

La comisaría era una institución abierta día y noche, y daba servicio a un distrito de cinco municipios, habitados por ciento quince mil ciudadanos buenos y malos. En todo el edificio del Juzgado trabajaban más de doscientas personas, de las cuales ciento cincuenta pertenecían a la comisaría. De ellas, treinta y dos eran detectives, pero como siempre había permisos, cursillos o seminarios impuestos por el ministro de Justicia, en la práctica nunca había más de veinte personas dedicadas al quehacer diario. Era demasiado poco. Según Holthemann, el jefe, el público ya no constituía el centro, sino que se encontraba más bien al margen.

Los casos menores eran solucionados por detectives en solitario, y los más complicados por equipos. En total entraban a chorros entre catorce y quince mil casos al año. Durante el día, el trabajo consistía normalmente en la tramitación de solicitudes de gente que deseaba colocar puestos en la plaza para vender flores de seda o figuras de masa de pan, o que deseaba manifestarse en contra de algo, por ejemplo, del nuevo túnel. También había que revisar el control automático del tráfico: gente encolerizada entraba constantemente para estudiar fotos reveladoras de ellos mismos en el momento de pasarse la línea continua o cruzar con el semáforo en rojo. Unos treinta o cuarenta al día aguardaban en la sala de espera resoplando y con la cartera temblando en la chaqueta. Otra tarea habitual consistía en tripular el coche policial, llamado Pelle, y para ser sincero, los policías no se disputaban esa importante labor. También había que llevar y traer a detenidos ante el Juzgado de Primera Instancia, los hombres de la comisaría presentaban solicitudes de días libres y permisos que debían tramitarse, y, además, el día estaba repleto de reuniones. En la quinta planta se encontraba la sección judicial, donde cinco abogados colaboraban eficazmente con la policía. En la sexta planta se hallaba la cárcel comarcal. En el tejado estaba el «patio», desde donde los internos podían ver un trozo de cielo.

La guardia era la cara de la comisaría hacia el exterior y requería mucha flexibilidad y paciencia al policía que estuviera de turno. Los habitantes de la ciudad llamaban día y noche en una cadena casi ininterrumpida de casos de bicicletas desaparecidas, perros perdidos, robos y vandalismos. Padres iracundos de los mejores barrios de chalés llamaban para quejarse de los conductores imprudentes del vecindario. De vez en cuando no se oía más que una voz jadeante, pobres intentos de denunciar abusos o violaciones ahogados en la desesperación, que dejaban tras ellos la señal para marcar y nada más. Raramente las llamadas trataban de asesinatos o desapariciones.

Entre ese continuo goteo de llamadas estaba esperando Skarre. Sejer sabía que llegaría tarde o temprano y notó cómo se iba poniendo más tenso conforme pasaba el tiempo y la tarde se convertía en noche.

Cuando el teléfono sonó de nuevo era casi medianoche. Estaba dormitando en el sillón con el periódico sobre las rodillas. En sus venas la sangre fluía ligera, diluida con unas gotas de whisky. Pidió un taxi y veinte minutos más tarde estaba en el despacho.

– Llegaron en un viejo Toyota -dijo Skarre agitado-. Los padres… Los esperé fuera.

– ¿Qué les dijiste?

– Seguro que todo lo que no debía decir. Me sentía abrumado. Primero llamaron por teléfono, y media hora más tarde llegaron en su coche. Ya se han ido.

– ¿Al Anatómico Forense?

– Sí.

– ¿Tan seguros estabais?

– Traían una foto. La madre sabía exactamente cómo iba vestida la chica. Todo coincidía, desde la hebilla del cinturón hasta la ropa interior. Llevaba un sujetador especial, para hacer deporte. Hacía mucho deporte. Pero el anorak no era suyo.

– ¿Cómo?

– Bastante increíble, ¿verdad?

Skarre no podía remediarlo; aunque estaba estremecido, sintió que le brillaban los ojos.

– El asesino nos ha regalado una huella. En el bolsillo había una bolsa de caramelos y una placa fosforescente en forma de buho para ponerse en la oscuridad. Nada más.

– Dejar su propio anorak, no lo entiendo. Por cierto, ¿quién es ella?

Leyó en los papeles:

– Annie Sofie Holland.

– ¿Annie Holland? ¿Y el medallón?

– Es de su novio. Se llama Halvor.

– ¿De dónde era la chica?

– De Lundeby. Viven en Krystallen, número veinte. De hecho, se trata de la misma calle en la que durmió anoche Ragnhild Album. Curiosa coincidencia.

– Y los padres, ¿cómo estaban?

– Aterrorizados -contestó en voz baja-. Muy buena gente, gente bien. Ella hablaba sin parar, él estaba casi mudo. Se marcharon con Siven. Podrías sentarte -añadió-. Yo aún estoy temblando.