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– Se le acusa de haber intentado asesinar a un guardián de la cárcel -le comunicó el detective, la voz llena de amargura-. El guardián está muy grave. Tu hermano disparó contra él y le quitó el uniforme. Esta vez, si lo ayudas a escapar, pasarás mucho más de quince meses en la cárcel. Encubrimiento reiterado, y ahora hablamos de intento de asesinato (o de asesinato) de un agente de la ley. Cally, te caerán un montón de años.

– Nunca me he perdonado haber dado dinero a Jimmy la última vez -dijo Cally en voz baja.

– Sí, y las llaves de tu coche -le recordó el policía-. Cally, te lo advierto: no lo ayudes de nuevo.

– No lo haré. Se lo aseguro. Además la otra vez no sabía qué había hecho. -Cally miró los ojos del policía, que recorrían la habitación-.

¡Pase y registre! -le gritó-. No está aquí. Y si quiere, pinche mi teléfono. Me gustaría que oyera cómo digo a Jimmy que se entregue. Porque es lo único que pienso hablar con él.

¡Pero espero que esta vez Jimmy no me encuentre!, Suplicó mientras se abría paso entre la multitud de compradores y paseantes.

Después de cumplir la sentencia, se llevó a Gigi de la casa de acogida. La asistenta social le había buscado aquel apartamento diminuto y le había conseguido el empleo de auxiliar de clínica en el hospital St. Luke's-Roosevelt.

¡Esa sería la primera Navidad con Gigi en dos años! Ojalá hubiese podido comprarle un par de regalos decentes, pensó. Una niña de cuatro años se merecía un cochecito de muñeca nuevo, en lugar de aquel destartalado que ella había conseguido. La colcha y la almohada que le había comprado no ocultaban que era un trasto viejo. Quizá encontrara al vendedor de muñecas ambulante que había visto por allí la semana anterior. Sólo costaban ocho dólares, y Cally recordaba que una de ellas se parecía a Gigi. Ese día no llevaba suficiente dinero, pero el hombre le había dicho que en Nochebuena estaría en la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y siete y Cincuenta y siete, así que era probable que lo encontrara.

¡Dios mío, que detengan a Jimmy antes de que haga daño a nadie -rogó-. Hay algo que no funciona bien en su cabeza, que nunca le ha funcionado!

Delante de ella, un coro cantaba Noche de paz. Pero mientras se aproximaba, se dio cuenta de que no eran cantantes de villancicos, sino un grupo de personas rodeando a un violinista callejero que tocaba villancicos.

…Noche de paz. Noche de amor… Brian no se unió a las voces, aunque Noche de paz era su canción favorita en el coro de niños de la iglesia de Omaha. Ojalá se encontraran allí, y no en Nueva York, y estuvieran a punto de adornar el árbol de Navidad en su sala de estar, y todo fuera como había sido siempre.

Nueva York le gustaba, y siempre esperaba el verano para visitar a su abuela. Se divertía. Pero esa visita no le agradaba. Y menos en Nochebuena, con su padre en el hospital, su madre terriblemente triste y su hermano mandoneándole, aunque sólo tenía tres años más que él.

Brian se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Las tenía frías pese a que llevaba los mitones. Miró con impaciencia el gigantesco árbol de Navidad, al otro lado de la pista de patinaje. Sabía que al cabo de un instante su madre diría: "Muy bien, ahora vayamos a echar un buen vistazo al árbol".

Era muy alto, con luces brillantes y una enorme estrella en la punta. Pero a Brian no le importaba ya el árbol, ni los escaparates que acababan de ver. Tampoco quería escuchar al individuo aquel que tocaba el violín, y no tenía ganas de quedarse mucho rato allí.

Estaban perdiendo el tiempo. Quería llegar pronto al hospital y ver cómo mamá le daba a papá aquella gran medalla de San Cristóbal que había salvado la vida al abuelo cuando era soldado en la Segunda Guerra Mundial. Su abuelo la había usado durante toda la guerra, y hasta tenía la marca dejada por una bala.

La abuela había pedido a mamá que se la diera a papá. Su madre, a pesar de que casi se había reído, prometió hacerlo.

– Vamos, mamá, Cristóbal era sólo un mito. Ya ni siquiera lo consideran un santo, y a quienes únicamente ayuda es a los que venden esas medallas que la gente pone en los salpicaderos -dijo su madre.

– Catherine -replicó la abuela-, tu padre creía que la medalla lo había ayudado a salir de algunas batallas terribles, y eso es lo que cuenta. El creía en eso, y yo también. Por favor, dásela a Tom y ten fe.

Brian estaba impaciente. Si la abuela creía que su papá se pondría bien con la medalla, entonces su mamá tenía que dársela. Estaba seguro de que la abuela tenía razón.

…a un infante de faz celestial. El violín dejó de sonar, y la mujer que había dirigido el improvisado coro pasó una cestita. Brian miró mientras la gente depositaba monedas y billetes dentro.

Su madre sacó el monedero del bolso y cogió dos billetes de un dólar.

– Brian, Michael, echad esto en la cesta. Michael cogió el billete y trató de abrirse paso entre la gente. Brian, que empezaba a seguirlo, se dio cuenta de que su madre no había metido de nuevo el monedero en el bolso que llevaba colgado al hombro, y lo vio caído en el suelo. Se volvió para recogerlo, pero antes de que lo consiguiera, una mano se le adelantó. La mano pertenecía a una mujer con una larga coleta y una gabardina oscura.

– ¡Mamá! -gritó ansioso, pero todo el mundo había reanudado los villancicos y su madre no lo oyó. La mujer que había cogido el monedero se escurrió entre la multitud. Brian, instintivamente, comenzó a seguirla, temeroso de perderla de vista. Se volvió de nuevo para llamar a su madre, pero ésta seguía cantando con los demás… y los ángeles velando están…

Todo el mundo cantaba tan alto, que Brian supo que no lo oiría. Mientras miraba a su madre por encima del hombro, dudó un instante.

¿Debía volver corriendo a buscarla? Pero se acordó de la medalla que pondría bien a su padre. Estaba dentro del monedero, y no podía permitir que alguien la robara.

En ese momento, la mujer doblaba la esquina. Y Brian echó a correr para alcanzarla.

"¿Por qué‚ lo he cogido?", Pensaba Cally frenética mientras avanzaba a toda velocidad por la calle cuarenta y ocho en dirección a la avenida Madison. Había abandonado la idea de ir por la Quinta Avenida en busca del vendedor de muñecas ambulante, y se dirigió hacia la estación de metro de la avenida Lexington. Sabía que era más rápido subir hasta la calle cincuenta y uno para coger el metro, pero el monedero le quemaba en el bolsillo como una brasa ardiente y le parecía que todo el mundo la observaba con mirada acusadora. La estación Grand Central estaría abarrotada; cogería el metro allí. Era el sitio más seguro.

Mientras doblaba a la derecha y cruzaba la calle, un coche patrulla pasó por su lado. A pesar del frío, Cally empezó a sudar.

Tal vez el monedero perteneciera a aquella mujer con dos niños pequeños. Estaba en el grupo que tenía al lado. Volvió a repasar mentalmente el momento en que había "birlado" el billetero a la mujer delgada de la gabardina rosa forrada de piel (lo sabía por los puños que llevaba vueltos). Evidentemente era un abrigo caro, así como el bolso y las botas. El oscuro cabello que le caía sobre el cuello del abrigo estaba brillante y cuidado. No parecía que tuviera ninguna clase de problemas.

"Ojalá mi aspecto fuera como el suyo -había pensado Cally-. Tiene más o menos mi edad y mi talla, y casi el mismo color de cabello. Bueno, quizá el año que viene me sea posible comprar ropa bonita para Gigi y para mí."

Después había vuelto la cabeza para echar un vistazo a los escaparates de Saks.

"En realidad, yo no he visto que se le cayera el monedero."

Pero al pasar junto a la mujer había golpeado algo con el pie, bajó la mirada y lo vio allí tirado.

¿Por qué no le he preguntado si era suyo?, Pensó Cally desesperada. Pero en aquel instante recordó un día en que su abuela había vuelto a casa muy molesta y avergonzada. Se había encontrado un monedero en la calle y, al abrirlo, vio el nombre y la dirección de su dueña. Anduvo tres manzanas para devolvérselo, a pesar de que por entonces ya tenía artritis y le dolía cada paso que daba.